Espiritualidad para el siglo XXI.Programa 10: El misterio del mal en el mundo y las heridas de Jesús.

lunes, 8 de junio de 2009
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Texto 1:
El cristianismo se funda en la confesión de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. El Dios Encarnado constituye el núcleo de nuestra fe. La Encarnación revela a Dios desde “otro lugar”, desde el lugar del ser humano. Por la Encarnación, Dios “se dice” al modo humano.

Sin embargo, no siempre tenemos en cuenta la condición humana de nuestro Dios. Subyace a menudo la idea de un Dios no “tan humano”. La Biblia únicamente pone una sola distinción entre el Dios Encarnado y nosotros: Igual en todo, “menos en el pecado” (Hb 4,15). A diferencia del pecado, nuestro Dios humano fue “uno de tantos y se hizo como un hombre cualquiera” (Flp 2,7). La humanidad asumida se vuelve para Dios experiencia de lo divino. Nuestra humanidad es para el mismo Dios Encarnado ocasión de revelar su condición divina desde otro “lugar”, mostrando una “traducción” humana de su misterio. Nuestra humanidad forma parte del misterio que Dios manifiesta de sí mismo.

Es un Dios en “situación humana”, vulnerablemente humano. Vive, crece, pasa por todos los límites de la existencia y necesidades humanas, pasiones y emociones, afectos y vínculos, el amor y la soledad, el sufrimiento y la tentación, la agonía y la muerte, para luego retornar a la vida, en un estado glorioso en el cual, sin embargo, conserva -para siempre- las “marcas” adquiridas en el tránsito de su vida mortal.

Un Dios herido, no sólo en su existencia terrena y en la Cruz sino, incluso -después de la muerte- seguirá mostrando las cicatrices de sus heridas una vez Resucitado, como sucede en la escena en la cual invita al Apóstol Tomás a palpar sus estigmas cerrados (Cf. Jn 20, 24-28) que permanecen, perdurando como marcas cicatrizadas y gloriosas.

Las heridas de Jesús -que van desde la Cruz a la Resurrección hasta llegar a la Gloria- unen, como en un “puente”, la única carne del Dios hecho hombre. Todo su camino se dibuja en los bordes de las heridas, en los ribetes de sus cicatrices. Ellas son una “garantía” y un “sello”. Las heridas cicatrizadas del Resucitado son el “reverso” de las heridas abiertas del Crucificado. Las “heridas mortales” se vuelven “heridas vitales”; las “heridas de muerte” se convierten y se revierten en “heridas de gracia”, “heridas nuevas”, “heridas de vida”.

Las “heridas” del Resucitado son “heridas gloriosas”. Sin embargo, no dejan de  recordar, como sello en la carne, las cicatrices de la Cruz. El Resucitado tiene heridas cicatrizadas y curadas. Son un testimonio y  un “memorial” de lo que ha sido la Cruz. La Resurrección no se olvida de la Cruz: La Gloria asume la Cruz.

Aquél que padeció es el mismo que resucitó y que está en los cielos. Sus heridas lo atestiguan y  confirman. Perduran intactas, abren “accesos” a la revelación del amor más pleno. No son “huecos” mudos, solitarios y vacíos sino lesiones que “hablan”. En ellas queda un camino abierto, un “punto de partida” para la entrada al interior del mismo Dios, a su cuerpo y a su alma, a su  corazón. Por ellas se abre un nuevo acceso, se convierten en “llave” y en “puerta” (Cf. Jn 10,9) para ingresar y mirar hacia la “otra orilla”, contemplando  la interioridad de Dios,  el abismo infinito de su vida.

¿Qué tienen para decirte las heridas de Dios?; ¿Qué significa para tu vida y tu fe un Dios vulnerable?; ¿Qué tienen que ver tus heridas con las de Dios?; ¿Qué tienen que ver las heridas de Dios con tus propias heridas?

Texto 2:

Las llagas de Dios, tanto abiertas como cicatrizadas, nos regalan una mirada realista sobre la condición humana, ya que nuestra naturaleza guarda en sus entrañas una “herida capital”: El núcleo psicológico, moral o espiritual más afectado con el cual tenemos que luchar a lo largo de toda nuestra vida.

