Espiritualidad para el siglo XXI. Programa 8: La soledad y el amor (Tercer ciclo).

martes, 26 de mayo de 2009
image_pdfimage_print

Texto 1:

Uno a veces piensa que la contracara opuesta del amor es el odio. En verdad, el otro lado del amor no es odio sino la soledad. No me refiero a esa soledad habitada, llena de afectos vivos y de recuerdos tibios, fecunda de silencios de la propia hondura o de la presencia de Dios en la profundidad sino a ese vacío que más que soledad  es “solitariedad”.

Si el amor es comunión y encuentro, presencia y compañía; la soledad ahuecada es aquella en la que se resguardan todos los temores y fantasmas, los ecos de un pasado que regresa y se esfuma con cicatrices que no se resignan a cerrarse. A veces estamos solos en medio de la compañía de los otros e incluso solos en nuestra propia compañía. Ni siquiera hemos aprendido a ser amigos de nosotros mismos ya que somos compañeros inseparables del camino. Nos hemos vuelto hoscos y huraños, huidizos y  ocultos en nuestro escondite. Solemos estar tan solos como el verdugo y tan inmóviles como el espantapájaros. Hay soledades que nos comunican y hay soledades que nos incomunican con los otros. Las soledades buenas y positivas son las que hacen puentes, las que nos permiten apertura y comunicación.. No las que nos dejan como islas.

A veces sucede que queremos estar con alguien pero no siempre sabemos cómo hacerlo. ¡Nos fabricamos tantas murallas! Deseamos un rayo de luz que entibie el frío acerado de nuestro invierno pero no encontramos ningún sol en nuestro cielo. Hay quienes sienten que estar acompañados es  condicionarse en la libertad de movimientos. No quieren ser controlados, ni vigilados. El precio de la compañía suele ser muy alto ya que se busca a la otra persona como una cierta anestesia para el punzante dolor de estar vivo y solo. Esto más que compañía es una soledad encubierta, un maquillaje que se hacen con la vida y los rostros de los otros. Los demás no pueden “tapar” nuestras carencias. Tienen que compartir nuestra abundancia y enriquecernos con la suya, de lo contrario sólo logramos seguir sumando soledades a la cadena de vacíos y viejas taperas en las que vivimos metidos.

Hay tiempos en que pareciera que la soledad tomara cuerpo y se quedara, habitara en nuestros espacios y se desplomara pesadamente. Olvida su reloj y su almanaque. Se queda quieta y callada, a media luz, agazapada. Los otros -aunque nos rozan- están a los lejos. Viven en su mundo y recorren sus propias su vida. Mientras tanto, la nuestra está como detenida. La rutina de cada día es la misma y nos acostumbramos a pequeños rituales y manías. Sentimos la soledad como una suave e imperceptible llovizna; como un domingo de invierno que termina lánguido y lento, triste y sin prisa. Sólo la soledad es nuestra compañía. Nuestro espejo y reflejo.

¡Cuantos misterios y secretos, cuántas historias y lágrimas, cuántas plegarias y suspiros, cuántos anhelos -aún incumplidos- se guardan en cada soledad!

Hay soledades pequeñas y grandes;  mucha y poca; prolongadas y también de a ratos; propias y ajenas. Hay soledades de jóvenes y de viejos; de nostalgias y recuerdos y también de esperanzas y sueños. Hay soledades para repartir y hay otras para extinguir. Las hay visibles e invisibles. Hay soledades para Dios y también para los hombres. Soledades para amar y para detestar, para vivir, sobrevivir,  sufrir, agonizar y morir. Soledades que curan y otras que enferman. Soledades amigas y otras enemigas. Soledades de lugares y tiempos,  noche y día, presencia y ausencia, proximidades y lejanías. Soledades que se dejan nombrar y otras, innombrables; con nombres propios y otras que desconozco. Soledades que nos dejan más solos y otras que nos regalan compañía. Soledades de fuego y soledades de hielo; luminosas y opacas, algunas para la cruz y otras para la resurrección. Soledades queridas y elegidas y soledades impuestas y permitidas… ¡Hay tantas soledades como personas y universos humanos!

