Texto 1:
La fe -a menudo- es un don extraño, brinda un conocimiento que consiste en una especie de visión desde la «no visión» (2 Co 5,7). La fe no ve aquello en lo cual cree, es -precisamente por eso- la «prueba de las realidades que no se ven» (Hb 11,1). Otorga un abandono confiado ya que «esperar lo que no vemos, es aguardar con paciencia» (Rm 8,25). La fe es una «claroscuridad», contiene -para nosotros- más «oscuridad» que «claridad». A Dios no lo vemos. La fe consiste en creer lo que ve otro. Nosotros no lo vemos; por eso, creemos en Dios.
«A esta experiencia se le ha dado el nombre simbólico de "Noche Oscura"»: «La fe es como una noche oscura y de esta manera da luz. Cuánto más es la oscuridad, más luz da de sí, porque cegando, da luz.». La fe es oscuridad «porque hace creer en verdades dadas por el mismo Dios, las cuales exceden el conocimiento humano. Esta excesiva luz que da la fe es, paradójicamente, como una oscuridad. La luz de la fe, por su gran exceso, vence a la luz del entendimiento».
Es mucha luz para nuestra razón y nuestro corazón por eso percibimos –internamente- la fe como una penumbra oscura. A Dios no lo podemos entender con la inteligencia. La mente y la razón se nos obnubilan. Tampoco podemos abarcarlo con el corazón. Dios es siempre “excesivo” para la razón y para el corazón. De allí que lo percibamos como una oscuridad. Así como la luz esplendente y brillante del sol nos enceguece, si la observamos directamente; de manera semejante, Dios y los misterios de la fe nos exceden, en su luz, a nuestra limitada razón y a nuestro pequeño corazón.
Dios es una luz siempre mayor. Nos sobrepasa, encandila y enceguece, no por falta sino por exceso de luz. La “noche” de Dios y de la fe es “noche de luz”. Alumbra a pesar de que nos enceguezca. Nos comunica su luz, aún en medio de la oscuridad.
Sin embargo, no todas las oscuridades del alma son de la fe o provienen de Dios. Hay que discernir los frutos que nos dejan. La oscuridad de la fe siempre nos regala más luz y nos permite crecer. Hay otras oscuridades, en cambio, que nos repliegan y nos hacen retroceder, nos traen más sequedad y desolación, más amargura e impulsos de muerte y tristeza. Existen “oscuridades negativas”. Esas no tienen que ver con la fe o con Dios. Las “oscuridades positivas” –la de Dios y la fe- purifican en el amor, hacen madurar y crecer.
¿Tu corazón siente hoy alguna oscuridad?; ¿Tu fe está nublada y sombría, opaca y sin luz?; ¿Dios se ha oscurecido en tu horizonte?; ¿Dios es “noche” de tu corazón y “oscuridad” de tu fe?…
Texto 2:
La fe no resuelve el enigma de Dios. Aún para la fe, Dios es un misterio. La fe no lo “explica”, ni lo “razona”. Dios entra en otra “lógica” que no es aquella que emplea la inteligencia. Dios es no un “problema” de la mente. No es una “cuestión” racional.
Esto no quiere decir que no haya que preguntarse acerca de Dios. Las preguntas siempre tendrán respuestas a medio camino. La fe da ciertas respuestas pero no es una “respuesta” para todos los interrogantes de la existencia. La fe, más que una “respuesta”, es una “pregunta”. Una “pregunta” que posibilita otras muchas preguntas. La fe cuestiona, interpela e interroga. Nos pone inquietos y moviliza. No nos deja muy tranquilos. La fe, más que “razones” y “argumentos” nos brinda un sentido más pleno y profundo para poder asumir las realidades que nos tocan vivir. No obstante, no las resuelve, ni las soluciona totalmente. La fe nos propone amar, más que entender. La Biblia nos dice “Dios es amor” (1 Jn 4.8.16). No nos dice “Dios es Razón”.
Dios siempre puede ser amado por el corazón pero no siempre puede ser entendido por la razón: «El pensamiento no puede comprender a Dios. Es preferible optar, más bien, por amar» . Dios «a quien ni el hombre, ni los ángeles pueden captar por el conocimiento, puede ser abrazado por el amor» porque «nadie puede comprender totalmente a Dios con su entendimiento; pero cada uno, de maneras diferentes, puede captarlo plenamente por el amor. Tal es el incesante milagro del amor: Una persona que ama, puede a través de su amor, abrazar a Dios», «el hombre fue creado para amar y todo lo demás fue creado para hacer posible el amor». En esta vida «sólo el amor puede alcanzar a Dios, tal cual es en sí mismo».