Esta herida, igual que la de Jesús, permanece y nunca nos abandona definitivamente. Hay que incorporarla a nuestro camino de crecimiento hasta llegar a transfigurarla. La “herida fundamental” siempre queda. Lo que hay que intentar es que deje de ser “herida mortal” para que comience a ser “herida gloriosa”. Nuestra “herida”, la llaga del hombre viejo, tiene que ponerse en contacto con las “heridas de Jesús” para sanarse.

Esto no quiere decir que desaparezcan sino que se “re-orienten” y se “re-encaucen”. Aquello que nos provoca al mal puede -por la gracia que brota de la herida de Dios- convertirse en fuente de bendición. No tenemos que “infectar” la herida con nuestras debilidades sino cicatrizarla en el fuego del Espíritu y de la gracia. La herida de la condición caída hay que transfigurarla por la herida cicatrizada y redimida.

En nosotros hay heridas que lentamente se van “cicatrizando” y hay otras que permanecen y, sin embargo, cambian. “Permanecer” y “cambiar” no se contradicen, ni se excluyen. Permanecer no significa “estar quieto” pasivamente, paralizado, estancado o detenido. Hay permanencias que poseen su propio dinamismo de cambio: ¿Vos notás que aquellas heridas que permanecen se han “fijado” regresivamente,  deteniéndose?; ¿La permanencia de las heridas de Jesús te ayuda para asumir aquellas heridas psicológicas, emotivas, espirituales y morales que permanecen?; ¿Qué espera Dios de ellas?

Si pasamos de la contemplación de nuestras heridas a las heridas que hay en el mundo, al ver tantos males y calamidades,  los seres humanos generalmente hacemos “responsable” de todo esto a Dios. En la Cruz de Jesús es Dios el que está herido por el ser humano. La carne del Hijo de Dios se encuentra lacerada por la ferocidad y la crueldad humana. Para los ojos del creyente, el misterio del mal en el mundo se “revierte” desde la contemplación del Crucificado. Nosotros también tenemos que hacernos responsables de lo que hicimos con Dios. Asumir y aceptar que Dios está herido por el ser humano. Está “Traspasado” en total vulnerabilidad, indefensión, exposición y entrega.

La incógnita insondable del mal en el mundo tiene otro camino de “respuesta” desde esta perspectiva, nos abre “otra mirada” en la que se nos descubre que, hasta el mismo Dios está -de alguna manera- “afectado” por el mal del mundo, fruto -entre otras cosas- de la libertad quebrada y desviada del ser humano.

Contemplamos a un Dios que es vulnerable, la indefensión de Jesús en la Cruz -tanto mientras agoniza, como también después de muerto, ya que aún luego de expirar es traspasado por la lanza del soldado- nos muestra un Dios que es el “blanco perfecto” de los dardos que los seres humanos lanzamos a lo alto. ¡Cuántas veces le “reprochamos” resentidamente a Dios el mal del mundo y el sufrimiento de los inocentes!; ¿Los seres humanos no tenemos nada que ver con esto?

Muchas veces preguntamos ¿por qué el Dios providente, siendo infinita bondad, permite el mal en el mundo? La cuestión, en cambio, tendríamos que expresarla de otra manera: ¿Por qué hemos herido al Dios Encarnado, manifestando así todo el mal del cual somos capaces con nuestra libertad?; ¿Por qué Dios -para revelarnos todo su infinito amor- permitió que lo hiriéramos de esa manera?

El mal en el mundo, fruto de la libertad frustrada del ser humano -visto desde Dios- se contempla como el misterio de un infinito amor vulnerable que desnuda su misericordia por nosotros. La Cruz  nos  hace poner del “otro lado” del misterio. No hay que pensar en un Dios permisivo y exclusivamente responsable de todo el mal del mundo. Tampoco el ser humano es sólo “víctima” o “cómplice” del mal. La libertad humana, en su opción de bien, es constructiva; en su opción de mal, “hiere” –incluso- hasta el mismo Dios.

