Texto 1:
El maestro argentino Jorge Luís Borges una vez confesó: “He cometido el mayor de los pecados. No he sido feliz”.
¿Cuando uno no es feliz, inmediatamente se transforma en “infeliz” o existe alguna diferencia entre no ser feliz y ser infeliz?
En la vida, la mayoría de las veces uno no se siente siempre feliz y pleno, radiante y desbordante; al contrario, la rutina, el estrés, las presiones y las innumerables dificultades y conflictos de la existencia erosionan tanto nuestras limitadas energías que, en general, suspiramos por la felicidad como si fuera un imposible, una quimera, un espejismo, una utopía, un anhelo irrealizable, un sueño inalcanzable.
Asociamos felicidad a la aspiración y al sueño que cada uno pretende alcanzar. Esto nos aleja de la verdadera felicidad, ya que ésta es más consistente en la medida en que se desliga de los sueños y se conecta con la realidad.
Lo que cada uno es y tiene -en su propia realidad- coincide con la “posibilidad de la felicidad” y con “felicidad de lo posible”. A esta “felicidad” tenemos que aspirar. No la felicidad de lo imposible y lo inalcanzable sino la “felicidad posible”.
La realidad de cada uno posee una serie de potencialidades que esperan por salir, como los brotes después de la lluvia. No hay que ver la realidad de otros y compararse. No hay que lamentarse por la suerte propia y envidiar el destino ajeno. No es la realidad del otro la que nos va a hacer felices. La felicidad de cada uno, está en la realidad de cada uno.
Lo que hay que hacer es liberar la propia realidad de esas potencialidades dormidas que están latiendo, desplegarlas al viento y al sol, levantarlas y hacerlas crecer. Cuando las posibilidades se conviertan en realidades, nos darán más plenitud, haciéndonos sentir más completamente nosotros mismos. No hay que buscar nuestro rostro en otro espejo. Tenemos que activar todas nuestras potencialidades.
La propia realidad es la posibilidad de cada felicidad, la cual no tiene que ver con los sueños, fantasías, anhelos y deseos sino con la posibilidad que emerge de la realidad de cada uno. No podemos, en la vida, vestir la “ropa” de otro. No se puede vivir una existencia prestada y ajena. Cada uno tiene sus propias expectativas y su singular realidad.
No existe una sola felicidad. No hay que engañarse con “modelos” de felicidad para todos iguales: Todos distintos, únicos e irrepetibles. No hay una “felicidad tipo” o “estándar”. Todas son originales.
Hay que “trabajar” la propia felicidad adecuándola al “criterio de realidad”. La felicidad no “cae de arriba”. No nos toca a nuestra puerta por sorpresa. No es una encomienda que arriba a nuestro domicilio sin esperarla.
La felicidad se construye. Es una artesanía personal que puede llevar muchos años diseñar y disfrutar. Es una tarea ardua, un trabajo lento y, a menudo, fatigoso. Se necesita creatividad, empeño, tesón, paciencia y sacrificio. Sucede que actualmente se promueve una felicidad de consumo, fácil, inmediata, descartable, pasajera, ficticia y sin esfuerzo.
¿Por dónde pasa tu felicidad?; ¿Por tus sueños o por tu realidad?; ¿Descubrís mejores posibilidades para seguir creciendo?; ¿Tu felicidad tiene por destino lo material, lo afectivo, lo espiritual?; ¿En dónde ponés tu felicidad más profunda?…
Texto 2:
La felicidad es la plenitud que se despliega a partir de las potencialidades contenidas en la propia realidad personal. No necesariamente se debe identificar con algo objetivamente común y para todos igual. Lo que a uno hace feliz, al otro puede que no. La felicidad no se identifica con algo igual para todos.
Todos queremos ser felices pero no todos lo podemos ser de la misma manera. Somos personas singularmente distintas. La realidad y las posibilidades de cada uno son diferentes para todos. Además cada uno tiene su propia escala de apreciación y de valoración. No hay una felicidad igual a otra. Las personas, las realidades, las posibilidades y la jerarquía de valores no son idénticas.