¿Vos tenés compañía o soledad?; ¿la presencia de quienes están cerca te permite una saludable soledad personal?; ¿la soledad que tenés te permite la compañía y el afecto de los demás?; ¿te sentís reconfortado por los afectos cercanos o, por el contrario, experimentás que estás seco y estático aún en medio de la cercanía de los demás, parado en la inmensidad como un espantapájaros?

Texto 2:

Más solo que nunca.

Solo en mis soledades.
Sólo conmigo solo.
Solo con uno y solo con los otros.
Solo con mis espejos y reflejos.

Solo como lágrimas que no encuentran su dolor,
como dichas que se ahogan en rencor,
como alas quebradas en el vuelo,
como mañanas sin regreso,
como sangre derramada inútilmente,
como amor que no ha sido suficiente,
como desprecio que ha sido dado,
como un olvido que ya fue olvidado.
como espera que se quedó esperando,
como la última hora  entregada,
como dolor ahogado en más dolor,
como grito enmudecido de quebranto,
como belleza cambiada por espanto,
como la noche y su terror,
como los harapos y su hedor,
como un mar que se hunde en sí mismo,
como un precipicio que no llega a ver su abismo,
como aquél que  está acompañado por sus miedos,
como quien está ahogado de secretos,
como quien está mojado de lágrimas y lamentos.

Cada vez más solo.
Siempre solo.
Solo.

E. C

Texto 3:

     No siempre somos generosos, ni practicamos la gratuidad. Incluso en muchos vínculos, damos para recibir. Hacemos como “intercambios” y “trueques”. Llegamos a movernos también así con Dios. Somos esencialmente desconfiados. No queremos perder nada. Deseamos invertir y producir. No nos damos cuenta que las relaciones interpersonales más profundas van por otros carriles, se mueven con otra lógica y otra dinámica. El amor desinteresado se llama “gratuidad”. No hay comprar, ni vender, ni alquilar, ni permutar, ni trocar, ni rifar. Sólo se entrega, se regala, se prodiga, se da, se comunica, se multiplica. Quien no tiene gratuidad, siempre guardará algún interés o conveniencia.  

    En las relaciones humanas sólo hay que dar y recibir. Hay que aceptar. Tal vez si reconociéramos nuestra básica indigencia en lo más profundo de nuestro ser, quizás seríamos más desprendidos y generosos, más humildes y felices.

    No es mucho lo que podemos dar. Ni siquiera cuando se ama. O quizás es mucho, si es todo lo que uno puede dar. No hay “poco”, ni “mucho”. Sólo vale la medida de la entrega, la cual no puede medirse. ¿Quién puede medir el amor?, ¿qué altura, qué anchura, qué longitud, qué profundidad hay para poder calibrar su abismo?

Quien cae en el amor, cae en el vacío. No hay posibilidad de mensurarlo. No hay posibilidad de colmarlo. Lo que somos, incluso nuestras pequeñeces y debilidades, las más frágiles e inconsistentes vulnerabilidades, tal vez, alguien las reciba y las cuide. Si esto no ocurre, se asombrará ingratamente cuando, tarde o temprano, tus pobrezas aparezcan. Es preferible desnudarlas antes de que se disfracen para que cuando surjan, se las deje libres. Hay un verdadero intercambio que se hace desde el más radical y recíproco entrelace de mutuas pobrezas.

    Sólo si las damos y recibimos, las debilidades pueden ser amadas y curadas.

Mi amor es pequeño (I).

Mi amor es pequeño.
Te lo doy a cambio del tuyo.

Mi amor tiene heridas y fragilidades,
fracasos y miedos,
sueños perdidos y largas esperas,
días veloces y noches lentas.