Hay algunos que piensan que el sufrimiento humano es una consecuencia del “castigo” de Dios por todo el mal que provocamos libremente. Creen que la Cruz  es el “castigo” de un “Dios justiciero”. Las heridas de Dios, al contrario, nos muestran a un Dios “castigado” y “ajusticiado”. El Dios Crucificado y herido es la imagen opuesta al “Dios vengativo”. Las heridas divinas nos muestran otro enfoque. Lo que nosotros vemos como un mal, lo que observamos como una “carencia” de bien y de libertad -desde el “reverso” de la Cruz- se observa como un “desborde” de Dios que, en la sobreabundancia de su amor se deja –incluso- herir.

La Cruz y la Resurrección permiten la presencia del mal para un bien mayor en el mundo. En eso consiste la redención: ¿Te parece que el problema del mal puede ser visto desde una nueva luz a partir del misterio de las heridas de un Dios lastimado por el desamor humano?;  ¿Cuándo contemplás el mal del mundo desde las heridas del Dios Encarnado: Te cambia la perspectiva, te otorga una nueva respuesta?; ¿Alguna vez has iluminado el sufrimiento inocente e injusto que muchos padecen desde la Cruz de Jesús, el más inocente de todos?; ¿La sangre de Jesús no son gotas de perdón para todos?

Texto 3:

Cuando el Resucitado se presenta a los Apóstoles y lo invita al Apóstol Tomás, el Señor de la Gloria expone sus heridas para ser vistas y palpadas. No sabemos ciertamente si el ApóstolTomás se atrevió finalmente a tocar las llagas de Jesús; sin embargo, nada obstaculiza para éste acto se haya realizado, ya que la invitación estaba hecha.

La actitud del Señor Resucitado aquí es totalmente distinta a la que tuvo con María Magdalena, cuando ésta -al reconocerlo como Resucitado- intenta acercarse. Él le dice “no me toques”. Esta expresión también puede traducirse como “no me retengas” o “no detengas, todavía no he subido al Padre” (20,17): “Jesús pone un límite. No permite que lo retengan, pero esa delimitación no destruye la relación. Por el contrario, permite una relación en otro nivel. Ella puede «soltar» a Jesús porque un amor que encarcela y estrecha, ahoga poco a poco.  Cuando alguien siente que lo retienen, tratará de soltarse y liberarse. Para que el amor permanezca vivo, necesita cercanía y distancia. No sólo necesita fusión sino, también, delimitación para que el amor pueda respirar, para que continúe siendo un hogar y no se convierta en una prisión”. 1




[1] A. Grüm- M. M. Robben, “Límites sanadores. Estrategias de autoprotección”. Buenos Aires, 2007, 95-97.99
Ya sea que el amor nos acerque efusivamente o nos distancie saludablemente, por respeto a su propia singularidad y privacidad, lo fundamental no está -ni en la invitación al contacto que se le hace al Apóstol Tomás ni en la prohibición que se le advierte a María Magdalena- sino en el acto de fe que tienen que hacer todos los discípulos, lo hayan tocado o no a Jesús.

El Apóstol Tomás responde “Señor mío y Dios mío” (20,28) y María Magdalena exclama “¡Maestro!” (20,16); ambos -con o sin contacto físico- entran en la comunión espiritual de la fe, en ese otro nivel de “contacto”. Sin esa adhesión, no se puede estar unido al Resucitado. Siempre está la tentación de “espiritualizar” a Dios y a Jesucristo. Algunos prefieren un Dios más trascendente y volátil, tan abstracto y difuso, tan etéreo e intangible que termina desapareciendo, no teniendo incidencia real, concreta e histórica.

Pareciera que la carne, el espacio, el tiempo y todas las consecuencias de la condición humana no fueran dignos de Dios. Hay quienes prefieren un Dios no tan cercano, ni tan concreto, ni tan carnal. Como si la Creación de Dios tuviera algún maligno germen de degradación, corrupción y decadencia. Se han olvidado que -al terminar su Creación- “Dios vio que todo era bueno” (Gn 1, 31).

En el Evangelio de Juan, desde su primer capítulo, se afirma que “la Palabra se hizo Carne” (1,14) y la Primera Carta de Juan declara que la experiencia de fe en el Dios Encarnado, el creyente la tiene que hacer con la colaboración de todos los sentidos físicos: “Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que  contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de la vida se los anunciamos” (1, 1- 3).

