Espiritualidad para el siglo XXI. (Segundo ciclo). Programa 17: Dios nos ama humanamente

lunes, 25 de agosto de 2008
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Texto 1:

En la Biblia, las relaciones que los hombres tienen con Dios se sostienen en un vínculo que se llama «Alianza», comunión y encuentro hecho presencia mutua y pacto en común en donde se guarda la «memoria del corazón», aquella capaz de hacer una lectura de la “historia vincular” de cada vida. Cada persona -en el entretejido de su red de enlaces- va registrando una “historia relacional” que configura su propia identidad y camino.

A partir de la categoría bíblica de “Alianza” se pueden pensar todas las relaciones: La «Alianza de filiación» con el Padre; la «Alianza fraterna» con los hermanos; la «Alianza de amistad» con los amigos; la «Alianza esponsal» con la pareja; la «Alianza» con la comunidad.

Hay que descifrar las «coordenadas invisibles y visibles» de la propia historia y geografía relacional, descubriendo signos y acontecimientos. Implorar al Espíritu ser artesanos de las relaciones, orfebre de los vínculos y constructores de la comunión. Que se geste en nosotros el reflejo de la Alianza de Dios, ya que Él es -Padre, Hijo y Espíritu- comunidad de relaciones que nos ha hecho a su imagen y semejanza. Si Dios es Alianza, la vida es –entonces- un don de relaciones.

Para discernir nuestra «historia relacional», contemplemos aquellos vínculos que han sido dados, los que han ido apareciendo,  constituyendo, transformando e –incluso- desapareciendo. La historia es el entramado de un “mapa relacional”  ya que la vida se resuelve en el encuentro entre las personas.

¿Vos podrías dibujar ese “mapa”?; ¿Qué camino has hecho?; ¿Con quién te fuiste encontrando?; ¿Cómo te fueron moldeando tus relaciones?; ¿Qué viaje te han hecho transitar tus vínculos?;

Texto 2:

La relación es «el ser en estado de don para otro»; «el yo en apertura a la comunión y en la construcción creativa del nosotros”. No todas las relaciones tienen el mismo rol, ni poseen el mismo nivel de intensidad y profundidad, ni comparten los mismos modos de expresión. Cada vínculo es un “universo” único.

Las relaciones importantes -las que hacen a la identidad de las personas- son, fundamentalmente,  relaciones de vinculación; significación; contención; expresión e inclusión. Veamos brevemente cada una.

• Son relaciones de vinculación cuando el nexo que se establece no es meramente circunstancial y exterior sino que compromete los niveles más hondos requiriendo de tiempo, aprendizaje, comunicación y crecimiento.

Son relaciones de significación cuando las  personas dejan de ser indiferente una para la otra. Ya no es “una más” sino que tiene una incidencia especial y privilegiada; algo que comienza a “gravitar” en torno a ella. No es lo mismo que esté o que no esté.

Son relaciones de contención cuando al compartir la vida, el otro se vuelve «depositario» de mi corazón y mi confianza, anhelos y fatigas, cansancios y temores, logros y realizaciones. Se transforma en un custodio de la vida dada y recibida, sin traicionarla, ni profanarla, ni exponerla sino que la contiene y la resguarda en su propio interior, reservándola en intimidad.

Son relaciones de expresión  cuando la comunicación se alimenta de palabras, gestos, afectos, actitudes, compromisos, acciones, tiempos compartidos y proyectos en común, transparentando la riqueza del vínculo.

Son relaciones de inclusión cuando la unión no es egoístamente cerrada o «exclusiva» sino abierta, integradora e «inclusiva» para que otros se sumen y participen, enriqueciendo, y expandiendo -con mayor apertura y universalidad- el vínculo. Los lazos cerrados aprisionan y asfixian, agotan sus propias reservas. Se vuelven cárceles de la cual buscamos salir. Abundan los controles, vigilancias y exigencias que restringen, encorsetan, achican y coartan la libertad, con ligaduras de una incómoda e insana dependencia y sometimiento afectivo entendiendo mal la fidelidad. Para salir de este “círculo viciado y vicioso”, necesariamente hay que abrirlo a horizontes de “inclusión”.

Estas características, más allá del rol que le compete a cada relación, se dan paulatinamente en todas las vinculaciones interpersonales maduras.

¿Vos tenés algún vínculo significativo, intenso y profundo?; ¿Das y recibís contención?; ¿Dejás que otros ingresen y se nutran?; ¿Cómo te expresás en tus vínculos más hondos?…

Texto 3:

Todos los vínculos humanos más importantes son una forma de amor. La compleja realidad del amor se manifiesta de múltiples maneras. El amor puede ser sentimiento, pasión, actitud, hábito de la voluntad, virtud, don y gracia de Dios. Asume, en su intensidad, variadísimas formas de manifestaciones muy ricas.

