Especial de Navidad: Un pesebre de bendiciones

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Texto 1:

La historia de la Navidad comienza con una lejana estrella en el cielo. Estrella que es anuncio, profecía,  guía, brújula y camino para unos sabios de Oriente que buscan a un rey a punto de nacer.

Los “mapas del cielo” indican las señales de un “Rey-Niño” y un “Dios-hombre”,  de una “Madre-Virgen” y una “cuna-establo”, de un mundo que cruje de viejo y un Imperio que se expande amenazante: todo confluye en un mismo escenario.

Entre luces y sombras, acontecen los milagros.

Esta “señal” no es “imperceptible”: es visible, audible y tangible. Tiene carne y sangre, llanto y voz, los rasgos humanos del rostro de Dios.

Basta un sólo instante de oración, una sencilla plegaria musitada, un poco de hondo silencio, un buen deseo en el alma, un sueño posible que despierte… Todo sirve  para que la pequeña puerta de ese modesto establo, una vez más se nos abra y nos invite a contemplar toda la ternura de Dios recién nacida con la frescura rosada de la suavidad humana.

– Eduardo: ¡Hola querido Jesús, recién nacido! Soy Eduardo, un humilde creyente que ha recorrido veintiún siglos para venir a verte y tan sólo acariciarte con mi mirada y mis palabras.

– Niño Jesús: Gracias, querido Eduardo por venir a este pesebre de Belén en el que acabo de nacer.

– Eduardo: ¿Acabás de nacer y ya sabés hablar?

– Niño Jesús: No te olvides Eduardo que yo soy la Palabra del Padre. Aunque sea un niño, la Palabra siempre habla para quien quiera escucharla.

– Eduardo: Jesús ¡Bienvenido a este mundo, aunque está un poco roto y dolorido! Los humanos -a menudo- lo maltratamos.

– Niño Jesús: Aunque ahora sea muy pequeño, yo soy la esperanza de este mundo. Las más grandes  esperanzas también nacen pequeñas.

– Eduardo: Querido Niño, tomo esta pequeña esperanza, nacida en el suelo de este establo y la junto  con la luz de esta brillante estrella que alumbra el cielo de tu nacimiento. Tu historia se escribe con la luz de esta estrella. Jesús, ¿puedo pedirte un deseo en esta noche?

– Niño Jesús: Sí, querido Eduardo, estoy ansioso de que me pidan buenos deseos. Mi vida será para cumplirlos.

– Eduardo: ¡Canta Jesús!, ¡Cántale al mundo su canción de cuna, su música de paz a todos los seres humanos!, ¡Cántale, con tu pequeña voz, a esta estrella de Belén, a ese diamante de la noche, diamante del mar de arriba que es el techo del cielo!, ¡cántale querido Jesús ahora que acabas de nacer!

Texto 2:

Navidad es la fiesta de la ternura de Dios, de la suavidad de su presencia y la frescura de su amor. Es la delicadeza de su misericordia entre nosotros con una cercanía entrañable.

Con tu venida al mundo, Jesús, todo se convierte en una bendición. No hay nada que no sea un don. Todo es regalo para disfrutar y compartir: la vida, la familia, el tiempo, el afecto, los amigos… Todo es un regalo en el regalo de la vida. Todo es un regalo de tu Navidad, Jesús.

 

Bendición de bendiciones

Bendigo la luz que nos inunda.
Bendigo el amor que nos alimenta y sostiene.
Bendigo la mirada callada que comprende.
Bendigo el sufrimiento, llave preciosa que abre los hondos secretos del corazón humano.

Bendigo el tiempo con su paso.
Bendigo el trabajo y su cansancio.
Bendigo la caricia de la amistad.
Bendigo la vida y todos sus momentos.
Bendigo la salud que nos hace estar vivos.
Bendigo la lucidez que nos permite estar despiertos.

