Espiritualidad para el siglo XXI. (Segundo ciclo) Programa 7: La amistad, hermana del amor.

miércoles, 18 de junio de 2008
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 Texto 1:

 

«Este es mi Mandamiento: Que se amen los unos a los otros como yo los he amado.

Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos.

Ustedes son mis amigos, si hacen lo que yo les mando.

No los llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo;

 a ustedes los he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre se los he dado a conocer.

No me han elegido ustedes a mí, sino que yo los he elegido a ustedes

 y los he destinado para que vayan y den fruto, y que su fruto permanezca;

de modo que todo lo que pidan al Padre en mi Nombre se los conceda.

Lo que Yo les mando es que se amen los unos a los otros»

 

(Jn 15,12-17).

 

Texto 2:

Acabamos de escuchar un fragmento del capítulo 15 del Evangelio de San Juan desde el versículo 12-17 donde se encuentra lo que podemos llamar “la doctrina del amor” revelada por Jesús cuya síntesis es la expresión del “Mandamiento” del amor mutuo. Veremos cómo el amor tiene –en la amistad- una aliada y una hermana en la cual se nos revela toda su riqueza.

    En este texto aparece la “columna vertebral” del cristianismo. El amor será el fundamento de todo. Esto será tan importante en el mensaje de Jesús que Él lo llama “su Mandamiento”: “Este es mi Mandamiento. Que se amen los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 15,12).

     Este “como yo los he amado” hace referencia al modo concreto y al estilo de amor singular que inaugura Jesús.

 En el Antiguo Testamento regían diez Mandamientos, ahora esos diez se sintetizan en un solo y único Mandato. Este “mandato” hay que entenderlo como una misión, un cometido, un encargo: Hay que amar a Dios con el amor con que Dios mismo nos ha amado y amarnos entre nosotros y a los otros con el modo de amor de Jesús. No sólo recibimos el amor sino también el “modo” –la manera, el “estilo”- de ese amor. Ese “como Yo los he amado” consiste en amar desde el Jesús con su mismo amor, el cual nos participa del amor del Padre y del Espíritu.  El “como Yo los he amado” de Jesús nos introduce en el “Nosotros” de Dios.

El Mandato –“Su” Mandamiento como Él lo llama- es tanto una comunión de fraternidad universal como de amistad en particular. Desarrolla en la “clave” de la amistad todo el contenido del amor expresado en su Mandamiento.
       
La amistad queda, entonces, incluida en el amor de Dios. No sólo es una experiencia humana importante sino que se constituye en don y regalo, en “gracia” del amor de Dios derramado en el amor humano. La expresión humana más sencilla y excelsa de los vínculos humanos se incorpora así la esencia del amor de Dios más genuino. Lo más común del hombre queda asociado a lo más sublime de Dios. Esta mirada de fe acerca de la amistad es original y propia del cristianismo: La amistad forma parte de la revelación del misterio de amor del Dios Encarnado. Para los cristianos decir: “Dios es Amor”; es lo mismo que decir “Dios es Alianza” y “Dios es amistad”.

¿Tus amigos qué te dicen de Dios?; ¿Dios qué te dice de tus amigos?; ¿Alguna pensaste que la amistad puede ser una experiencia de Dios compartida en el vínculo?; ¿Escribe alguna historia de Dios tu amistad?…

Texto 3:

    El texto del Evangelio de Juan que estamos considerando afirma que “nadie tiene mayor amor” (15,13). El mayor amor es aquél que está unido a la vida y a la entrega de la vida misma. A veces la ofrenda del amor y la de la vida se hacen una. El verdadero amor es -en algún momento- martirial. El amor no se victima sino que se entrega. No reclama sino que se ofrece. No se guarda sino que se dona. No se defiende, ni se retacea sino que se dispensa, se prodiga, se reparte, se comparte.

    Este amor se caracteriza por la absoluta gratuidad del don: «No hay amor más grande que dar». El Nuevo Testamento dice que «mayor felicidad hay en dar que en recibir» (Hch 20,35). La entrega es lo fundamental del amor, porque el amor es don. El don de los dones. En la amistad este don, necesariamente, es mutuo. La reciprocidad es constitutiva de la amistad, de lo contrario, sólo existe caridad ya que ésta puede existir sin correspondencia en el don, cuando amamos a quienes no nos aman. La amistad, en cambio, requiere de reciprocidad.