En general, tenemos tres expresiones que, de alguna manera simplifican, la complejidad del amor en su intensidad: El deseo, el querer y –propiamente- el amar. El deseo es un impulso vehemente de atracción; el querer toma la voluntad impregnándola de suaves emociones; el amar, por último, involucra la totalidad de la persona y el compromiso de su entrega incondicional. A veces deseamos. A veces queremos. A veces amamos.

La última vez que se encontró Jesús Resucitado con sus Apóstoles, tomó aparte a Pedro y le preguntó: …«"¿Me amas más que estos?". Pedro le respondió: "Sí, Señor, sabes que te quiero". Le volvió a decir por segunda vez: "Simón, hijo de Juan, ¿me amas?". Le respondió: "Sí, Señor, sabes que te quiero". Le preguntó por tercera vez: "Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?". Pedro se entristeció de que por tercera vez le preguntara y dijo: "Señor, tú lo sabes todo, sabes que te quiero"»… (Jn 21,15-17).

Jesús le pregunta a Pedro por su amor y Pedro le responde desde el querer. Las tres veces en que se reitera la pregunta no es sólo «memoria» de las traiciones que hizo Pedro sino una conciencia de creciente intensidad. La sucesión de preguntas es para que el amor se reafirme más intensamente.

Jesús lo interroga las dos primeras veces si lo «ama» y Pedro le responde -por dos veces- que lo «quiere». Tal vez, con la conciencia más humilde y humillada por sus caídas, la tercera vez, el Apóstol confirma su querer, aludiendo que Jesús lo sabe todo. El querer de Pedro, aún tiene que seguir madurando para el amor. En esta escena, el mismo Jesús le insinúa “cuando seas viejo”. El amor tiene que seguir creciendo hasta el fin, hasta la entrega consumada.

Mientras tanto, Jesús lo único que le pide es el amor que Pedro -y sólo Pedro como discípulo- le puede dar, aunque sea un amor herido, infiel, traicionado y reconciliado. Sólo Pedro le puede dar a Jesús el amor de Pedro.

Cuando en ese momento aparece Juan, el discípulo más amado, Pedro le pregunta al Señor: « ¿Y qué será de este? Jesús le respondió: "Si yo quiero que él quede hasta mi venida, ¿qué te importa? Tú sígueme»… (21,21-22).

Como Jesús lo está interrogando acerca del amor y le encomienda el cuidado de los otros, Pedro piensa que el más indicado es Juan. A Jesús le importa el amor que cada uno le puede dar. De Juan le importa el amor de Juan y de Pedro, le interesa el amor de Pedro. De allí que le dice « ¿qué te importa?». A Jesús le importa el amor de cada uno, aunque sea el más pobre. Nadie debe comparar su amor a la respuesta de amor de otro. Para el Señor, cada uno es único en la respuesta de su amor, aunque sea la más pobre y traicionada.  Jesús solamente le dice a Pedro que él no se preocupe, aunque Juan se quede hasta su venida, como aquél que «permane¬ce» siendo fiel.

Jesús también nos pregunta acerca de la respuesta de nuestro amor. Como Pedro, con un amor humillado de traiciones y avergonzado de infidelida¬des, podemos dar, desde nuestra pobreza, el don del amor que lleva nuestro nombre y nuestro signo, nuestra historia y “señas particulares”, nuestras marcas y heridas, penurias y glorias, idas y venidas.

En nuestra relación con Dios muchas  veces pasamos del querer al amar o del amar al querer, subimos y bajamos la intensidad. Nuestra respuesta no es siempre la misma. El corazón tiene sus vaivenes y estaciones. Sus mareas altas y bajas.

También el vínculo humano, transita entre el querer y el amar. Especialmente la relación de pareja peregrina en este péndulo y no siempre podemos ver claro si, en verdad, queremos o amamos. Si es uno u otro sentimiento; o sin son los dos a la vez; si primero es el querer que luego se intensifica en el amor o si, al revés, es el amor –que como el otoño- empalidece en el querer.

Muchas veces ni siquiera advertimos la diferencia. Las cosas del corazón son muy misteriosas. Se necesita tiempo, experiencia y conocimiento. La vida emocional y sentimental son parte del “humus” del espíritu. La vida espiritual también tiene que nutrirse de una sana afectividad.