Bendigo a los que me aman y también a los que han dejado de amarme.
Bendigo la humildad de los que aceptan el bien aunque duela.
Bendigo el servicio de quien se pone en el último puesto.

Bendigo tener un lugar en tu mundo.
Bendigo la memoria cuando es agradecida.
Bendigo la risa y el llanto.
Bendigo la palabra y el silencio.
Bendigo todo el camino realizado.
Bendigo cuanto pasó y quedó atrás.
Bendigo los aprendizajes y las equivocaciones.
Bendigo los ensayos y las realizaciones.
Bendigo los fragmentos de felicidad que me han sido dados.

Bendigo la música que hay dentro de cada corazón.
Bendigo la belleza que se esconde en cada detalle.
Bendigo la herida de cada herida que lastima.
Bendigo la esperanza pequeña que se convierte en verdadera fortaleza.

Bendigo las veces que fueron las últimas veces, aunque no lo supiera.
Bendigo cada vez de cada primera vez en el asombro de la vida.
Bendigo cada ocasión que se me ofreció.

Bendigo cada acto de libertad arriesgada.
Bendigo cada respuesta que posibilitó un próximo paso.
Bendigo los buenos deseos que ensanchan el alma.

Bendigo tu vida y el día de tu cumpleaños
que me recuerda que este mundo es mejor porque estás vos.
Bendigo el día en que entraste en mi mundo.

Bendigo tus sueños y lo que has intentado.
Bendigo lo que aún no ha llegado.

Bendigo la bendición que me han dado.
Bendigo el amor y el tiempo.
Bendigo la vida y la muerte.
Bendigo toda bendición.
Amén.

 

Texto 3:

No siempre las mesas navideñas son lo que nosotros soñamos. A menudo las ausencias, las distancias, los problemas y otras circunstancias nos impiden que esa mesa sea tan vasta, tan amplia, tan inclusiva como lo desea nuestra esperanza.

A veces quisiéramos que estuvieran junto a nosotros, personas y afectos que no están, ya sea porque el tiempo y el entramado de la vida los han puesto en otro lugar o simplemente porque la historia ha cambiado y los caminos se bifurcaron o también porque ya no están aquí acompañándonos.   

En la Nochebuena tenemos la mesa navideña en la que participamos y -a veces- tenemos “otra mesa navideña”, la de nuestro interior y nuestro deseo, la de nuestra esperanza y sueño. Es por eso que la mesa de Nochebuena de a ratos se cubre del musgo suave de la melancolía y la evocación hace flotar, en el aire, su callada nostalgia.

Entonces cerramos los ojos y escuchamos retumbar en nuestro interior, las otras doce campanadas que se sienten graves y profundas y que surgen del túnel de la memoria.

Te propongo que hagas y que vivas la mesa navideña de tus sueños y expectativas. Que en tu imaginación y en tu corazón la puedas realizar. Que convoques a todos los que quieras. A todos. No importa si están lejos, si hace mucho que nos ves o no los hablás. No importa incluso si están junto a Dios en la Navidad del cielo. Si son del ayer o del hoy; si están distanciados; si hay alguna deuda pendiente; un pedido de perdón que espera o alguna palabra de agradecimiento que esté todavía a tiempo de ser pronunciada.

No importa nada de eso: en el corazón, en la imaginación y en la oración, todo es posible para quien ama.

La mesa navideña de tus sueños es posible. Basta con desearla. Convocá a cada uno. Nombrálos. Hablále a cada uno. Dejá que cada uno te hable. Permití que el amor, la cercanía, la reconciliación sea posible. Quebrá las distancias de cualquier separación. Superá las barreras del tiempo, del espacio e incluso de las fronteras de la muerte.

Todos estarán en la mesa de tu corazón. Allí la Navidad tiene su centro. La mesa de Navidad es la que convocás desde tu interior. En la mesa de Dios, tus amores vuelven a re-encontrarse, a festejar y a celebrar. Vuelve a tener vida la vida. Hay lugar para los sueños. Hay cabida para la esperanza: aún estamos a tiempo.