La visión se hace contemplación y el tacto se convierte en comunión. Todo el hombre, sensorialmente, entra en contacto con el Dios Encarnado a través del oído, la vista y el tacto. Los sentidos corporales y externos no obstaculizan la percepción de la fe; al contrario, la propician. En la escena con el Apóstol Tomás, Jesús lo invita a que lo toque; en la escena con María Magdalena -en cambio- prohíbe ser tocado. En definitiva, no importa tocar o no tocar, sino tener fe.

No es imprescindible que nosotros toquemos. Lo fundamental es que Dios nos toque a nosotros. Que las heridas de Jesús toquen las nuestras. Si Él no nos toca, nuestras heridas quedan como huecos que perforan el interior, agujeros que ensanchan los vacíos del alma. ¿Últimamente cómo te sentís?; ¿colmado o vacío?, ¿tus heridas son espacios abiertos o cerrados?

Texto 4:

No hay división entre la dimensión corporal y la espiritual. El ser humano es una unidad que ingresa en el misterio de Dios con todo lo que es. La fe se sostiene y se profundiza también con la ayuda de los sentidos del cuerpo. El sentido de la fe y los “sentidos del alma” se abren paso mediante la experiencia de los sentidos corporales y físicos.

Aún hoy existen posturas exageradamente “espiritualistas” y disociadas con lo humano, lo corporal, lo material, lo físico y lo emotivo. Una auténtica postura espiritual no es “espiritualista”. La espiritualidad es siempre “encarnada”, de lo contrario, no es cristiana. En la genuina espiritualidad no hay una separación y brecha, desconexión y divorcio en la unidad de la persona. Íntegra e integralmente la persona humana es toda alma encarnada y todo cuerpo animado. Todo su ser, en unidad, ingresa a la experiencia del mundo de Dios.

El cristianismo posibilita una posición “espiritual” de la relación con Dios que no es ni “espiritualista”, ni “espiritualizante”. Lo genuinamente “espiritual” incluye lo humano como tal y, por lo mismo, incorpora también la dimensión corporal. La “desconexión” entre cuerpo y alma se patentiza en que -para muchos- son como dos “principios” opuestos, separados e independientes.

Hay espiritualismos extremos donde lo espiritual no tiene nada que ver con lo material, lo físico y lo corporal. El mundo, las creaturas y el ser humano -especialmente su cuerpo- son la fuente del mal y del pecado; Dios no tiene contacto con lo real, ni con lo histórico, ni con lo social, ni nada que tenga que ver con lo humano. Para muchos, aún en el presente, el cristianismo fomenta una mirada despegada de lo real, sin incidencia histórica y concreta. Esto desconoce el mensaje de un Dios verdaderamente Encarnado que expone su Cuerpo en heridas sangrientas y gloriosas que redimen al mundo. Sólo si desde la fe aceptamos pasar por ellas, tenemos una espiritualidad capaz de transformar nuestras propias heridas.

    En la experiencia espiritual entra todo lo que somos: Los sentidos externos y corporales,  afectividad,  emotividad, imaginación y pasión. A veces tenemos una espiritualidad más bien intelectual, racional, reflexiva. No descubrimos que todo lo humano -incluido el cuerpo con sus resonancias- entra en la relación con Dios. A menudo lo excluimos como algo “profano”. Por un lado tenemos la madurez humana y, por otro, la fe no como dos realidades “paralelas” e “inconexas”.  Lo humano sin referencia a lo espiritual y lo espiritual sin relación con lo humano cayendo en el “espiritualismo” evasivos, desintegrados y ajenos a la realidad: ¿Te das cuenta que esa separación también es una herida, una honda fisura por la que todo pasa?; ¿Cuándo empezaremos a pasar nuestras heridas por las heridas de amor del Dios hecho hombre?