Texto 4:

Nunca hay que minusvalorizar al amor humano. Hay quienes se sienten “superados” y superiores. Se sienten muy “espirituales” despreciando el amor humano.

Cualquier amor verdadero, siempre es genuino amor. No hay que preguntarle de dónde viene o hacia dónde va, o cómo es que ocurrió y hacia dónde nos llevará. Todo cuanto es auténtico amor nos aproxima a Dios y Dios –siempre- nos aproxima al auténtico amor. El amor lleva inscripto su nombre sagrado.

El amor humano, a menudo, tiene bordes hacia lo alto y lo profundo. Es un abismo, un precipicio que nos estremece de vértigo. El amor se arma de “resortes” y “trampolines” que, en vez de hacernos caer hacia abajo, nos lanzan, tirándonos hacia arriba.

Los amores humanos más maduros y entregados; o los más sufridos y probados, suelen ahondar y sumergirse, encontrando profundidades insospechadas. Allí donde hay un corazón humano existe un abismo. ¡Cuánto más cuándo se encuentran dos corazones en un solo latido: Un abismo en otro abismo!

Hay quienes falsamente creen que el amor de Dios desplaza todo otro amor; sobre todo, si es un amor humano: ¿Y qué amor no es amor humano? Incluso nuestro amor a Dios es también amor humano. Nace de las fuerzas de un corazón humano.

El amor a Dios auténtico no es “espiritualista”, ni “desencarnado”. Un amor a todos -sin tener ningún nombre concreto- es un amor a nadie: Ciego, sordo y mudo. Incomunicado y estéril.

El Dios cristiano se revela como un amor humano: Se ha encarnado. El amor divino se hizo carne humana y habitó entre nosotros. El amor de Dios se hizo amor de hombre.

El amor humano tiene bordes de eternidad y se trasciende a sí mismo,  se convierte en la “llave” y en la “puerta” de la Trascendencia.

El que no ama humanamente nunca podrá –ni siquiera imaginarse- lo que es el verdadero amor de Dios. El amor humano -en cualquiera de sus formas- tiene vida propia. Cuando se desborda, inunda las márgenes del corazón, haciendo entrar vida a raudales incontenibles. Cuando queda desbordado, superado y trascendido, comenzamos a intuir lo qué es el amor de Dios que se hizo hombre, sólo para amarnos de otra manera. Dios no quiso privarse de ninguna manera de amarnos. Deseó, por todos los modos y medios, manifestarnos su amor.

Dios se hizo amor humano y el amor se hizo humano en Dios. ¡Qué bendita paradoja!; ¡Dios nos enseña a amar humanamente! Hay una sensibilidad y una calidad del amor humano que sólo llega si le damos cabida a Dios. Aquél que más ama, es –y se hace- más humano.

Texto 5:

En Jesús, Dios nos ama con corazón humano. El Dios Encarnado nos ama de manera humana. De allí que los vínculos humanos tienen que transparentar algo del diáfano amor de la gracia. Hay que saber amar al padre, a la madre, a los hermanos, a la familia, a los amigos, a la pareja, a la patria, a la tierra, a la propia cultura, a todos los afectos, para aprender a amar también a Dios.

El amor humano nos revela la concreción del amor divino. Jesús -El Dios humano- no es abstracto. La fe nos hace amar a “Alguien” concreto y nos hace amar “en concreto”. El amor es siempre entre personas. Dios mismo ama así. El amor divino es entre Personas: El Padre, el Hijo y el Espíritu.

Nunca hay que menospreciar ningún amor. Todo amor nos enseña acerca del amor. Todo amor nos deja algo de Dios. Cada amor tiene un “secreto”, recibe un “encargo” -una “misión”- de Dios.

Nunca prescinde Dios de amores para amarnos. Dios toma los amores humanos para amarnos. Tenemos que aprender a escuchar y  admirar las historias de amores humanos. Así comprenderemos que todos compartimos las mismas necesidades y deseos.

Las historias de amor nos revelan la eternidad del amor. Lo que se da en la intensidad del tiempo suspira por la extensión de lo eterno. También el tiempo se rasga y se desborda. Desemboca en un mar sin fondo, ni orillas. La eternidad es el mar de todos los ríos del tiempo. Allí confluyen los amores. Allí buscan su destino. Todos aspiran a ser eternos. Algunos los logran. Otros sólo lo sueñan. Algunos son eternos para siempre. Otros son eternos mientras duran, aunque sean fugaces, como la vida de las mariposas. La luz sólo conoce la belleza de sus alas por un tiempo efímero.

El amor mientras viaja por el tiempo hacia la eternidad siempre es cantado. Un poema de amor puede también ser una revelación, una muestra de las fibras del corazón.