El conocimiento que tenemos de Dios nos viene por la fe, la cual tiene su oscuridad y su silencio. La oscuridad de la fe nace por estar más allá de la evidencia racional y el silencio surge de la contemplación del misterio desde la mudez del corazón reverente: « A medida que nos adentramos en aquella oscuridad que el entendimiento no puede comprender, llegamos a quedarnos no sólo cortos en palabras; más aún, en perfecto silencio y sin pensar en nada».
Dios queda «oculto en la penumbra luminosa del silencio». Allí «los misterios de la Palabra de Dios son simples y fulgurantes. Desbordan intangibles e invisibles. Los misterios de hermosísimos fulgores inundan nuestras mentes deslumbradas».
¿Tu fe intenta “resolverlo” y “explicarlo” todo?; ¿Busca argumentos y soluciones?; ¿Tu amor guarda el secreto de otra luz?; ¿Se queda saboreando la oscuridad de la fe en paz?; ¿Tenés un Dios de amor o de razón?; ¿Podés -como en una muda oración- cantarle a Dios tu amor y ofreciéndole todo tu silencio?
Texto 3:
Jesús –para nuestra fe- es tanto Palabra como Silencio. Él «salió de su misterio y se nos ha manifestado tomando naturaleza humana. Sin embargo, continúa oculto incluso después de esta Revelación o, para decirlo con mayor propiedad, sigue siendo misterio dentro de la misma Revelación. El misterio de Jesús está escondido. No hay palabras, ni entendimiento que lo descubran. Inefable por mucho que de Él digan. Aunque lo entiendan, permanece incomprensible». La fe tributa un «respetuoso silencio a los misterios donde no llega el entendimiento».
La palabra se adapta al silencio y lo expresa según su propio alcance, como afirma el Apóstol San Pablo: «Hablamos, no con palabras aprendidas de la sabiduría humana, sino aprendidas del Espíritu, expresando realidades espirituales en términos espirituales. El hombre, con su espíritu natural, no capta las cosas del Espíritu de Dios, son una estupidez para él. Y no las puede conocer porque sólo espiritualmente pueden ser conocidas» (1 Co 2,13-14).
El mismo Jesús vivó también la “noche oscura” en su agonía y en su muerte. Jesús abandonado en la noche de la Cruz no tuvo dónde reclinar su cabeza (Cf. Mt 8,20). “Al punto que en la muerte quedó sin consuelo y sin alivio alguno. El Padre lo dejó en íntima sequedad. Por lo cual clamó diciendo: ¡Dios mío!, ¡Dios mío!, ¿Por qué me has abandonado? (Mt 27,46). Fue el mayor desamparo que había tenido en su vida”. El Padre abandona al Hijo. Dios abandonado de Dios. La Palabra desgarrada en un solo grito. En ese abandono, la «separación» entre el Padre y del Hijo, convierte a la Cruz en una «noche oscura».
Esta “noche de la fe” o “noche de la Cruz”, muchas veces la experimentamos de dolorosas y múltiples maneras. A menudo, la «noche» de Dios «consiste en sentirse sin Dios». Es el abandono de Dios, su desamparo, su ausencia, su silencio, su vacío y su distancia, lo que caracteriza esta experiencia. Uno queda con el alma «en vacío, pobre y desnuda”.
La luz de Dios llega por la «noche» de la fe. La Gloria viene por la Cruz. Sólo en la eternidad sin velos Dios será -para nosotros- definitivamente, «Día», Luz viva de una llama eterna. Mientras eso llega, la contemplación velada y oscura de la fe, irá lentamente purificándose, de oscuridad en oscuridad, hasta transfigurarse en una inalterable luz.
Decime, ¿Has vivido -como Jesús- la “noche” del abandono y la ausencia de Dios?; ¿Has percibido su silencio?; ¿Qué secos desiertos has transitado?; ¿Dios ha permanecido callado?
Texto 4:
La fe nos revela a Dios, el cual aquí nunca termina de mostrarse totalmente. Eso está reservado solamente para más allá de los confines de este mundo. La desnudez de Dios es sólo para la eternidad. Mientras tanto -en el tiempo- Dios se reviste con los ropajes de variados signos y creemos en Él sin verlo. La eternidad es la desnudez definitiva de Dios para nosotros.