En esto no caben las comparaciones y, mucho menos, la envidia. Cada uno tiene la medida de una “felicidad posible”. A ésa felicidad hay que aspirar. La felicidad de una madre no es la misma que la de un niño; la felicidad de un varón no es la misma que la de una mujer. Aunque todos coincidamos en ciertos parámetros comunes; sin embargo, las circunstancias y los medios son distintos.
Algunos ponen su felicidad en el éxito, en el placer, en los logros profesionales, en los viajes, en el dinero, en las cosas materiales, en el poder, en la belleza, en la salud, en los afectos, en la satisfacción personal, en la familia, en las relaciones sociales, en la entrega solidaria a los otros, en la dedicación a Dios, etc. Hay distintas felicidades humanas.
Cada felicidad es la propia singularidad realizada en sus mejores y mayores posibilidades. Tal vez, más que conquistar la felicidad simplemente hay que mantener su continuo deseo. Más que obtención es consecución, más que premio es don, más que meta es camino.
Si la obtuviéramos de manera definitiva; si la pudiéramos adquirir de forma permanente, la dejaríamos de anhelar y el camino se acabaría allí mismo. El punto de partida coincidiría con el punto de llegada. No tendríamos motivación, ni motor, ni energía para seguir. Hubiéramos llegado a destino. Nos sentaríamos a descansar. La felicidad es horizonte en el camino: Cuando creemos alcanzarla, se aleja un poco más. Es horizonte; nunca es meta. Es “punto de inicio” y no “punto de llegada”. La felicidad es el camino y es el viaje. Hay que hacerla paso a paso, transitarla, peregrinarla.
Cada uno la va diseñando y construyendo. Es su artífice y protagonista, la moldea. Construimos nuestra felicidad con las opciones que tomamos. Las opciones traen consecuencias y en cada una de ellas, abre una serie de posibilidades y cierra otras. La opción correcta es aquella en la cual las posibilidades que se abren son mejores que las que se cierran.
La libertad -en su juego de opciones y consecuencias- va configurando la propia realidad con la “felicidad posible” para cada uno.
Un viejo refrán popular dice “a Dios rogando y con el mazo dando”. Este dicho nos ilustra acerca del “juego de equilibrio” entre la providencia de Dios que nos asiste y nuestra libertad que obra. Hay que pedirle a Dios todo mientras trabajamos duro cada uno para conseguirlo, como si utilizáramos una maza para golpear y machacar.
Algunos piensan que la felicidad es algo absolutamente impredecible e insospechado en la vida. Es cierto que existe el “factor sorpresa” y hasta puede que venga algún “golpe de suerte”; no obstante, la mayoría de las circunstancias son realidades y posibilidades que dependen de nosotros y de lo que cada uno va eligiendo. No somos “marionetas” del destino que resultan movidas, de aquí para allá, al antojo caprichoso de la suerte.
No hay felicidades “mágicas” y “espontáneas” que irrumpen en la propia vida. Hay quienes depositan la expectativa de la propia felicidad, fuera de sí mismos, responsabilizando a otros o a las azarosas circunstancias para que se hagan cargo de su felicidad. Eso es una “ficción” de felicidad.
La verdadera felicidad se “hace”, se “trabaja”, se “cultiva”, se “invierte” en ella. La “felicidad posible” es sólo posible si uno se propone hacerla realidad en su vida. El único responsable de la propia felicidad es cada uno. No hay que delegar responsabilidades en otros. Nadie tiene que hacerse cargo de nuestra felicidad, excepto nosotros mismos. Nadie es responsable de la felicidad ajena. Eso sería un tremendo compromiso, un terrible peso y una insostenible carga. Nadie es “Dios” en la vida de otro.