Es el momento para armar la mesa navideña de tu alma. No importa que la mesa realmente compartida sea más pequeña y tenga menos invitados. No importa, Dios está presidiendo la mesa de tu  interior.

Ahora están todos en mi mesa navideña: los de ayer y los de hoy; los que están y los que se han ido; los cercanos y los lejanos; los que se aman y los que se han amado; los que se encuentran y los que se han re-encontrado. Están todos como los he soñado. Tal como lo desea mi amor por ellos.  En el corazón no hay separaciones, ni obstáculos, ni barreras, ni impedimentos.

En el amor, nada de eso existe. En la Nochebuena, todo es posible si creemos en los milagros. Si Dios nace, toda pequeña esperanza guarda la posibilidad de una gran esperanza.

Los lejanos se dan la mano. Los que estaban distanciados se reconcilian. Los que hacían mucho que no se veían, se reconocen. Cada uno le da al otro, una palabra de amor y de cariño, de perdón y de esperanza, de aliento y de consuelo. Todos se abrazan y se alegran.

Levanto mi copa en esta mesa navideña, rezo mi bendición, los miro uno por uno, los invito a tomarse de la mano. Toco la medalla que está en mi pecho para darme fuerzas y suspiro aliviado. Siempre esperé este momento. Los nombro a uno por uno. Los bendigo a todos. Cada uno trae una bendición de Dios.

En esta mesa, todos merecemos una alegría compartida, un buen vivir, un buen comer y una bendición para beber. Levanto mi copa para brindar. ¡Celebro por todo lo que se me ha dado: brindo por la vida!,  ¡Gracias! Salud a todos. Amén.

Texto 4:

A veces pasa que cuando somos adultos recorremos desde nuestra memoria los laberintos del tiempo y reanudamos los caminos hechos y hasta desandamos los senderos realizados. Volvemos, una y otra vez, a contemplar y a interpretar la trama de nuestra historia.

Ya hemos escuchado la voz del Niño Jesús y hemos bendecido la estrella que alumbró el cielo del mundo aquella bendita noche. Ahora escucharemos la voz de Jesús adulto, recordando desde su nacimiento hasta su muerte y resurrección todo el camino peregrinado, paso a paso, reconociendo que su sendero humano tiene comienzo en el acontecimiento de su nacimiento. Con el misterio de la Encarnación y la Navidad,  inicia su viaje.

Juan 1, 14

Me hice carne frágil.
Tuve tiempo y espacio.
Memoria de los días y sus horas.
Ciclos que empiezan y terminan,
se abren y cierran
y vuelven a comenzar.
Me transformé en una sucesión de instantes fugaces.

Sentí deslizarse el crecimiento
entre huellas, cauces, surcos y rastros;
ascensos y descensos,
días y caminos
con la suave alternancia de la luz y la sombra.

Fue mío el ímpetu y pasión,
los impulsos de la sangre:
torbellinos y vértigos,
laberintos y desiertos,
abismos y precipicios.

También me caí y me levanté.
Tuve sueños y esperanzas,
anhelos, dudas y angustias.

Me emparenté con el linaje humano de los siglos,
tuve mi propia voz y mi rostro,
miradas y manos,
mi conciencia y  una verdadera alma humana.

Aprendí.
Siempre aprendí.

Viví y opté.
Amé y sufrí.
Luché y me cansé.

Lo intenté,
una y otra vez.

Mi carne también se rasgó.
Gustó la agonía
hasta la última gota de sudor de sangre.

Luego el leño, las espinas y la sangre.
El cuerpo desnudo.
El alma también desnuda y desgarrada,
cegada de tanta oscuridad y dolor.

Sed de vinagre.
Último respiro y último grito.
Último desgarro de todo:
De la carne, del cuerpo, del alma y hasta del velo del Templo.