Un amor de pequeños detalles:
Lágrimas y gotas de rocío,
intentos que sólo intentan,
caminos cansados y puertas que abren y cierran,
una mañana con muchos ayeres a cuestas
y muchos ayeres sin ninguna mañana,
nombres y rostros perdidos,
olvidos ya olvidados,
grandes sueños y pequeños milagros.

Eso es lo que puedo darte.
Un pequeño amor,
descalzo y diezmando,
raído y gastado,
con paraísos desiertos y baldíos,
con calles sin salida y abiertos laberintos.

Mi amor tiene poco.
A menudo se queda sin nada.

Eso es todo lo que tengo.
Tal vez,
alcanza.

E. C

Mi amor es pequeño (II).

Mi amor es pequeño.
Cabe todo en una sola mirada,
en una palabra
o en algún pedacito de tu alma.

En una sonrisa y también en una lágrima,
en un minuto,
en una estrella fugaz,
en un pétalo,
en un renglón
o en un cajón.

Mi amor es pequeño.
Se esconde en un baúl y en una canción,
en una arruga,
en una pestaña,
en un suspiro y en un pedido de perdón.

Cabe todo en el ombligo o en un dedo,
en las agujas del reloj y en el sueño de un libro cerrado a su lector.

Mi amor es pequeño.
Le queda grande un soneto,
un bolsillo,
una foto,
un color
o un sello.

Se pierde entre las luces y las formas,
las figuras y las sombras.

Se queda dormido apenas lo dejo.
No sabe hablar, ni caminar.
Le ahuyento los temores.
Curo sus dolores.
Beso, una a una, sus heridas.

A veces es caprichoso y travieso,
infantil e indefenso.

Camina, corre y vuela.
También tropieza y cae.
Se levanta y vuelve a empezar.

Mi amor es pequeño.
Sólo se hace grande cuando te veo.

Crece y madura
cuando te encuentro.

E. C

Texto 4:

Hay soledades de uno que se vuelven amores de dos. La soledad se convierte en amor a fuerza de  deseo. Hay realidades que sólo hay que desearlas. Hay que trabajar los deseos para que puedan cumplirse, para que puedan dar a luz las múltiples formas en que se esconde la vida. Los buenos deseos preparan las grandes acciones y también las pequeñas. Ellas también tienen sus propios deseos.

Los deseos que se sueñan y se anhelan mueven las obras y los intentos. Sin deseos no hay impulsos, ni esfuerzos.  Pueden haber sorpresas pero no hay “deseos mágicos” o instantáneos. Sólo son realizables, los deseos posibles, los que están a nuestro alcance. Con esto no quiero decir que hay que nivelar para abajo. Hay deseos que nos ensanchan el horizonte, la mirada y las alas. Los deseos grandes también hay que soñarlos y hay que trabajar para que con tiempo, paciencia y dedicación puedan ser alcanzados. A veces necesitamos la ayuda de otros. Todos, en algún punto, necesitamos siempre de la ayuda de otro: aquél que nos diga una palabra, quien nos conceda cinco minutos, de quien nos conecte con alguien. Todos necesitamos un puente para luego poder nosotros hacer de puente a otro. Hay que ser agradecido. Hay que devolver. Hay que dar sin recibir. Hay que intentar, desear, soñar y ser feliz.

Las soledades más duras y más frías se pueden romper. Sólo basta que el amor aparezca para que todo nos pueda ser posible. Sólo un “deseo deseado” puede ser logrado. Un deseo largamente esperado y soñado cuando llega es más disfrutado. Todos podemos entrar, aunque sea por un ratito, al paraíso. Hay cielos que están hechos a nuestra medida. Nuestro corazón cabe todo en ellos.

Deseo deseado.

De tanto desear un deseo,
de tanto acariciar un sueño
toma forma y  figura,
medida, color y tamaño,
cuerpo y alma,
todo en dimensiones exactas.

Busca su tiempo, su momento y su oportunidad.
Consulta su reloj y su agenda,
tiene a mano su calendario.