    El don en la amistad al ser común, necesariamente debe ser compartido. Este amor que tiene «que dar» incluye mutuamente a los amigos. No es que uno da y el otro recibe. El amor se asegura que los dos den, para garantizar que los dos puedan recibir. Cuando cada uno se preocupe por dar, los dos podrán recibir. El dar, en el amor, incluye el recibir. Incluso se recibe en el mismo acto de dar. El don es un también y sobre todo un regalo para quien lo otorga. La mejor manera de recibir será siempre dar. Nunca queda vacío el que siempre. El Evangelio dice  «a quien tiene, se le dará y tendrá más. Al que no tiene, se quedará aún sin lo que tiene» (Mt 25,29). Tal es el dinamismo paradójico del amor: Sobreabunda en la medida en que más se entrega. Más pleno en cuanto más se vacía.

    Si bien esta entrega es la que se da en todo verdadero amor, de una manera especialmente gratuita se entrega en la amistad: “Nada tiene mayor amor que el que da su vida por los amigos”. El amor tiene muchas y variadas formas de sorprender, de comunicarse y de dar vida; sin embargo, hay algunas maneras sólo reservadas para ciertos amores. No todos los amores, ni entregan vida o entregan la vida. Igualmente no todas las amistades.

El amor y la amistad son para la vida y para la entrega de la vida. La dinámica de todo amor -y de toda amistad- es el don, cada vez más repartido, compartido y comulgado. Todo amor –en el ejercicio de su entrega- se vacía y en ese “vaciamiento” se va colmado: El amor se colma cuando se vacía. Se nutre cuando se prodiga. Se plenifica cuando se deshace. Se hace libre cuando se desprende. Se fecunda a sí mismo cuando se dona.

    En todo don de amistad lo que se da es el corazón y lo que se entrega es la vida. Tal es la comunicación suprema: Compartir la vida, compartiendo los dones. Cuando nos hacemos amigos, el regalo más grande que nos Dios nos confía se lo confiamos al otro. Le regalamos lo más propio – la vida – que, no obstante, es lo menos nuestro porque la tenemos en préstamo y nos viene como regalo de Dios. Ofrecemos el regalo más importante que nos ha hecho Dios, sin el cual los otros no serían posibles. Lo regalamos en la custodia del amor. Es un acto de mutua confianza, ya que nuestro amigo, nos confía también su propia vida. En la recíproca entrega, cada amigo se hace guardián y custodio de la vida de su amigo. Cada amigo debe velar por la vida que se le deposita en su corazón.

    En cada acto de amor, la vida queda entregada y comprometida, nos va haciendo ensayar todas las entregas, hasta que llegue la última, la devolución final de todos los dones, el regalo definitivo. Quien ama debe entregar la vida en todas sus formas. El amor, no excluye, en principio, ninguna manera de entrega. Ni siquiera las más dolorosas.

    Cuando es verdadera, la entrega cuesta y hasta duele. Es incondicional y total. Tenemos que preguntar¬nos si somos capaces de entregar la vida por aquellos que amamos y llamamos nuestros amigos. Si dudamos, entonces –verdaderamente- todavía no podemos llamarnos verdaderamente «amigos». La amistad verdadera supone esta entrega radical. Se sella con la vida y con la «sangre». La vida está vinculada al don; la sangre al sacrificio. El amor, repetidas veces, requiere a ambos: Al don y al sacrificio. La amistad también tiene las marcas de la Cruz. Mientras más profundo el amor, tanto más el ofrecimiento de la vida.

    Tal vez se nos ocurra que resulta un tanto desmedido el “dar la vida por los amigos” ya que no son consanguíneos a nosotros y pareciera que hay mayor compromiso de comprometer la vida con aquellos que nos son más próximos o familiares. Los amigos no son –necesariamente- un vínculo de sangre. Son los lazos afectivos o espirituales los que nos unen a ellos. Los amigos se eligen, no vienen dados como los vínculos naturales. Sin embargo, el Evangelio nos enseña que no “hay mayor amor” que éste, el de la entrega de la vida por el amigo: ¿No es mucho un amor así? La respuesta es “sí”. Es demasiado un amor así. No obstante, el Evangelio lo propone. Es así de sencillo: Para Jesús no hay mayor amor.

    Para vos, ¿Cuál es tu mayor amor?; ¿Por quién te sacrificarías?; ¿Por quién darías la vida?; ¿Qué es lo que entregás en tu amor y en tu amistad?

