Espiritualidad para el siglo XXI. (Segundo ciclo). Programa 12: La vida espiritual y el sufrimiento.

lunes, 21 de julio de 2008
image_pdfimage_print

Texto 1:

Dice la Biblia en el libro del Profeta Isaías: “El Señor Dios me ha dado lengua de discípulo para dar al cansado una  palabra de aliento” (Is 50,4). Hoy queremos dar esa “palabra de aliento” ya que hablaremos sobre el sufrimiento. Intentaremos dar una palabra sobre el sufrimiento para que el sufrimiento no sea la última palabra.

En primer lugar, hay que distinguir entre “dolor” y “sufrimiento”. Aunque en repetidas oportunidades los utilicemos como sinónimos; en verdad, no lo son. El dolor es patrimonio de todo ser vivo en su proceso de crecimiento y puede ser causado por agentes externos o por las propias leyes del deterioro del ciclo vital. El sufrimiento, en cambio, es exclusivo de la persona humana en razón de la dimensión espiritual que le es propia. Los animales sienten dolor pero no se puede hablar estrictamente de que sufren ya que para eso se necesita, la dimensión espiritual, de la cual los otros seres vivos –animales y vegetales- carecen. Para sufrir es necesario la conciencia espiritual que es propia del hombre.

El ser humano no sólo siente dolor –físico, anímico, psicológico o espiritual- sino que, además, se da cuenta de que se duele y se pregunta acerca del sentido de ese dolor: Su por qué y su para qué. Cuando esto sucede, entonces, el dolor empieza a ser verdadero sufrimiento. Por lo tanto, el sufrimiento es el componente espiritual y conciente del dolor en cualquiera de sus formas. Se produce cuando el dolor se tamiza por la conciencia a través de los niveles superiores, hacia la dimensión espiritual del ser humano. Hace falta esta dimensión espiritual para sufrir. El ser humano posee esa dimensión. Los otros seres de la creación no la tienen; es por eso que se duelen pero, propiamente, no sufren. Hace falta el alma, el  espíritu y la conciencia para poder sufrir.

La dimensión espiritual es la que nos abre al nivel del sufrimiento. Podríamos decir que el sufrimiento es el dolor genuinamente humano. Los otros seres se duelen pero no tienen la conciencia que otorga la subjetividad. Es por eso que el ser humano -en todas las cosas y también en el sufrimiento- se pregunta por el sentido. Es el interrogante existencial que nace de la dimensión espiritual del ser humano. Ningún otro ser vivo se cuestiona sobre esto.

Esta dimensión espiritual que nos permite sufrir como seres humanos –sufrir con sentido y no por qué sí-  nos abre también al amor. El sufrimiento puede asociarse a la misteriosa fuerza del amor que todo lo renueva y lo transfigura dando un sentido trascendente.

El dolor –en cuanto sensación física, anímica o emocional, psicológica, moral  o espiritual-  puede ser pasajera, momentánea. Cuando nos hacemos el interrogante acerca de su sentido y si deja de ser una sensación transitoria comenzando a ser estable o, incluso, permanente, por un cierto período; entonces, se convierte en un “acontecimiento significativo”. De dolor pasa a sufrimiento, de “sensación” a “acontecimiento”, de “estímulo” punzante y agudo a ser una realidad “significativa” que posibilitará aprendizajes vitales importantes.

Vos, ¿Qué aprendizajes has sacado de tus sufrimientos?; ¿Has podido convertir el “nudo ciego” del dolor en un sufrimiento luminoso que permite crecer?; ¿Qué preguntas te ha suscitado el sufrimiento?; ¿Qué respuestas has encontrado?…



Texto 2:

El ser humano puede crecer con nuevos aprendizajes o puede, por el contrario, replegarse, encerrarse y enquistarse en su propio dolor, hiriéndose aún más.

Sólo quedan estos dos caminos: O crecemos para que el sufrimiento nos ayude a madurar o nos autoflagelamos y victimizamos en una cerrazón de frustración, amargura y resentimiento como dolor añejo, mal “guardado” en un corazón herido.

El sufrimiento es una oportunidad para crecer o, simplemente, un dolor que hostiga y lastima. Cada uno lo aprovecha o no, de acuerdo a la opción que libremente elija.