Texto 5:

Si en el acto de fe, los sentidos aportan su ayuda, son bienvenidos y, cuando estos mismos sentidos luego son trascendidos, no se invalida -por eso- el paso por lo humano. Siempre es el hombre, viendo o no viendo, tocando o no tocando, el que debe realizar un acto libre de fe ante Dios. Este acto es también una auténtica experiencia humana en la se involucran todos los sentidos junto a la afectividad, la emotividad, los sentimientos y las pasiones. Somos más “espirituales” cuanto más humanos. La mejor “calidad espiritual” se sustenta y se acrecienta en la “calidad humana” y viceversa.

El Apóstol Tomás aceptó la presencia del Resucitado que desnuda -en su propio Cuerpo- las heridas de Dios. Esas heridas son el “umbral” de acceso al misterio y el comienzo del acto de fe para el discípulo. No hay experiencia de Dios, ni fe, sin la participación de los sentidos. .

La invitación es a una aventura espiritual que asuma el cuerpo -con el lenguaje de todos los sentidos y su conocimiento de lo real- mirando las heridas del Señor para curar las propias heridas, acercándonos al Dios muerto y resucitado, siempre “herido” ya sea con sus llagas abiertas o suturadas.

La curación de las propias heridas se realiza mediante la fe. No importa si el Apóstol Tomás tocó o no tocó al Resucitado. Lo importante es que Jesús lo invitó a hacerlo y el Apóstol realizó su acto de fe personal. Para nosotros, que no podemos tocar físicamente al Señor, la fe siempre es una especie de “contacto”, de unión real y verdadera con el Señor. Es también un “sentido”, aunque no sea un sentido físico. Es como un “sentido interno” que nos permite entrar en el misterio y comulgar con él.

Las heridas de Jesús pueden o no ser tocadas. Hay invitación para tocarlas y hay una exhortación para no tocarlas. Ya sea en un caso u otro, para entrar en “contacto” con Jesús es siempre necesaria e imprescindible la fe, ese otro “contacto” que nos permite una comunión más intensa y total con Él. Sólo la fe contempla las heridas de Jesús, por las que las nuestras, se curan.

    Para encontrarnos con Dios tenemos que dar con la propia “herida”. En nuestra “herida” -y desde ella- hallamos a Dios. La “herida” nos dice con su sangrante palpitar -o con su dolorosa cicatrización- que seguimos vivos. La herida no es más que la vida misma -con sus filosas aristas- en el desafío continuo de empezar de nuevo.

    En la fe –que nos permite el abrazo de las heridas entre Jesús y nosotros- se realiza un recíproco y fecundo intercambio. En esa mutua contención, quedamos curados. Hay un “beso de la herida” que Dios otorga con su Espíritu, en la carne de su Hijo, por el cual todo se sana. Sólo el beso de Dios nos cura todo, nos alivia del dolor de estar tan vivos, nos abriga y nos calma -un poco- el alma siempre expuesta a la intemperie, en carne viva.

Texto 6:

El mundo está afectado por la herida del pecado humano. La Creación no cayó en pecado por sí sola sino que fue arrastrada por la libertad del ser humano y también espera ser definitivamente liberada. Tanto en la caída como en la redención -el ser humano y toda la Creación- tienen un mismo destino. La Creación está tocada por la herida humana.

Los “rostros” de esta herida se muestran de variadas maneras, hacen sangrar al mundo y a la historia. Basta ver la televisión, abrir un diario, escuchar la radio y enterarnos de las noticias. Casi no hay ninguna buena. Los cristianos nos vamos olvidando que Evangelio significa Buena Nueva, la verdadera Buena Noticia de toda la historia. Cuando vemos tanto mal repartido, tanta injusticia y muerte diseminadas, muchas veces nos atrevemos a pensar dónde se ha escondido Dios en este valle de lágrimas. Inmediatamente adjudicamos a Dios lo que nos corresponde a nuestra libertad: ¿Acaso nosotros no tenemos que ver con el mundo? 

El libro del Apocalipsis tiene una consoladora promesa final: “Dios enjugará toda lágrima y no habrá más muerte, ni llanto, ni gritos, ni cansancio porque el mundo viejo habrá pasado” (21,4). Dice el libro del Génesis que “vio Dios que todo era bueno” pero, por la libertad quebrada del hombre, ha sido en gran medida estropeado. El pecado de las estructuras sociales patentiza la herida fundamental del mundo.