Texto 4:

    El texto del Evangelio continúa diciendo: “Ustedes son mis amigos si hacen lo que les mando”. Este “mandato” no es el imperativo caprichoso, exigente, autoritario, impositivo y voluntarista de quien desea que sólo a él se lo complazca. En tal caso no necesita amigos sino empleados, súbditos, siervos o esclavos.  El “mandar” de Jesús no tiene que ver con el “imperar” o el “imponer” la voluntad. Lo que Jesús nos “manda” es su Mandamiento. Nos propone su amor y su estilo de amistad.

    Pone en claro las diferencias entre las relaciones serviles que no entran en el amor y las de amistad: “Yo no los llamo siervos porque el siervo no sabe lo que hace su patrón. A ustedes lo llamo amigos”. Una de las diferencias entre servilismo y la amistad está en el conocimiento. El siervo ignora, “no sabe”, el amigo –en cambio- “conoce”. Jesús afirma: “Todo lo que oí de mi Padre se los he dado a conocer”

Se conoce al amigo a partir del vínculo de comunión. El siervo podrá -a lo sumo- tener experiencia de su amo pero no llegará a relacionarse interpersonalmente con él. Podrá tener información nunca “participación”. Son casi como extraños.

    La amistad, en cambio, siempre «iguala». Aunque puede existir una amistad entre «desiguales», en cualquier orden, una vez dada la amistad, ésta los pone en un mismo nivel de amor y de relación. En la amistad con Jesús no podemos pretender ponernos a la par del Señor. Él es nuestro amigo, nuestro Aliado, pero siempre es y será «el Señor». Le compete a Él ser el Señor de nuestra amistad. Nuestra amistad con el Señor será una comunión de voluntades en el amor recíproco. La obediencia a quien amamos es gustosa. Es la entrega de la propia libertad, la dedicación del corazón.

    Este «Mandato» de Jesús, no es despótico, ni caprichoso, ni tiránico: «Lo que yo les mando es que se amen» (15,17). Su «mando» es su Mandamiento: La voluntad de amarnos y la voluntad de amarlo. En este amor no entra en el temor: «En el amor no hay lugar para el temor. Al contrario, el amor perfecto no tiene temor. El temor supone el castigo y el que teme no ha llegado a la plenitud del amor» (1 Jn 3,18).  Jesús es un «Señor-Amigo», es un Dios-Aliado. No es un «patrón», un «amo» o un “jefe” para el cual solamente trabajamos. El mismo Señor ha querido superar ese nivel de la relación: «No los llamo siervos. Yo los llamo amigos».
 
    Ciertamente ninguna amistad se impone, se nos obliga, nos condiciona o nos coarta. Es una elección de la libertad. Los amigos mutuamente se eligen y deben saberse elegidos, el uno por el otro. La amistad no es una obligación. Es una gratuidad. Una vez que se elige comienza a ser, no sólo un don, sino también un compromiso. Pero hasta tanto no se elige, la amistad no se supone. Esta elección mutua es lo que inicia la reciprocidad, la correspon¬dencia afectiva y solidaria, la benevolencia compartida. Sin este acto de mutua elección, no existe amistad. Si hay elección de una parte y de la otra no, sólo se tiene caridad pero no amistad.

    Cuando el Señor nos dice «amigos» -haciéndose Él mismo amigo nuestro- reemplaza el poder y la autoridad por la cercanía e intimidad. La relación servil con Dios nos mantiene a la distancia. Es un Dios que se venera y se respeta, pero nunca se siente en la oculta tibieza del corazón, «porque el siervo no sabe lo que hace su Señor». Es un Dios que nos sumerge en la ignorancia de sí. No existe un espacio de relación «hacia adentro». Termina siendo un desconocido, alguien lejos. Sólo el Dios Encarnado, el Dios hecho humano, ha podido decirnos sus amigos.

    Vos, ¿cómo sentís la relación con Dios?; ¿Es una relación servil o una relación de amistad?; ¿Qué te falta para crecer en la intimidad y en la amistad para con Dios?; ¿Cómo la podés cultivar?; ¿Cómo se profundizan los vínculos de amor y de amistad?

Texto 5:

    El texto prosigue “no me han elegido ustedes a mí sino que yo los he elegido a ustedes”. El Dios Amor tiene su primera iniciativa. Él es el que se anima primero. Él es el que da el primer paso. Es original en su amor y en su elección. El amor humano es una libre respuesta que secunda la iniciativa primera de Dios. Ha sido Él quien primero fue libre con nosotros. Nos amó y nos eligió antes. Nosotros no somos los que hemos elegido. Elegimos sobre la elección ya realizada. Respondemos sobre la iniciativa tomada. Amor de respuesta desde el amor primero. Nuestro “Si” es desde su Sí. Nuestra libertad queda contenida en la libertad de quien nos eligió primero. No queda anulada sino potenciada. Elegimos en su elección. Amamos en su amor. 