A menudo decimos que el sufrimiento es una “prueba”. En verdad, nadie tiene que probar nada, no hay que rendir examen. Dios no nos toma rigurosamente exigentes exámenes de supervivencia espiritual. Él nos conoce enteramente y sabe lo que vamos a elegir en cada circunstancia. Los cristianos no tenemos un dios sádico que se complace morbosamente con el padecimiento ajeno; ni practicamos un culto de “glorificación” del sufrimiento desechando el placer y el disfrute de la vida.

Los diversos pesares desnudan el alma en carne viva. Todo roza más profundamente. El corazón queda a la intemperie, despojado, abierto y herido.  Sólo late extenuado y respira lento bajo el peso del agobio.

El sufrimiento es una gracia, una “oportunidad”, una privilegiada ocasión para acceder a los niveles más profundos de nuestra “calidad” humana, a los caminos más hondos de nuestra espiritualidad y zambullirnos en nuestra  libertad para conocernos mejor y ver quiénes somos y qué preferimos.

El sufrimiento no es el fin de la existencia humana. Es tan sólo un “medio”, uno de los muchos “caminos” que tenemos para madurar, aprender y crecer. Un itinerario hacia la sabiduría humana en una de sus lecciones más duras y, a la vez, más ricas. Lección de la cual ninguno de nosotros puede sustraerse. No existe mortal que no pase por este camino.

Los cristianos tenemos que contemplar la sabiduría escondida en el Dios Crucificado. El sufrimiento que nos toque como herencia de la muerte y resurrección de Jesús nos reconcilie con las raíces sumergidas de la vida y podamos surgir de allí con las alas desplegadas y henchidas por los vientos de  la esperanza.

Vos, ¿pensás que Dios castiga?; ¿Cuándo te toca sufrir: Te resignás, te quejás o te enojás?; ¿Te preguntas hasta cuándo?…


Texto 3:

     Hay sufrimientos que se materializan corporalmente en esa expresión emocionalmente desbordante y conmovida que llamamos “llanto”.

    El llanto -“metáfora corporal” del sufrimiento, la angustia o la impotencia- es un lenguaje humano “esencial” y universal. El llanto y la risa son dos expresiones básicas que tanto niños como adultos tenemos.

El llanto del sufrimiento es distinto –emocionalmente- al llanto de la alegría. El sufrimiento extremo tanto como el gozo sereno y enternecedor pueden generar llanto.

El llanto del gozo es manso, una dulce invasión que nos estremece. El llanto del sufrimiento nos moviliza con sus filosas aristas, rasga las tenues fibras del alma, llevándonos a subterráneos oscuros. ¡Hay tanto misterio escondido, tanto secreto sellado y silenciado en el alma que se abre encontrando su fuente y en el llanto!

“¡Lloramos tantas cosas cuando lloramos!…

Nunca lloramos solamente el llanto.
Lloramos nuestro corazón y el de los otros.
Lloramos el único sufrimiento que hay en todas las cruces.

Lloramos la muerte que encontramos en la vida
y la vida que aparece en cada muerte.

Lloramos todo lo que lloramos
y, tal vez, lloremos algo más:
Lo que aún no sabemos 1.

El sufrimiento puede estar acompañado por un llanto silencioso y pudoroso o por uno sonoro y rítmico. Ambos son  la condensación de muchas historias y cargas.

El Evangelio nos recuerda que Jesús también lloró. Lo hizo cuando murió su querido amigo Lázaro y además lloró cuando por última vez, entró en la ciudad de Jerusalén, sabiendo que allí iba a morir. No lloró porque moriría sino porque la ciudad que se había cerrado a su visita. Seguramente habrá llorado muchas otras veces más, sólo que no quedaron consignadas en el Evangelio. No sabemos dónde han quedado las lágrimas de Dios.

Si Dios lloró, ¿Por qué no hacerlo nosotros?; ¿Qué sentís ante el llanto de Dios?; ¿Alguna vez has contemplado con corazón compasivo el llanto acongojado de Dios?; ¿Qué sentís cuando ves llorar?; ¿Cuándo un niño, un hombre, una mujer, un anciano lloran?, ¿Cuándo alguien te regala las perlas de sus lágrimas, cómo se abre la vasija rota de tu corazón?…

 “Lágrimas, plegaria muda,
Humedad salada y doliente.

Surcos,
vertientes y fuentes.

Agua del alma,
alquimia.

Piel que recibe su propia lluvia,
que no va hacia ningún río,
que no busca ningún mar:
Sólo inunda el interior”2 .