A veces somos responsables de la infelicidad de otro pero no somos responsables de la felicidad de otro. A lo más, podemos ser “instrumentos” para la felicidad de otro pero no somos los artífices de su felicidad. No podemos exigirle a otro que nos haga feliz o que sea nuestra felicidad. Somos nosotros lo que podemos conseguirla moldeando nuestra propia realidad.
La felicidad no está afuera de uno. No la busquemos en los otros o en las cosas. Está en nuestra realidad, en nuestras posibilidades, en nuestra libertad y en nuestras opciones. Todos tenemos que ayudarnos a ser más felices, unos a otros; pero nadie es el autor o el responsable último de la felicidad ajena. Cada uno va forjando el destino de su propia felicidad o infelicidad.
Tampoco nadie tiene adquirida -de por vida- una “garantía” de felicidad. Nadie la ha “comprado” para siempre. Se puede tener todo pero ante la soledad, la enfermedad y la muerte, somos todos iguales. La existencia en sus “experiencias límites” es muy democrática. A todos nos nivela y nos trata por igual. Nos desnudan de todo y de todos, nos ponen a la distancia de los afectos, nos sacan los bienes, los títulos, los honores, las ventajas, las excepciones y los privilegios y nos damos cuenta de algo que hemos tardado mucho en tener conciencia: Somos “uno más”, como el resto, como todos. No tenemos diferencia.
Nadie posee en la vida nada garantizado para siempre: Ni la vida misma, ni la felicidad, ni el tiempo, ni la juventud, ni la belleza, ni la salud, ni los bienes, ni los afectos, ni las relaciones más entrañables, ni siquiera la fe, la gracia y aún el mismo Dios… Nadie ha adquirido nada definitivamente. No somos “dueños” de nada. No hay quien pueda comprar esas realidades para siempre. No hay dinero para esas cosas. Afortunadamente para algunas cosas no hay fortuna alguna.
Lo más profundo de la vida es muy valioso, aunque no tiene “precio”. Todo lo valioso,”vale”; pero no todo lo que “vale”, tiene un “precio”. Para algunas cosas no hay dinero que alcance.
Algunas realidades hay que conquistarlas día a día. Hay que cuidarlas y protegerlas; de lo contrario, pueden deteriorarse y perderse. Lo más importante de la vida es siempre frágil. Necesita mucho cuidado. A la vez siempre son gratuitas. Se tienen o no se tienen. Nada, ni nadie las puede comprar.
Texto 3:
A veces pareciera que el cristianismo está enojado con la felicidad, como si tener fe fuera algo triste, melancólico, cabizbajo, doliente, apesadumbrado. Una religión nostálgica, adusta, agria, seria que soporta todo con cruda resignación. Como si la felicidad fuera un insulto de superficialidad y liviandad. Hay cristianos a los cuales nunca se los ve sonreír, alegres y festivos, celebrando las ganas de vivir y de profesar la fe. Pareciera que tenerlo a Dios fuera entrar en un túnel sombrío y frío, oscuro y extraño.
Se han olvidado que Dios se encarnó, resucitó, nos prometió la felicidad aquí y el “ciento por uno” en la vida eterna, que existe una promesa de felicidad perdurable más allá del tiempo. En fin, se conforman con un “Dios triste”, tan pequeño, que no alcanza para darles, ni siquiera un poco de felicidad a sus días.
Están totalmente sumidos en este “valle de lágrimas” y no sospechan que también existen las “colinas de la alegría”. Creen que disfrutar está mal, es permisivo o pecaminoso. Se refugian en una religión de la lástima, el sufrimiento y la pena. El Dios en el cual creen es un “Dios sádico” que se complace en el padecimiento de sus hijos, un Dios bañado de sangre y lágrimas ajenas. Mientras más dolor, mejor. Mientras más infelices, más santos. La heroicidad del sufrimiento extremo.