En el Antiguo Testamento, Dios no se puede ver sin morir (Cf. Ex 3,6; 19,21; 33,20; Lv 16,2; Nm 4,20). Ni siquiera se puede oír y continuar viviendo (Cf. Dt 5,25-27). Manifiesta su Gloria sin cedérsela a nadie, la guarda celosamente (Cf. Is 42,8; 48,11). Nada se le compara (Cf. 40,18. 25; 46,5). Su trascendencia es absoluta (Cf. 44,9-20; 45,20-25) e inaccesible (Cf. 45,15).
En el Nuevo Testamento, Dios nos muestra su carne. Se humana haciéndose uno de nosotros (Cf. Jn. 1,14). A Jesús, su Hijo, se lo puede oír, ver y tocar (Cf. 1 Jn 1,1). No obstante, esta experiencia carnal, física e histórica de Dios, la fe no queda superada. La extrema cercanía del Dios hecho hombre constituye el máximo riesgo de la fe. Para los testigos de entonces, la humanidad de Jesús era evidente, se podía ver y tocar; sin embargo, no era evidente su Encarnación, su divinidad, su mesianismo y su misión (Cf. Jn 7,27-28.40-52).
Los «signos» de Jesús -sus palabras, obras y milagros- revelan y develan a la vez, manifiestan y ocultan simultáneamente. Jesús no hace ninguna defensa de su divinidad. Hasta su misma Resurrección se hace sigilosa y humildemente. Los suyos no lo reconocen como Resucitado. Hay temores y dudas (Cf. Jn 20,25).
La Resurrección comparte el estilo de toda la Encarnación, manifiesta una Gloria velada, sólo accesible para los que tienen fe (Cf. Jn 20,14-16.27-29; 21,4-7), la cual sigue siendo, aún después de la Resurrección, el único acceso posible para la relación con Jesús.
Esta fe siempre conlleva necesariamente una cierta oscuridad y ausencia que sólo se superará en la comunión definitiva con Dios, más allá de este fragmento fugaz del tiempo (Cf. 1 Co 13,12; 1 Jn 3,2). En la eternidad, Dios estará sin velos; sin embargo, continuará siendo Dios. Si misterio quedará develado pero no agotado, ni abarcado. Lo veremos pero no lo comprenderemos totalmente. Allí comprenderemos que no lo comprendemos.
Cualquiera sea la intensidad de la experiencia de Dios que el creyente tenga ahora, siempre será en la claroscuridad de la fe. El misterio en su exceso de luz produce la oscuridad de la fe. Tenemos que adentrarnos donde la incandescencia de la verdad es de tal fulgor que enceguece y el misterio, en su máximo resplandor, queda oculto, excediendo nuestra capacidad de contemplación y comprensión.
Dios, el misterio, la fe y el proceso espiritual, constituyen tanto una «penumbra luminosa» como una «oscuridad resplandeciente». Nadie puede pasar detenidamente la mirada del alma sin quedar, en algo, enceguecido. El que tiene alguna luz que irradiar, una luz para sí y para los demás, seguramente la recibe después de pasar por muchas espesas oscuridades.
La luz que viene de Dios nace de la oscuridad de la fe. Esta experiencia «velada» de Dios no es una forma «negativa» sino una manera «positiva» y fecunda de vivir la profundidad de la fe. Mientras más nos sumerjamos en su hondura, más penumbra tendremos. A mayor intensidad de fe, mayor oscuridad. Dios sólo será totalidad de luz en la eternidad. La experiencia de Dios, mientras vamos de camino, es fundamentalmente “oscura”.
¿Cómo vivís la penumbra de la fe en el tiempo?; ¿Esperás con anhelo el ver a Dios como Luz sin ocaso en la eternidad?; ¿Qué deseás encontrar en aquella “otra orilla”, cuando cruces el mar de este mundo y las mareas del tiempo que suben y bajan sin descanso?; ¿Qué oscuridad querés que se convierta definitivamente en luz?; ¿Aquello que dejaste y que perdiste en qué luz podrá ser nuevamente conquistado?
Texto 5:La fe es un don que otorga una cierta “claroscuridad”. Es “claridad” en cuanto nos comunica el conocimiento de Dios y sus misterios que no están al alcance del hombre conseguir por las solas fuerzas y luces de su inteligencia. Es también “oscuridad” porque las verdades que comunica son de tanta luz que enceguecen la inteligencia humana. Hay realidades que se le escapan a la mente. Dios es una de ellas.