1Casas, E. Poema inédito, “Llanto”, 29/06/05.
2Casas, E. Poema inédito, “Lágrimas”, 14/12/04.

Texto 4:

En el sonoro silencio de la soledad en que nos arrincona el sufrimiento, tenemos que aprender        -dolorosa y purificadoramente- las lecciones de no ver, no entender, no comprender, no saber nada. Nos ejercitamos minuciosamente en  preguntar todo, sin poder responder casi nada.

El nudo ciego del sufrimiento nos aprieta y nos sofoca; sin embargo, puede traernos una mayor sabiduría después de transitar sus agudas y escarpadas cimas, y balancearnos en peligrosas cornisas,  soportando el vértigo de los profundos precipicios del alma. Las estrellas más brillantes de la noche se ven mejor en la oscuridad. Hay bellezas que sólo pueden descubrirse así. Luminosidades que se perciben mejor en la oscuridad.

En estas “lecciones de la oscuridad”, hay que “aprender sobre lo aprendido; y llegar al corazón del propio laberinto. Quedarse allí hasta que te rescaten y volver a empezar, después de encontrarte” 3.

¡Feliz de aquél que en los momentos más importantes de la vida, la Cruz se hizo presente porque Dios no se olvidó nunca de amarlo privilegiadamente!

¿Qué palabras le ponés a tu sufrimiento?; ¿Qué rostros te acompañan en el silencio?; ¿Quién te toca las heridas?; ¿Quién las cura, las consuela y las acaricia?; ¿Quién te da descanso?

Nosotros creemos en un Dios humano que vive, crece, pasa por todos los límites de la existencia y por las necesidades humanas, las pasiones y las emociones, los afectos y los vínculos, el amor y  la soledad, el sufrimiento y la tentación, la agonía y la muerte, para luego retornar a la vida, en un estado glorioso en el cual, sin embargo, conserva para siempre las “marcas” de su vulnerabilidad hechas en el tránsito de su vida mortal.

Un Dios herido, no sólo por la Cruz sino, incluso -después de la muerte- sigue mostrando las cicatrices de su existencia. Como Resucitado tiene también heridas cicatrizadas por la Gloria tal como nos cuenta la escena del Apóstol Tomás, invitado a tocar las llagas del Señor (Cf. Jn 20, 24-28).

La herida curada del Resucitado no sólo “rememora” la Cruz sino que revela la Resurrección. La Gloria asume la Cruz. El Resucitado ya no tiene las heridas abiertas sino cauterizadas y curadas. Se muestran  como testimonio y  “memorial” de la Cruz en la carne lozana y en la piel nueva y luminosa de la Resurrección.

La Gloria guarda las heridas, las cuales permanecen y perduran intactas. Se levantan como el “puente” entre la Cruz y la Resurrección.

Ante el Dios herido podemos preguntarnos: ¿La permanencia de las heridas de Jesús te ayudan para asumir aquellas heridas (psicológicas, emotivas, espirituales, morales) que permanecen en tu corazón?; ¿Cuáles son las heridas de tu historia?; ¿Qué sentido tienen para tu vida?; ¿Te has preguntado por qué permanecen?; ¿Qué tienen que ver tus heridas con las de Dios?; ¿Qué tienen que ver las heridas de Dios con tus propias heridas?

 
3 Casas, E. Poema inédito, “lecciones de la oscuridad”, 11/12/05.

Texto 5:

Tenés que tocar el fondo de tu herida y desatar los nudos de tu dolor. Reconocer los latidos escondidos de la vida y saber que -en el fondo de tu herida- como en el lecho quieto de un lago de aguas serenas y transparentes, está Dios.

Dejáte amar desde tus heridas, aprenderás así a dejarte amar desde las heridas de Dios.

Hay una luz para cada dolor. Un nombre nuevo para cada corazón.

Hay heridas que no sólo “marcan” el alma. Hay heridas que “son” el alma y  la “pronuncian”. Heridas que “narran” y “cuentan” el alma entera: Su historia, sus emociones y reacciones, sus encuentros y desencuentros, sus fatigas y logros, sus sufrimientos y amores, sus desamores…

Hay heridas que nos hablan de Dios. Cada una tiene su idioma. Con el tiempo vamos entendiendo su lenguaje. Hay dones que se nos entregan con el dolor de una herida. Heridas abiertas por Dios y cicatrizadas por los hombres y heridas abiertas por los hombres y cicatrizadas por Dios. Hay quienes tienen una historia de heridas y hay quienes tienen heridas de la historia.