Nada más alejado del “Dios Amor”. La Cruz de Jesús no anuló la felicidad humana. Al contrario, le dio una nueva perspectiva. Una de las páginas más hermosas del Evangelio es aquella en la que Jesús proclama su propia visión de la felicidad humana: Las Bienaventuranzas.
Pero es aquí donde encontramos un primer escollo, ya que las Bienaventuranzas anuncian felicidades “peligrosas” que, en primera instancia, nunca elegiríamos. “Felicidades” contenidas dentro de grandes infelicidades: ¿Cómo se es feliz con la infelicidad de la pobreza, el hambre, la persecución, el insulto, la calumnia que aparecen en el Sermón de la Montaña?; ¿Jesús no se habrá equivocado?; ¿Nadie le dijo que esos son pesares y calamidades humanas para desterrar cuanto antes?…
Lo que sucede es que Jesús no está glorificando y exaltando la realidad de la pobreza, el hambre, la persecución, el insulto o la calumnia, en sí mismas, como si fueran una realidad deseable. Nos está dando “un criterio de realidad”. Está uniendo “felicidad” con “realidad”. No vincula “felicidad” con “sueño” o “aspiraciones” porque así la tentación es la evasión, fugarse del mundo.
Al contrario, muy sabiamente, Jesús nos hace mirar alrededor y ver lo que hay y lo que abunda. En sus tiempos, como en los nuestros, la realidad humana y social no ha cambiado mucho esencialmente. Al abrir los ojos cada día, al salir a la calle, al leer los diarios, al escuchar las noticias o al ver la televisión, lo que continuamente observamos son las distintas caras del sufrimiento, contemplamos los viejos harapos de la condición humana que siguen lastimando nuestra carne: Pobreza, hambre, injusticia, persecución, insulto, calumnia.
Para ser felices, no hay que “evadirse”. Hay que “sumergirse” en la realidad, por dolorosa que fuere. No existe el “mundo ideal”. Existe sólo el “mundo real”. Lo que tenemos, es lo que hay.
Sólo el que puede aceptar la realidad y transformarla, empezará a ser feliz con lo que es y con lo que tiene. La “felicidad posible” es sólo posible en la realidad de este mundo y de esta historia. De lo contrario, para ser felices tendríamos que salir de la realidad, del mundo, de la historia y de los múltiples escenarios del sufrimiento humano.
La felicidad que propone Jesús, la de las Bienaventuranzas, no es una felicidad fácil, ciega a los dolores y sorda a los clamores. El primer paso de la “felicidad posible” es un acto de aceptación; de asunción de lo que somos y nos toca. Este primer acto de humildad y aceptación nos otorga la convicción de que la felicidad es aún posible.
No sólo hay que “estar felices” sino que hay que “ser felices”. Hay que procurar la felicidad no “a pesar” de todo lo que nos pesa y nos duele sino “en razón” de todo eso. La felicidad nunca es “a pesar” sino “en virtud” de algo. Nunca es “en contra” sino “a favor de” algo mejor.
Asumiendo la realidad tal como es –la realidad personal, la realidad social o cualquier otra- se puede empezar a construir una “felicidad posible”, la que está de acuerdo a lo que nosotros hemos ido eligiendo, acorde a nuestra medida y posibilidades.
¡La felicidad es posible!: La felicidad posible es la única posible felicidad. Las otras son meras ensoñaciones, ilusiones, fantasías, vapores de un alma que sueña despierta y delira. La felicidad no está en los sueños: Está en la realidad.
Este “criterio de realidad” para asumir la “felicidad posible” viene del misterio de la Encarnación. Dios se hizo humano para redimir al mundo. Sumergiéndose en la realidad es como la redimió, desde abajo y desde adentro. No fue saliendo y evadiéndose sino internándose, entrando, aceptando y asumiendo es como revirtió, desde las entrañas de la realidad, una mejor posibilidad. No fue haciéndose algo distinto de nosotros sino uno de nosotros que nos enseña el camino de una felicidad real, histórica, concreta, singular: Una “felicidad posible”
La felicidad de las Bienaventuranzas no es la de la sonrisa fácil y los burbujeantes chispazos de la vida. Es una “felicidad pascual”: Cruz y Resurrección. Asume los sufrimientos para revertirlos. Acepta la realidad para crear otras condiciones, nuevas posibilidades y, en esas posibilidades, encontrar el “secreto” de la felicidad.