Busca su nombre y su camino
entre los sueños de alguien.
 Abre  el cofre de sus dones y milagros.

Busca uno,
 lo elige con cuidado
y lo entrega sin mirar.

De tanto desear un deseo
puede ser dada la felicidad añorada
y el anhelo consumado.

Así -de pronto-
entre sorpresas y prodigios,
un deseo deseado,
un sueño cumplido
ha llegado.

Como un mensajero que pregunta por nosotros
y pronuncia nuestro nombre,
ha venido hasta las puertas del corazón,
hasta los umbrales de la vida,
y, por fin, ha entrado y se ha quedado.

E. C

Hay soledades que llevan nombres propios. Nombres amados, soñados, esperados, extrañados y entrañables. Nombres que nos recorren y nos habitan. Hay tiempos que son ausencias de personas amadas, que estuvieron y se fueron. Tiempos en los que nuestro reloj parece detenido, a la espera de un sueño por soñarse y una promesa por cumplirse. Hay espacios que se vuelven vacíos de un amor que no llega, que se fue sin que pueda retornar, amores que no conocen el camino de regreso. Se han perdido y en el único lugar en que se hallan es en la memoria, en la cual todo está detenido. La memoria quiere imitar a la eternidad, ese instante que se prolonga sin pasar jamás. Desea imitar a la eternidad pero no  puede.

Hay soledades, tiempos y espacios que llevan los rastros de los rostros que buscamos y no encontramos. Ni siquiera eso nos pertenece, amores que están distraídos y se han olvidado de nosotros. Soledades que tienen historias que se las han llevado otros. Ausencias que nos dejan los otros como herencia y legado. Hay soledades que son un sobrevivir y un sinvivir.

Texto 5:

Existen soledades que nos ayudan a vivir en Dios y hay otras soledades que no. Como también hay soledades que nos aproximan a los demás, nos vuelven más comprensivos, tolerantes y pacientes; y hay soledades que nos envilecen, nos entorpecen, nos insensibilizan, nos cierran y nos tapan con el polvo de rencores y desconfianzas. Hay distintas soledades humanas. No hay que exaltar, ni endiosar la soledad como si fuera un estado perfecto. Tampoco estigmatizar o “demonizar” la soledad como si siempre hubiera que persuadirla para que se vaya. La soledad no es ni buena, ni mala. Depende cómo se la viva,  en qué momento de nuestra vida ha llegado y cuáles son sus frutos. A veces de ella salen gritos vacíos y otras veces hace surgir luz de los abismos.

Hay una soledad necesaria para encontrarse consigo mismo e indagar en el propio designio. Es precisa cierta soledad, con su fiel e inseparable compañero -el silencio- para ahondar y bucear en las aguas del propio mar. Sin soledad, sólo hay chatura, superficialidad, aturdimiento, tedio y vacío. Las voces más sonoras vienen de adentro. Sin soledad no es posible la oración, la audición de la Palabra de Dios y el suave susurro del Espíritu que arrulla en el remanso. Hay un oasis y un descanso, un ocio y una frescura que provienen de esas soledades en medio del desierto. Hay soledades habitadas, creativas y  colmadas y hay otras, totalmente baldías.

La vida espiritual requiere del “humus” de cierta soledad. Digo de cierta soledad porque cada uno tendrá que dar con la soledad de su propia elección. Hay “soledades solitarias” y hay “soledades concurridas”. Hay soledades mudas y otras sonoras.

Soledades que todos tenemos y de las cuales nadie escapa: la soledad de cada cual con su conciencia, sus acciones y consecuencias; la soledad del dolor y el sufrimiento; la soledad de la propia humillación; la soledad del amor más entregado; la soledad de lo que uno siempre espera y no se da; y la soledad final del silencio con que todos aguardamos el último momento. 