    En la amistad humana, la elección «iguala» a los amigos. Es posible también que uno haya elegido al otro primero y éste, cuando advierte esa preferencia, se decide por corresponder. Entre amigos, tal vez uno tenga la iniciativa primera, la gratuidad inicial, pero una vez que se da la reciprocidad de la elección, los amigos se «igualan». No existe un «primero» y un «segundo», un «mayor» y un «menor», uno más «grande» y otro más «pequeño». El amor pone al mismo nivel a los que se aman. Incluso aunque existan diferen¬cias objetivas entre uno y otro en parámetros humanos, que pueden establecer distin¬ciones de edad, de prestigio, de funciones o de experiencia. Una vez que se han elegido recíprocamente, esas diferen¬cias, aunque objetivamente permanezcan, subjetivamente desapare¬cen, o al menos, no son tenidas como obstáculos sino como riquezas de la relación.

    Un rey puede ser amigo de un mendigo, sólo basta que los dos se elijan como amigos para que, al menos en sus corazones, las diferencias desaparezcan y el amor los iguale. En la verdadera amistad, si el rey es amigo del mendigo, los dos serán iguales. Al menos en sus corazones. El rey será como un mendigo y el mendigo será como un rey. El amor no sólo unifica sino que también iguala. En principio, todo hombre está capacitado para ser amigo de cualquier hombre. Sólo basta que se elijan.

    Vos, en la amistades más importantes ¿Has elegido o has sido elegido primero?; ¿Cómo vivís las diferencias con tus amigos?; ¿Son “murallas” o son “puentes”?; ¿Son riquezas que aportan o son distancias que alejan?; ¿Estás dispuesto a dar algo de vos?…

Texto 6:

    El texto del Evangelio que venimos considerando termina con la afirmación: “Vayan  y den fruto y que ese fruto permanezca. De modo que todo lo que pidan al Padre en mi nombre se los conceda”. La libertad y el amor tienen sus propios “frutos”. El amor es el “fruto” del amor, se fecunda a sí mismo. Él mismo se basta, se expande y se multiplica. El amor siempre da más amor. El amor busca al amor. Busca siempre más amor. Nunca se conforma. No es suficiente, ni bastante.

    La elección de este amor tiene un cometido, un «destino» en relación a otros: “Yo los he destinado”. Eso significa que hay un designio para hacer algo concreto en relación al crecimiento: «Para que den fruto y ese fruto permanezca». El verdadero amor se discierne por su permanen¬cia, por la «durabilidad» del fruto, por la continuidad del crecimiento, por la perseverancia y la constancia.

    El amor tiene vocación de eternidad. Está llamado a ella. Por ella suspira y corre presuroso. Se desgrana rápido. La eternidad del amor se refleja en el tiempo en la durabilidad de los frutos. Un amor sin frutos no ha alcanzado su propio crecimiento. Una amistad sin frutos es sólo una relación aparente.

Los “frutos” manifiestan lo logrado. Pero no se trata sólo de “hacer” o “producir” en beneficio a otros sino también hay considerar el diálogo y la oración: “Todo lo que pidan al Padre en mi Nombre se los concederá”.

    La acción y la oración –los “frutos” y “el pedir en el Nombre” de Jesús – también existen en la amistad humana, ya que en ella igualmente hay acción y además también existe una dimensión más dialogal.

    Así como no existe amistad, ni ninguna relación humana profunda, sin diálogo, sin apertura de los corazones; de manera similar, no se cultiva la Alianza con el Señor si no se da la verdadera oración de encuentro de amistad y mutua presencia. Existen muchas maneras de hacer oración con los amigos y por ellos. Cada relación debe ir encontrando la suya apropiada. Lo cierto es que no puede faltar. El diálogo entre los amigos se debe transfigu¬rar en oración, el diálogo abierto hacia la esfera de Dios. Es ahí cuando el diálogo entre los amigos se vuelve «trílogo»: Dios, mi amigo y yo ingresando en el «trílogo» eterno del Padre, el Hijo y el Espíritu. Los amigos se convierten en signo y realidad de la experiencia de Dios compartida: Dios es Amor. Dios es Alianza. Dios es Amistad.