Dios está más allá de todo cuanto podemos pensar, imaginar y decir de Él: Es incognoscible, inaferrable e inefable. Es incognoscible porque no lo podemos llegar a conocer acabadamente. Es inaferrable porque no lo podemos contener y abarcar totalmente. Es inefable porque no lo podemos expresar en palabras adecuadamente. Dios es Dios. Está más allá de todo nuestro alcance. Sin embargo, Él se nos dona en la fe. Aunque no lo podamos conocer, ni abarcar, ni expresar de manera exacta; algo podemos captar de Él con nuestra humilde inteligencia y con nuestro pobre corazón. Algo de Él conocemos, abarcamos y expresamos. Aunque sea muy limitado, algo alcanzamos. Nuestra inteligencia y nuestra fe nos permiten acercarnos un poco a su infinito e insondable misterio.
Por eso, la fe siendo luminosa en el contenido de sus diáfanos misterios; no obstante, a nosotros nos resulta penumbrosa como si fuera una bruma, una niebla o una tiniebla de nuestro paisaje interior.
A veces la fe es una penumbra tenue y grisácea que nos confía ciertos destellos y reflejos; en otras ocasiones, es más intensa y se ensombrece, como cuando en el cielo los nubarrones comienzan a ensombrecerse más, anticipando la venida del aguacero. Por último, no es raro que la misma fe se vuelva -en algunas ocasiones- como una noche cerrada en el repliegue de su propia oscuridad, no dejando pasar ni un rayo de su luz.
Si nos imaginamos la tonalidad o el “color” de la fe, tal vez podamos pensar en la gama de un gris en degradé, que se extiende desde el gris tenue de la penumbra al gris intenso de la oscuridad. El paisaje interior de la fe se dibuja desde una suave bruma matutina, pasando por una niebla más espesa y cargada hasta llegar, en algunas oportunidades, a convertirse en una noche cerrada.
Sabemos que la fe tiene un hermoso y gran sol, el “sol que nace de lo alto”; el que siempre brilla y nunca mengua, ni se pone, ni conoce ocaso alguno y cuyos rayos son saludables. El Sol del cielo en el alma es Dios, sus nubes grisáceas, más claras o más oscuras, son la fe. El alma es como la luna, gira siempre alrededor del sol, tiene diversas caras que van desde un crecimiento incipiente a un crecimiento completo y -aunque es opaca- se ilumina e ilumina con la misma luz que recibe del sol.
¿Cómo está el cielo de tu alma hoy?; ¿Qué “color” tiene tu fe?; ¿Hay bruma, niebla, tiniebla, oscuridad o noche?; ¿Qué paisaje se encuentra en tu interior?; ¿Tu sol ha aparecido o se escondido?; ¿Qué clase de luna es tu alma: Opaca o brillante, menguante o creciente?…
Texto 6:
La “claroscuridad” que tiene la fe no se origina –necesariamente- por las crisis que pasamos. Lo que sucede es que cuando estamos en una de esas crisis, la fe se nos opaca aún más y el cielo interior del alma pareciera más desolado, cerrado y oscuro. Las crisis de fe son como las “tormentas” de ese cielo que llevamos dentro.
Las crisis forman parte del crecimiento de la fe. La hacen madurar, “re-acomodarse” y “re-adaptarse”. También existen quienes nunca pasan por profundas crisis que movilizan y desestabilizan su fe.
La fe no necesariamente tiene que pasar por diversas crisis pero, tampoco, necesariamente las excluye. Lo fundamental de una fe viva es que crezca y madure. Algunos, para lograr eso, necesitan pasar por distintas crisis; otros no.
No hay que identificar la oscuridad de la fe con las crisis de fe, las cuales sólo intensifican, subrayan o aumentan esa penumbra esencial que ella tiene. Sin embargo, las crisis no le agregan nada esencial. La fe –con o sin crisis- es penumbra y oscuridad. Su luz viene de otro sol que alumbra, el cual no podemos ver directamente sin quedar enceguecidos y encandilados. La fe es el don que emana una “luz prestada” que no le pertenece, la luz siempre viene de Dios.
En las crisis de fe, tenemos que discernir verdaderamente si es la fe la que muestra su penumbra habitual o si dicha oscuridad viene de otras sombras. En las crisis, la sensación de encierro y ceguera es mayor; sin embargo, esto no siempre es por la fe sino por el propio camino de crecimiento al que Dios nos está invitando transitar.
¿En este tiempo cómo está tu fe?; ¿Tiene una suave penumbra o está pasando por un nublado que lo ennegrece todo?; ¿Sentís que las crisis son una ocasión privilegiada para crecer y un desafío para madurar o, por el contrario, te sumergen en un sótano sombrío del cual no podés salir?; ¿En la noche de tu corazón: Encontrás a Dios o sólo hallás una densa oscuridad en el monologo de tus soledades?…
Padre Eduardo Casas