La felicidad cristiana de las Bienaventuranzas y de la Pascua es fruto de una “esperanza dramática”, no de una esperanza ingenua. La esperanza verdadera, como la felicidad verdadera, siempre se sumergen en el barro del mundo, buscando las vertientes subterráneas donde el agua mana limpia y pura.
El Dios Encarnado de los cristianos es un Dios para la felicidad. Fue un Dios crucificado y muerto que ahora está vivo, glorioso y resucitado. Está feliz, pleno, radiante y transfigurado. Es el Dios del amor y la esperanza. El Dios humano que construye -desde las heridas del mundo- una “felicidad posible”…
Texto 4:
Mientras estamos en este mundo no existe un estado de felicidad permanente. Todos son transitorios. No existe “la” felicidad: Permanente, estable, perpetua, duradera, inmutable. Sólo existen momentos de felicidades, pequeñas felicidades fugaces que, en general, nunca duran demasiado pero cuando son intensas nos hacen olvidar todos los sinsabores. Estas “pequeñas felicidades”, tan necesarias por cierto para seguir, son “anticipos”, “primicias” de lo que algún día llegará para quedarse. Nosotros sabemos que para lograr eso, hay que cruzar “a la otra orilla”.
Las felicidades que se desparraman en este tiempo y espacio; las felicidades de esta historia contingente y movediza, siempre son inestables, mudables y cambiantes. Uno no puede tenerlo todo. Siempre hay algo -por lo cual- no se está totalmente pleno. Siempre hay un resquicio de insatisfacción.
Los cristianos -al creer en la vida eterna- esperamos una felicidad distinta. No ya la “felicidad de lo posible” sino la felicidad de lo adquirido. No ya la “felicidad de las Bienaventuranzas” en la tierra sino la felicidad total del cielo. No la “felicidad de la esperanza dramática” sino la “felicidad del deseo gozoso”. No la felicidad pascual que pasó por la Cruz sino la felicidad que permanece en la Resurrección.
La felicidad que ahora tenemos es sólo como una tregua, en medio de esta batalla que se reanuda después de un breve descanso. La verdadera felicidad es la que está por llegar, la que viene, la que nos tienen preparada.
Hay una felicidad que no se gasta, no se cambia, no se pierde. Es totalidad y plenitud. Es la suma de todas las felicidades juntas, las posibles y las reales, una felicidad que trasciende los límites estrechos del espacio y el tiempo. Esa felicidad es la que los creyentes llamamos “Cielo”, “Bienaventuranza”, “Vida eterna” o “Paraíso” y que se identifica con la plenitud de la comunión con Dios y con los demás en la cumbre del amor. Allí, cada uno tendrá una felicidad única y propia. En el Cielo cada uno poseeremos una intensidad distinta de amor. Todos estaremos en el mismo estado de plenitud y todos, a la vez, tendremos una intensidad diversa de cielo. Cada uno en consonancia con su amor y con su entrega.
Jesús dice en el Evangelio, “allí donde esté tu tesoro, allí estará tu corazón”. Lo valioso –para nosotros- está siempre en lo que se ama. Podríamos decir: “Allí donde esté tu tesoro, estará tu felicidad”.
Mientras estemos en los vaivenes de este tiempo que corre, desgranándolo todo con su persistente erosión, la felicidad no es un estado adquirido, ni permanente. No es una seguridad. Nadie la ha conquistado definitivamente. Ni la puede comprar para siempre. Es engañoso identificarla con algo como el dinero, el poder, la fama, el éxito, el placer, los viajes, los honores, los títulos profesionales, la juventud, la salud, el conocimiento, los bienes materiales o cualquier otra realidad. Todo esto puede causar algo de felicidad pero, también, puede que teniendo esto, no nos sintamos felices.