    Sabemos que el problema del mal ha tenido en la historia distintos enfoques y respuestas. Las denuncias en contra de Dios ante el escándalo sobre todo del sufrimiento inocente constituyen una prueba de este planteo. Algunos intentan “justificar” la presencia del mal en el mundo sin contradecir la existencia de un Dios infinitamente bueno, misericordioso y compasivo, diciendo que el mal -como “defecto” del ser- es sólo una “carencia” permitida para que, en el gobierno providente de Dios, resulte después un “bien mayor”; otros, afirman que el mal es una “falla” interna del ser humano, una libertad caída que afecta a toda la Creación.

    La contemplación de las heridas de Jesús permite unir al mundo caído con el Dios de bondad, conciliando al Dios Creador –“que vio que todo lo que hizo era bueno” (Gn 1,31)– con su obra que, en manos del ser humano libre, está lastimada por el pecado.

    Toda la historia humana se encuentra surcada por los desencuentros, la misma Biblia narra estas desgarraduras, las cuales empiezan bajo el signo de Caín y sólo en Jesús encuentran su cierre y su definitiva cicatrización. Mientras tanto, todo el mal del mundo es parte de esa herencia de Caín.

   
Texto 7:

La “herida” de Jesús une a Dios con el mundo y al mundo con Dios en el Señor muerto y resucitado. En las heridas de la Cruz y la Resurrección se encuentran reconciliados Dios y el mundo. A menudo muchos intentan la “resolución” del problema del mal sin considerar suficientemente la Encarnación. Han “resuelto” la relación “Dios-mundo” como si el Hijo de Dios no se hubiera Encarnado. Las “heridas” de la Cruz y Resurrección son una “Palabra” para el misterio del mal y el sufrimiento inocente.

La espiritualidad cristiana acentúo -por mucho tiempo- el camino del sufrimiento como purificación, sacrificio, heroicidad y santificación. Esto llevó a una espiritualidad perfeccionista y elitista de exaltación de la culpa, el remordimiento y la expiación. La espiritualidad hoy subraya otros aspectos donde el amor está por sobre el sufrimiento y la gracia de Dios por sobre la culpa humana. Además, en sintonía con las ciencias humanas, se integra la fe con el proceso de curación de las heridas personales empleando, además, todos los recursos instrumentales de la ciencia médica, psicológica y psiquiátrica.

También tenemos que rectificar la imagen de un “Dios castigador”. La ética de la justicia, en la búsqueda del equilibrio de premios y castigos, unió el castigo con la culpa justificando que Dios -para armonizar todos los desequilibrios del mundo- debía imponer “castigos” por las obras “malas”. El “Dios castigador y vengativo” es una caricatura que no se condice con el  “Dios Amor” (1 Jn 4,8.16) revelado en el Nuevo Testamento.

La Cruz y la “herida” no son un “castigo” sino un amor redentor. Hay que extirpar de nuestra fe la imagen de un Dios sádico y un creyente masoquista. Es preciso ensayar una mirada menos pesimista y trágica de la vida: “Hay personas que lloran al saber que las rosas tienen espinas. Otras se ríen de alegría al saber que las espinas tienen rosas” (Confucio): ¿Vos estás más inclinado a ver las “rosas” o las “espinas”?

El refrán popular “no hay mal que por bien no venga” nos sugiere ver el “lado bueno” de las “cosas malas”. Esta mirada no es simplemente ingenuidad o la ilusión de un optimismo exagerado o, por el contrario, naciendo de la fe nos lleva a una esperanza madura, ¿acaso la Palabra de Dios no nos dice que “todo sucede para el bien de aquellos a los cuales Dios ama” (Rm 8,28) incluso aquello que consideramos un mal?

Tenemos que cambiar la mirada. Tal vez la realidad -que no alcanzamos a ver- sea el sueño que Dios espera. Para eso es necesario ejercer la mirada del corazón, sin disfraces. Es preciso, ir más allá de todas las heridas y si algo nos da miedo, quizás mirando dentro, nos deje de asustar. Más allá de las heridas se siguen sembrando esperanzas y pintando sueños para continuar, desde nuestros límites,  ensanchando horizontes.

Eduardo Casas.