¿Te acordás de esos versos del maestro uruguayo, Mario Benedetti que se llaman “Te quiero”?… Me gusta cuando dice “y en la calle, codo a codo, somos mucho más que dos”. A mi se me ocurre que ese “mucho más que dos” incluye, de algún modo, a Dios. En el amor está quien ama, quien es amado y también está  -lo sepamos o no- Dios. Nunca un amor está solo. Aunque no lo hayamos descubierto, Dios tiene su “hogar” en cada amor.

Texto 6:

El amor es uno solo, como la persona y el corazón. No hay que separar amor divino y amor humano. No amamos con un corazón a Dios y con otro corazón a los seres humanos. No hay que apartar el “afecto” de la “vida espiritual”; o la “sensibilidad del corazón” de la “sensibilidad de la interioridad”. El secreto está en la unidad: Un solo corazón, un solo amor, un solo Dios.

Si bien el amor divino se distingue del amor humano; sin embargo, no hay que separarlos. Una cosa es distinguirlos y otra es separarlos. Hay que distinguirlos para unirlos,  integrarlos y armonizarlos.

No podemos ser personas divididas, fragmentadas y fracturadas entre el “adentro” y el “afuera”, “arriba” y “abajo”, Dios y los afectos humanos.

Se nos ha dado un solo corazón para todas las cosas, para todas las experiencias y para todos los amores, incluso el de Dios. Todos los amores convergen en un solo amor; son ríos de un mismo mar.  No busqués tanto: Dejáte encontrar.

Desde el amor humano y divino, tenemos que contemplar la vinculación con Dios y con los hermanos. La vida espiritual y la propia historia escriben una «Parábola» de la Alianza; una «Buena Nueva» del amor.

El amor humano que tanto ha inspirado a los poetas de todas las lenguas y todos los tiempos, nos hace leer la Biblia como un sublime canto de amor humano a Dios y de amor divino al hombre donde Jesús, «el Mensajero del Amor y de  la Alianza», nos comunica su Mandamiento.

Que desde allí podamos conocer y desentrañar nuestro camino. Que recibamos en nuestra vida la promesa de un Dios aliado capaz de recrear todos los vínculos, generando sensibilidad humana, interioridad y comunión. Que podamos vivir «fraccionando» el corazón, con los nuevos y los viejos amores que siempre nos recorren como un laberinto, los que aparecen nuevamente y  los que están latiendo siempre, los que respiran tu alma y regresan reconociendo todos tus caminos

Texto 7:

El amor se re-inventa muchas veces.
Marcha al compás del tiempo,
su compañero inseparable.

El amor se ríe del tiempo.
Lo ha vencido porque conoce los bordes de lo eterno.

Durante el camino, la muerte los ronda, los asecha,
los mira y los provoca.
Se acerca y se escapa.
Por ahora…

No siempre la felicidad está en el viaje.
Efímero es su paso.
El amor y la felicidad se encuentran sólo para intercambiar besos fugaces.

El amor empieza y termina
y vuelve a empezar.
Siempre prosigue y siempre vuelve a comenzar.

A veces, se encuentra a sí mismo y se reconoce.
Se acepta, se desafía y se transforma.
Aunque lo crucifican: Resucita.

Por momentos, se pierde en su propio laberinto.
Sale y vuelve entrar.
No repite jamás el camino.

Busca sus flechas de punta de oro
y no siempre las encuentra.
No se da cuenta que las tiene todas clavadas en su pecho.

Sangra…
Una y otra vez…
Vuelve a sangrar.
Siempre tiene más sangre por verter.

Sus gotas son perlas y son rosas,
Lágrimas rubíes,
néctar del corazón
y miel del alma.

El amor pronuncia nombres.
Calladamente vigila ausencias.
Se pone triste, envuelto en silencio.

Su  memoria recorre historias y geografías,
dibuja mapas,
pierde su brújula.

Se siente rico con su pobreza
y pobre con sus riquezas.
Su plenitud está en no encontrarse nunca pleno.

Hay tiempos en que el amor se queda solo,
con su mirada perdida,
en una soledad habitada
y con el corazón errante entre las manos.

Entonces reza,
canta su plegaria,
y se entrega nuevamente,
aunque vuelva a quedar herido y partido.

Mira a su alrededor los fragmentos desperdigados,
sus roturas.

Lame sus llagas en silencio,
las limpia con sus  lágrimas.

Se levanta, respira hondo, toma fuerzas
y vuelve a caminar
como si nada hubiera ocurrido:
El amor aún cree en los milagros.

Eduardo Casas.