Hay heridas que permanecen y sellan la vida. Hasta nos regalan el secreto de una extraña felicidad que nunca antes hubiéramos sospechado.

Hay heridas con memoria y hay otras que se olvidan.  Hay heridas que ya ni siquiera preguntamos su “por qué”. Forman parte del paisaje del alma.

Existen heridas que empiezan como “murallas” y terminan como “puentes”; transitan  “viajes” y abren  “caminos”; nos hacen volver más a nosotros y a los otros. El amor nos enseña que hay otro que existe para nosotros y la esperanza nos muestra que nosotros existimos para otros.

Heridas que se vuelven la “entrada” y la “salida” del alma, su resquicio y su grieta por donde palpita y respira.

Heridas que echan profundas y dolorosas raíces y emiten latidos punzantes. A veces vuelven a sangrar, recordándonos que siguen vivas. Se vuelven memoria. Nos hacen sentir vivos y en lucha. No nos dan tregua, casi nunca duermen, ni descansan. Siempre están en lo hondo, despiertas, acuciantes y lúcidas.

Se convive con la herida. Sobrevivimos a la herida. Algunas no se cierran nunca. Ni siquiera el tiempo las cura. El tiempo simplemente “pasa”. No las sana, sólo las serena, las apacigua, las aquieta.

Hay heridas henchidas y colmadas de una esperanza sufrida, nacida del parto de innumerables noches ciegas y mudas en donde se acuna, ardua y lentamente, una invencible e inagotable paciencia.

El amor regenera las fibras del alma, transfigura todas las heridas, las vuelve luminosas, resplandecientes.

No te rindas a tu herida. No seas su esclavo. Aprende a ser su compañero. Ella te acompañará en el “viaje” de tu vida.

Encontrarás que hay heridas para encubrir y proteger. Heridas para exponer y desnudar. Heridas para los dolores y heridas para los amores. Heridas para crecer y heridas para sangrar. Heridas de perdón y heridas de paz.

Heridas que nos defienden y nos sostienen, que nos liberan y salvan.

Hay heridas que se atreven a pronunciar el Nombre impronunciable de Dios. Heridas que llevan las “señales” de su amor.

Tenés que ser agradecido con todos aquellos que, con su herida, te hicieron acercar al misterio de Dios y, en especial, ser agradecido con los que te hicieron llegar hasta tu propia herida.

Hay heridas de muerte y heridas de resurrección. Hay heridas que nos quiebran y hay heridas que nos reconstituyen por dentro.

Que también nosotros, junto con muchos otros, podamos encontrar y reconocer nuestra herida, la herida que lleva nuestro nombre y nuestra historia, entre las heridas de Dios. Amén.

Texto 6:

El lento goteo de la herida
es siempre hacia adentro,
como lágrimas pesadas y lentas
cayendo en aguas quietas.

La herida silenciosa,
se prolonga.
Late y respira.
Persiste en estar viva.

Nunca agoniza
y aunque parezca dormida
siempre hay un dolor –nuevo o antiguo-
que la resucita.

¡Herida de mi corazón
y corazón de mi herida!

¿Dónde está el límite?,
¿Dónde la distinción? 4


4 Casas, E. Poema inédito. 02/02/07.

Texto 7:

Ahora imagináte que estás frente a Jesús Crucificado, contemplando sus heridas, luego -cuando mis palabras te lo sugieran- contemplá a Jesús Resucitado, con sus heridas que se transforman cicatrizándose, transfigurando la sangre en luz.  El poema dice así:

“Besarte una a una las heridas.
Mis labios empapados en tu sangre.

Tu costado, umbral de los misterios;
puerta de los latidos,
manantial de fuego hecho sangre;
surco de agua convertida en sed.

Tus heridas se abren sin deshabitarse nunca.
Tu costado, hueco que se vacía, colmándote.

También te vaciaste
cuando al hacerte hombre te abajaste.

Tus heridas, orillas de la carne,
piel rasgada y trémula
que nos habla y nos llama,
que se calla y llora,
colmando  ese mar mudo y quieto que llevas dentro.

Gota a gota,
te vas diluyendo.

Tus heridas, rojos labios,
se pronuncian sin palabras.

Todo es silencio:
Estás muerto.
Estás abierto.

Suspendido en el infinito,
colgado en el abismo.
La Cruz es tu precipicio.
¿Adónde ha quedado tu latido?