    Vos, ¿Qué experiencia de Dios tenés?; ¿Es un Dios de tu sola intimidad o es un Dios compartido en algún vínculo humano?; ¿La dimensión humana entra en tu experiencia de Dios?; ¿Tu Dios es un Dios Encarnado en el vínculo humano o es un Dios desencarnado?; ¿El amor humano y la amistad forman parte de tu experiencia de Dios?

Texto 7:

    Por último, el texto del Evangelio termina casi tal como empezó: “Lo que Yo les mando es que se amen los unos a los otros”. Nuevamente se afirma el Mandato de Jesús, que abre y cierra la perspectiva del amor en clave de amistad. De todos los Evangelios, es el Evangelio de Juan el único que nos ofrece una página tan hermosa acerca del amor y la amistad. El Mandamiento del Amor Nuevo es el de la Alianza en la amistad.

    La amistad es –entonces- la esencia de todo genuino amor. Es su manera más acabada y delicada. No hay que minusvalorizar, ni ridiculizar a la amistad. Los hombres buscamos amigos siempre, en todas las edades y en todos los ciclos humanos. Jesús los ha tenido y ha hecho ingresar a la amistad nada menos que a su Mandamiento principal y distintivo. No podemos despreciar la amistad. El Señor la ha hecho el “corazón” de su Alianza de amor.

Confesar que “Dios es Amor” -como lo hace el Nuevo Testamento- y confesar a Jesús que nos “amó hasta el fin”, descubriendo así  que “no hay amor más grande que entregar la vida”,  significa que el Dios Encarnado de los cristianos es la cúspide histórica de toda pretensión de amor que haya soñado alguna vez el hombre. No hay nada amor que grande que este amor. No hay mar más hondo que este amor. Ni cielo más alto en su profundidad. Puede llegar al cielo y seguir. No hay nada más allá del amor. No hay nada más allá de la eternidad. Todos los límites se rompen. Todo queda superado. Hemos encontrado un amor más grande que el amor.

Texto 8:

    Para terminar te invito a que reces por todos tus amigos. Los que están, los que se han ido. Los que siempre permanecen. Los amigos del tiempo y los de la eternidad. Los que te hablan de Dios y los que te hablan a tu corazón. Los que tienen tiempo y les sobra vida. Por los que han transitado tus caminos y te han acompañado, desde cerca o desde lejos. Los que te dejan ser vos mismo y no te cambian.

Te pido que supliquemos por los que han llorado con tus lágrimas y las han hecho su mar. Por los que han reído con tu risa y la han hecho su música y su canción. Por los que han tejido las fibras de su alma con tus venas y tu sangre. Por los que se han tatuado el corazón con tu nombre. Por los que te bendicen siempre. Por los que nunca te olvidan. Por todos aquellos que sentido tu dolor y lo han acariciado en silencio. Por aquellos que esperan regalarte siempre el sol que los alumbra. Por los que nunca te dejan, a pesar de vos mismo. Por los que curan tus heridas con miradas que alivian. Por los que toman un rato tu carga y te hacen descansar. Por los que te llevan en su interior cuando se acurrucan en Dios, pronunciando tu nombre. Por  los que sostienen con las fuerzas invisibles de las cadenas del espíritu que no se quiebran, ni se herrumbran, ni se rompen. Por todos los que han hecho tu vida parte de sus vidas. Por los que te abrazan con las alas del alma. Por todos, todos los que te aman y te hacen comprender un poco más cómo es el amor con que te ama Dios.

Ahora supliquemos por el sueño de que todos los hombres puedan ser hermanos. Hay que empezar siendo hermanos para que -entre los muchos hermanos-  elijamos algunos como amigos.

Le pido a mi amigo que rece una oración muy antigua y hermosa, escrita en el siglo XII, por el monje San Elredo, el patrono de la amistad:
“Tú conoces, Señor, mi corazón y sabes que todo cuanto me llegues a dar, deseo emplearlo en provecho de mis amigos. Yo mismo me gastaré de buena gana por ellos. Que así sea, Señor mío, que así se haga. Mis sentidos y mis palabras, mi descanso y mi trabajo, mis actividades, mi muerte, mi vida, mi salud, mi enfermedad; todo cuanto soy, mi vivir, mi sentir y mi pensar, todo lo gastaré por ellos, todo lo entregaré por quienes Tú mismo te entregaste. Tú, Dios nuestro, misericordioso, escucha mis ruegos en favor de aquellos por quienes el amor me obliga. Sabes, muy dulce Señor, cuánto los amo y cómo mi corazón y mi afecto se ocupan de ellos. Amén”.

Eduardo Casas.