    La vida espiritual revierte la soledad en caridad. Nunca es una soledad que termina y se clausura en sí misma. Es una soledad en tensión, hacia los otros y hacia Dios, la última y primera soledad del alma, la soledad inicial y final de todos los misterios, la llama que no se extingue, ni se apaga, la última luz, la que no tiene ocaso.

    La espiritualidad trabaja todas las soledades, les comunica fuerzas y las recrea para darles vida. Es la sustancia con la que hace todas las cosas. También es la materia maleable con la cual amasa todos los vínculos personales. Sin soledad y silencio consigo mismo no puede haber comunión y comunicación con otros. Cuando las relaciones son superficiales a menudo es porque son dos soledades que quieren encontrarse con otros antes de hallarse cada uno consigo. La relación con otra persona es fecunda si primero cada soledad se cultiva en su propia parcela. Tampoco se da la soledad absoluta. Siempre hay alguien que se asoma a nuestro mundo, si lo permitimos y está cerca. Alguien que se llega y pregunta con solicitud, se ofrece, acompaña con la sola palabra, con la sola mirada. Siempre se tiene a alguien y siempre alguien también nos tiene a nosotros. Es bueno que puedan contar con nosotros.

    ¿Vos cómo incorporás tu soledad a tu vida espiritual?; ¿cómo tu espiritualidad recrea y hace fecunda tu soledad?; ¿cómo tu soledad enriquece tus vínculos?; ¿qué cosas llevás con vos, cuántos afectos te abrigan, cuántas huellas hay tus caminos?

Texto 6:

En muchas ocasiones Jesús estuvo rodeado de inmensos gentíos. Muchedumbres que lo seguían, lo escuchaban y lo aclamaban. A veces -con sus Apóstoles- no tenía lugar a dónde ir, ni dónde descansar, ni dónde reclinar la cabeza, ni tiempo para comer.

No obstante, también se lo ve rodeado de una especial soledad. Durante cuarenta días habitó el inmenso desierto con la sola compañía de numerosas tentaciones y la indeseable presencia del Tentador. Antes de su ministerio público, en los largos años de vida familiar, escondida y oculta, con la presencia de María y de José, en los oficios de la carpintería y en la existencia silenciosa del crecimiento paulatino, Jesús cultivó la soledad de la oración y del encuentro con la Palabra de Dios y la toma de conciencia de su misión de una manera privilegiada.

Toda la vida oculta fue una larga y solitaria preparación para sus años futuros. A menudo ocupaba toda la noche en oración con Dios. En la Transfiguración sólo se dejó acompañar por tres discípulos           –Pedro, Santiago y Juan- al igual que en su agonía. En su muerte, aunque fue una ejecución pública y estuvo rodeado de curiosos, la soledad de sus apóstoles lo acompañó ya que casi todos lo abandonaron. En sus últimas horas, en medio de los tormentos del cuerpo y las tormentas del alma, partido por la sed que resquebrajaba su garganta y con gotas de vinagre en la boca, gritó el dolor de sentirse abandonado de Dios. No hay mayor soledad que ese exilio: la soledad de la ausencia de Dios. Estuvo solo, en los umbrales de la muerte, habitando el abandono de Dios.

    Jesús vivió profundas soledades de los hombres y de Dios. Soledades desiertas y habitadas. Soledades del cuerpo y del alma. Soledades del infierno, soledades que matan. Algunas soledades de Jesús han quedado consignadas en el Evangelio. Las otras soledades -que seguramente ha vivido- se las llevado consigo en el secreto de su silencio y su misterio.

    ¿Vos en tu soledad cómo te encontrás con Jesús?; ¿compartís con Él tu propia soledad?; ¿contemplás en Jesús un “varón de soledades”  colmado por los abismos de Dios y por los recónditos sigilos del alma humana?; ¿qué soledad le entregas a Jesús?; ¿tu vida espiritual recrea tu soledad o la ensimisma aún más?, ¿tu soledad es un laberinto con salida o sin salida?

Eduardo Casas