La felicidad -más que una adquisición- es una disposición para disfrutar. Hay gente que es feliz sólo anhelando, mientras que hay otras que lo son sólo poseyendo. Hay cosas que sólo se desean para provocarnos más felicidad porque, en el mismo instante, que las conseguimos, nos dejan de interesar y hasta nos insatisfacen.
El estado pleno y permanente de felicidad para los creyentes sólo es posible cuando arribemos a la posesión definitiva de Dios. Lo que llamamos “Cielo”, el cual es un “estado”, un “modo de ser” de la persona en su relación definitiva con Dios y con los demás en el amor.
Mientras eso llega, la felicidad aparece, de a ratos, como una “isla” en medio del naufragio, algo “aislado” y pasajero, un momento transitorio y repentino. En este mundo, nadie podría soportar una felicidad “permanente”, continua, duradera. Nos emborracharía, nos empalagaría, nos embotaría. Terminaríamos en un “trance”, en una especie de enajenación, extravío, locura y delirio. Algo parecido a esa luminosa ingenuidad que afecta a los enamorados.
¿Te has imaginado qué especie de felicidad esperás gozar en el Cielo?; ¿Las felicidades transitorias te ensanchan el alma para suspirar por lo que vendrá, ese destino final que nos indica la fe?; ¿Cuáles son las cosas que aquí te hacen vivir “tocando el cielo”?…
Texto 5:
La felicidad requiere de una sabiduría simple y profunda: La aceptación. La realidad es nuestra posibilidad de felicidad. Sin aceptación de la realidad, no hay felicidad sino evasiva ensoñación, ficción imaginaria, “molinos de viento” para los Quijotes del corazón.
La felicidad está unida a la realidad y a las posibilidades contenidas en esa realidad. La aceptación de esa realidad es lo que abre las puertas de la felicidad. Hay un “germen” de felicidad en cada realidad. Sólo basta que aceptemos esa realidad.
Incluso aquellas situaciones que –a primera vista- no son, ciertamente, una “felicidad” pueden llegar a convertirse en grandes “ocasiones”, “oportunidades” y “regalos” de la vida, “bendiciones” de Dios.
La sabiduría popular lo dice en un refrán: “No hay mal que por bien no venga”. La palabra de Dios en la Carta a los Romanos lo dice de otra manera: “Todo sucede para el bien de aquellos a los cuales Dios ama”. Tenemos que volver a repetirlo para convencernos: “Todo sucede para el bien”. La Palabra de Dios dice “todo”. “Todo” es todo, incluso aquello que creemos que no es tan bueno: “Todo sucede para el bien”. ¿Lo creés?…
Tenemos que ejercitarnos en buscar el lado potencialmente dichoso de nuestra realidad: Descubrir y disfrutar nuestra posibilidad de felicidad para que deje de ser posibilidad y comience a ser realidad, felicidad realizada. La posibilidad de felicidad está en la aceptación de la realidad.
No hay que soñar con los imposibles de felicidades inalcanzables. ¡Hay tantas felicidades aparentes y apariencias de felicidad! Cada uno es el que es; tiene una vida concreta; posee una realidad particular y una serie de posibilidades contadas.
Cada persona guarda posibilidades de una auténtica felicidad en su propia vida; sin que sea necesario desear vidas ajenas, anhelar ser otra persona o tener otro destino. Cada uno hace, “amasa” su propia felicidad con todo lo que es y con lo que elige y obtiene. Podemos “transformar” y “transfigurar” nuestra realidad en felicidad.