Mi carne, que una vez nació lozana, fue envuelta
por la grisácea palidez de la muerte.

Cuando se muere, no hay tiempo.

Aunque mi muerte no fue como la de otros,
los demás mueren una muerte sin tiempo.

Mi muerte, en cambio, tenía los días contados.
Aunque breve,
mi muerte en la Cruz y en el sepulcro fue total e intensa.
Fue una verdadera muerte.

No me guardé nada:
Amé hasta el fin.
Algunos me amaron y algunos también me odiaron.

A veces fui feliz y muchas veces, desdichado.
Sentí en mis miembros y en mi alma
tanto el gozo como su inseparable compañera, la tristeza.

No viví en vano.
Vine a este mundo y este mundo vino a mí.

No me arrepiento de haberme hecho hombre.
Se nace hombre y el tiempo nos hace humanos.

No me arrepiento de haber amado como lo hice.

Todo cuanto fue, tenía que suceder.
Todo lo que convino, pasó.

Nada fue desechado.
Todo fue aceptado.
Todo quedó redimido.
Todo fue renovado y sanado.

Hasta mi carne revivió con la aurora de la gloria de aquél amanecer.
Se transfiguró y resucitó:
Mi carne fue mi propio viaje.

Llegaré a tiempo con tu tiempo.
Allí estaré.
Amén.

Texto 5:

Ya casi terminamos este año que se nos ha dado vivir y vamos a comenzar otro. Uno se va y otro viene. La rueda del tiempo parece no descansar nunca, girando una y otra vez, abriendo y cerrando ciclos. El tiempo envejece y rejuvenece. Nace y muere. Se gasta y se transforma. Se recicla y resucita.

Este año -ya se ha puesto viejo y caduco- y cae como una hoja de otoño. Sin embargo, brota un retoño nuevo en el árbol del tiempo y de la vida. Un año nuevo para un tiempo viejo y memorioso. Un año para que -de nuevo- nos hace renovar la esperanza.

¿Qué nos deparará el año que nace?; ¿qué se lleva de nosotros el año que termina?, ¿cómo termino el año que nos deja?; ¿qué le dejo yo al año que se acaba?; ¿qué cosas acaban con este año?; ¿qué cosas se inician con el año que llega?

Cada año tiene 525.600 minutos. Los vamos transitando uno a uno. En el reloj de arena del tiempo, grano a grano va cayendo.

¿Con qué llenamos cada uno de esos minutos que se nos confían a término?; ¿qué hacemos con esos minutos que se nos entregan para que los administremos lo más sabia y prudentemente posible para el bien?

¿Qué es lo da sentido al tiempo?; ¿cómo se mide el tiempo que vivimos?, ¿por el amor, por el encuentro, por los afectos, por los momentos compartidos o por los recuerdos añorados?

La vida consiste en buscar nuestra forma de amor y de amar. La vida es un ensayo -cada vez más completo y más pleno- de nuestra propia felicidad posible.

Eso es lo que buscamos en cada tiempo que nos es regalado: ¿qué es lo que colma los 525.600 minutos de cada año?

¿Cómo viviré estos 525.600 minutos?; ¿cuántos de ellos estarán destinados a la felicidad, cuántos al amor, cuántos al dolor, cuántos a la alegría y cuántos a la tristeza?; ¿cuántos serán míos o serán de los otros?; ¿en cuántos me encontraré con Dios?, ¿en cuántos me encontraré con vos?

 En todos los idiomas, el tiempo le canta al amor, ¿cómo no vivirlo intensamente entonces? Cuando el tiempo se vive en el amor, el tiempo nos rejuvenece también a nosotros. Aceptemos de nuevo un año nuevo, no para que nos haga más viejos a nosotros sino, al contrario, para que nos renueve en el amor.

 Bendigamos de antemano los 525.600 minutos que se nos serán dados para que todo se mida desde el amor.