Caminos de sangre,
hilos perlados de rojo,
rastros mudos que se dibujan
en todo sufrimiento humano.

El día se hace noche en tus heridas.
Todo queda a la intemperie.
Tus clavos son las estrellas.

Ahora comprendo:
En el principio existía la herida.

En el ser.
En el centro del hombre y de todo.

En el principio estaba abierta.
Sólo Dios podía cerrarla.

Cuando el Hijo tomó la carne,
La herida quedó curada.

Expuesto en la muerte,
abierto en la carne,
el velo rasgado de tu costado.

En el principio existía la herida
y en el final está cerrada.

La Palabra se hizo Cruz
y la Cruz se hizo herida.
Aún muerto,
Tus heridas parecen vivas.
Abren y cierran signos,
preguntas y caminos.

Sinuosos senderos
en los cuales me pierdo.

Tus heridas están llenas de nombres,
inscripciones y epitafios.

Tu desnudez está vestida de heridas.
Tu palidez, resplandor ceniciento que te envuelve,
es una anticipada mortaja.

Tus heridas no retienen, no guardan nada.
No esconden. Lo entregan todo.

Son refugio, amparo y cobijo.
Todo nuestro mundo entra en tus heridas.

Nos contemplas con tus ojos cerrados.
Nos contemplas por dentro.
Nos habitas.

Tus heridas te llevan más allá de la muerte
y te traen, de vuelta, a la vida.

Vienen y van,
Giran.
Se abren y se cierran.
Destellan.

Remolinos de sangre que se incendian.

Tus heridas se queman en las llamas de la Gloria.
Cicatrizan.
Con nuevo hálito, se despiertan.
Se sellan de luz para siempre.
Brillan.

Se transfiguran de esperanza,
encandilan,
flamean como banderas,
henchidas de victoria,
estallan, explotan.

Tus heridas son invitaciones.
Aurora de la Resurrección del primer día,
adoraciones de la fe enmudecida,
asombros de la contemplación,

saltos que vienen de lo alto,
cascadas de paz que nos inundan,
miradas de Dios que nos ama y nos cuida.

Tus heridas son nuestra Pascua:
Se abren a la vida
cada vez que las amamos.

Se cierran
cada vez que las besamos” 5.

5 Casas, E. “En el principio existía la herida” en el “Dios Herido”.


Texto 8:

    En el último día del mundo, después del juicio final, todos estábamos frente a Dios. Él entonces abrió el cofre de su tesoro y aparecieron las perlas más preciosas de las riquezas del cielo. Las perlas finas que se vieron eran todas muy hermosas y, a la vez, todas muy distintas. Unas más grandes, otras más pequeñas. Unas brillantes y otras más relucientes aún. Cada una con su tamaño y su forma. Era difícil saber cuál era la  más valiosa o la más hermosa. No se podía elegir una sola.

    Como todos nos quedamos maravillados, en estupor y silencio, Dios nos miró, nos sonrió y nos confío su último secreto, mejor guardado: “Éste es el cofre de mi tesoro -dijo- las perlas son cristalizaciones puras de las lágrimas de mis hijos. Son tan preciosas a mis ojos que -de tanto mirarlas, acariciarlas y cuidarlas-  se volvieron perlas. Con cada una de estas perlas he comprado la salvación del mundo entero. A veces cambiaba una perla por otra. Una estaba en el lugar de la otra. Ellas no lo sabían y aunque el cofre no cambiaba; sin embargo, el tesoro siempre era distinto. Nunca era el mismo, nunca era igual, nunca permanecía de la misma manera. Por este tesoro, el mundo ahora es más hermoso, gracias a cada una de las perlas. Cada una tiene su lugar.  Yo lo conozco. Y cada una ha estado en el lugar de las otras”.

    Así comprendí por fin que cada lágrima derramada en el mundo se transformaba en una perla en el cofre de los tesoros de Dios. Lo que en el tiempo era una lágrima, en la eternidad se convertía en perla. El amor de Dios las transformaba en algo precioso. Cada lágrima -en su acuosa y salada entraña- tenía un nombre propio. El nombre de aquellos que las habían llorado con la vida y el alma.

Todas tus lágrimas estaban allí. Las reconocí. Leí tu nombre escrito en ellas. La mirada de Dios las ha vuelto muy valiosas. Ahora eternamente son perlas de Dios.

Dios, misteriosamente, tenía un solo cofre para salvar a todo el mundo.

Eduardo Casas.