Para eso hay que “re-educarnos” para aprender a ser felices Tenemos que cambiar hábitos, posicionamientos, miradas. Se nos ha educado para padecer y no para disfrutar; para la exigencia y la responsabilidad y no para la gratuidad y la creatividad. No está mal la exigencia o la responsabilidad, lo malo es que sea lo único.
Hay que ver “la parte llena” del vaso y no siempre “la parte vacía”, la carencia, lo que falta. Incluso hay que aprender a disfrutar de lo que –momentáneamente- nos puede faltar porque, a menudo, lo que nos falta, nos hace ver y gozar lo que tenemos.
Ciertamente hay que buscar la felicidad pero, aún más importante, resulta dejarnos encontrar por la felicidad. Hay quienes buscan la felicidad tan ansiosamente que termina siendo una presión más que pesa sobre la existencia insatisfecha. El anhelo de la felicidad termina siendo el “deber” de una felicidad impuesta que abruma.
Las mejores felicidades son las que nos encuentran. Las que no esperamos, ni imaginamos y ni siquiera sospechamos. Las que arriban sin aviso, como una sorpresa que nos deja mudos, un regalo que nos emociona, un festejo que nos pone contentos.
Hay que “habitar” la propia felicidad. Prestarle el alma y el cuerpo, las emociones y los latidos, las palpitaciones y pasiones. No existe peligro alguno de “acostumbrarnos” a la felicidad. En general dura tan poco que resulta difícil acostumbrarnos a ella. Es bueno que la sintamos, que nos tome y nos invada, nos embargue y nos embriague, nos haga salir de nosotros mismos y ver todas las cosas renovadas, luminosas y gloriosas.
Ponéte del lado resplandeciente de tu corazón, allí la vida fluye con otros rayos, aparecen otros colores y se escucha otra música: ¿De qué lado ves la realidad?; ¿Del lado opaco o del lado luminoso?; ¿Contemplás más lo que tenés o lo que te falta?; ¿Aceptás tu realidad como fuente de felicidad o como causa de frustración?; ¿Te das cuenta que sos vos quién elige que una realidad tenga la posibilidad de ser felicidad o frustración?; ¿Cuál elegís?…
Texto 6:
Ya sea que la busquemos o que nos dejemos encontrar; que la recibamos o la conquistemos, la felicidad no es una imposición, un “deber ser”, un mandato o un imperativo. No es el bien supremo de la vida, ni la meta de la existencia.
La felicidad es importante. Es impulso y “motor” para todo. Sin embargo, no es el “bien de los bienes”. Hay muchos que viven sin disfrutarla casi nunca. Hay quienes no llegan a conocerla.
No hay que “endiosar” la felicidad, ni absolutizarla. La felicidad es siempre peregrina, como una estrella fugaz en la oscura noche del camino; nunca descansa mucho tiempo en un mismo lugar, ni deleita al mismo corazón.
No existe la felicidad absoluta. Tampoco lo absoluto es la felicidad. Sentimos más su ausencia que su presencia. Es más una promesa que una adquisición. La felicidad no es Dios. La fe nos hace descubrir que Dios es la felicidad. Podemos tener todas las felicidades, que si no lo tenemos a Él, no conocemos ninguna.
Dios es la felicidad pero no toda felicidad es Dios. No obstante, que Dios sea felicidad no significa que la vida del creyente tenga un “seguro” de felicidad adquirido. Dios no es una “anestesia” para el sufrimiento. Hay quienes pretenden que -por el hecho de creer- está excluido el sufrimiento de la vida. En cuanto les toca sufrir, preguntan: ¿Por qué a mí si yo tengo fe y creo en Dios?
La fe no es un “seguro perpetuo” de felicidad o un “premio” contra el sufrimiento. La fe es fe; la felicidad es felicidad y el sufrimiento es sufrimiento. Uno no define al otro. La presencia de uno no requiere necesariamente la ausencia del otro. La fe no es ausencia de sufrimiento. Tener fe no siempre implica ser feliz o estar bien.
La felicidad y el sufrimiento son estados transitorios. La fe es un don que busca ser permanente. Ni la felicidad, ni el sufrimiento se deben absolutizar, endiosar, exaltar o glorificar, como si fueran los bienes supremos de la existencia humana. Nuestro destino final es Dios. Todo lo demás es relativo a él.
La felicidad es importante pero no es lo único y, a veces, ni siquiera, lo más significativo. Hay vidas que no la consiguen, ni la experimentan. No poseer la felicidad no necesariamente implica ser infeliz. Entre la felicidad y la infelicidad existen una dilatada gama de sensaciones y estados humanos.
Hay quienes desean mucho la felicidad y, precisamente por eso, no la consiguen. Hay que desearla en su justa medida. Un anhelo desmesurado puede generar una torpe ansiedad que eche todo a perder.
En la posición contraria, también existen quienes le tienen miedo a la felicidad. Les da temor lo desconocido y no saben cómo reaccionar. El miedo a la felicidad clausura toda posibilidad de felicidad, la destierra. Para conseguirla, hay que perder el miedo.
Muchas veces es miedo a nosotros mismos. Pasar por emociones no habituales puede generarnos esta especie de temblor. No sabemos cómo somos, qué sentimos y cómo reaccionamos cuando somos felices.
Perder el miedo abre la puerta a la felicidad: ¿Vos tenés ansiedad por la felicidad o tenés temor a la felicidad?; ¿Endiosás a la felicidad, se ha vuelto un ídolo o un amuleto?; ¿O te despreocupás tanto de ella que sólo vivís penando?; ¿Por qué no perdés el miedo y te abrís a la sorpresa?…Texto 7:
La felicidad más honda siempre tiene que ver con alguna forma de amor. A veces el amor genera sacrificio y sufrimiento pero también regala los instantes más plenos de la felicidad alcanzable. Aunque sean sólo ráfagas, tan intensas como fugaces, el amor estalla en una incontenible felicidad que sólo se siente en contadas ocasiones.
La felicidad, como el amor, no son “derechos” o “merecimientos” que podamos pretender. Muchas veces encontramos personas que dicen “merezco ser feliz” o “merezco ser amado”. En verdad, uno no merece ser feliz, ni merece ser amado porque si lo mereciera implicaría que tenemos un derecho. Si tenemos derecho, entonces hay otro que tiene la obligación de hacernos felices o de amarnos y, en verdad, nadie tiene la obligación de hacernos felices, ni la obligación de amarnos. Así como nosotros no tenemos la obligación de hacer feliz o de amar a alguien. La felicidad y el amor no son “obligatorios”, no son una “imposición” de lo contrario no tendrían el secreto placer que nos dan. Nadie tiene la obligación porque –antes- nadie tiene el derecho. Si no se tiene el derecho, entonces, nadie lo merece porque sólo se merece lo que es un derecho.
La felicidad y el amor no son derechos y obligaciones, no son merecimientos o méritos, no se pueden comprar o vender, ni prestar. La felicidad y el amor son gratuitos. Nadie los merece. Aquél que los tiene, los posee gratuitamente. Por eso se anhelan y se desean. Todos podemos aspirar a ellos, pero nadie puede arrogarse el derecho o mérito para requerirlos.
Cuando muchos dicen “merezco ser feliz” o “merezco ser amado”, tal vez estén expresando que anhelan tener en la vida la posibilidad de ser amados o ser felices.
Nadie merece ser feliz pero todos tendríamos que serlo. Nadie merece ser amado –por derecho propio- pero todos tendríamos que ser amados. La felicidad y el amor son gratuidades. El que los haya experimentado alguna vez se sentirá una persona dichosa porque, en este mundo, no todos tienen esa ventura, aunque todos la vivimos anhelando.
La felicidad y el amor nos aproximan, un poco más, a sospechar lo que es Dios como todo. El corazón creyente sabe que Dios es felicidad y amor; suprema gratuidad…
Eduardo Casas.