Espiritualidad para el siglo XXI (Tercer ciclo). Programa 1: Jesús, siglo XXI.

lunes, 6 de abril de 2009
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Texto 1:

Señor Jesús, “hoy, ayer y siempre” (Hb 13,8)
el tiempo gira continuamente en tu centro.
Todo lo creado te pertenece.
La historia, bisagra de la memoria, se ha dividido antes y después de tu aparición.

Las mareas del ayer y del mañana suben y bajan.
También los fragmentos del olvido te buscan y te anhelan.
Nuestro actual siglo, vertiginoso y complejo,
te encuentra y te pierde y te vuelve a buscar.

Los hombres y mujeres de este presente algunos saben de tu existencia;
otros no te conocen y otros necesitan re-conocerte.
Hay quienes te confunden y te falsifican,
te cambian por otros deseos; por otras felicidades y búsquedas.

No obstante, aún sigues fascinando y seduciendo a los corazones.
Sigues generando preguntas y despertando sueños.
Abres caminos.
No cierras ninguna puerta.

Algunos te esquivan porque saben que si entras en sus vidas
ya nada volverá a ser como antes.
Sin embargo, te soñamos cuando anhelamos algo profundo y verdaderamente humano.

A menudo te recubres con el nombre de nuestros amores.
Te amamos en los amores humanos e
igualmente te sufrimos en los padecimientos humanos.

Jesús, siglo XXI,
¿qué palabra nos traes para este tiempo?,
¿qué nos dices de Dios?
¿qué sabiduría ofreces para el corazón humano?
¿Cuál de tus secretos desata el conjuro de la vida y de la muerte?
¿qué paisajes de cielos e infiernos humanos iluminas?
¿con qué llaves abres la salida de nuestro laberinto?

Aquí -en los surcos de este siglo que transitamos- vivimos y peregrinamos.
Estamos en la orilla.
Queremos ir hacia la profundidad.

Jesús, Señor y hermano,
si tus ojos me miran
mi mundo se ilumina.
Me devuelves todo,
lo perdido y lo que fui.
Se vuelve un jardín el mundo,
siento avanzar mi paz y puedo darle sueños a mi esperanza,
retomo el camino andado y alcanzo a ver lo que antiguamente fue.

Si me miran tus ojos, nada  es igual.
Acércate,
por favor, encuéntrame.
Amén.


Texto 2:

    Cuando el cristiano habla de espiritualidad no está afirmando otra realidad que el vínculo con Jesús. Aunque esto parezca una obviedad, sin embargo hay que explicitarlo: No es posible una espiritualidad cristiana sin Jesús, sin una relación personal -en la fe- con Él. Esto no siempre está supuesto. Hay quienes pretenden una espiritualidad sin Jesús, una vida interior sin referencia a Él.

    Se puede tener fe y no tener espiritualidad ya que ésta es el desarrollo vital, el crecimiento de una fe viva con el Señor. La fe es un don y la espiritualidad -su fruto- necesita tiempos de maduración, ciclos vitales para desarrollarse.

    Hay quienes poseen la fe como una adhesión intelectual a ciertas verdades propuestas -Dios Uno y Trino; Jesús, Dios y hombre; María, Virgen y Madre, etc.- pero estas verdades sino nutren las fibras de las que se entreteje invisiblemente el alma, no son nada más que postulados de la fe.

    Para el desarrollo de la espiritualidad es necesario algo más: una conexión real y vital, una experiencia vinculante, un encuentro y un diálogo sostenido; en definitiva, una relación personal y vivencial con Jesús a partir de la fe. Una relación que empiece en la fe y termine en el amor. Sin amor verdadero, ninguna relación prospera.

    La espiritualidad -por consiguiente- es un don, una gracia de relación con Jesús a partir de la fe y madurada en el amor. La espiritualidad, por lo mismo, es una realidad dinámica y viva como lo es toda genuina relación con alguien. Siempre está en movimiento, cambiando, creciendo, subiendo y bajando, avanzando y retrocediendo, madurando. No puede estancarse aquello en lo cual palpitan los latidos de la vida.

    ¿Tu fe está viva?; ¿ha generado una espiritualidad?; ¿permite un encuentro personal con Jesús?… o por el contrario, ¿tenés fe como un recitado de verdades, un ritual, una tradición, un mandato religioso o familiar?; ¿podés unir la fe con la espiritualidad o simplemente tenés fe pero no cultivás la espiritualidad?; ¿no te parece que ya es un tiempo de esperanza para ponernos a andar?

Texto 3:

Lo deseable es tener una fe que genere una verdadera espiritualidad. Sin embargo hay quienes se dicen creyentes porque tienen fe pero no han desarrollado una espiritualidad, un vínculo personal y permanente con Jesús. En la actualidad hay quienes no tienen fe cristiana e incluso no tienen ninguna otra fe religiosa y, no obstante, cultivan una espiritualidad que la identifican con una búsqueda interna, la experiencia de la trascendencia, el desarrollo personal o la ayuda solidaria a los demás.

    Es curioso: hay quienes tienen fe y no tienen espiritualidad y hay quienes tienen espiritualidad y no tienen fe. Sin embargo, el camino fe y espiritualidad son dos caras de una misma realidad. Hay que tener una fe que genere una espiritualidad y hay que tener una espiritualidad que esté ligada y que nutra la propia fe.

    A este planteo podemos agregarle aún un elemento más de complejidad: A la distinción entre fe y espiritualidad,  podemos sumarle la diferencia entre fe, espiritualidad y religión.

    Generalmente utilizamos todas estas palabras como sinónimos y, en verdad, tienen sus diferencias. La fe es un don de confianza en otro; la espiritualidad es la relación personal con Jesús en quien (por la fe) creemos y la religión constituye los aspectos institucionales y convencionales de una determinada fe (los rituales, las creencias, los mandatos, los valores, etc.).

    Hay muchos que dicen “yo creo en Dios pero no me vinculo con la Iglesia” o “yo le rezo a Jesús pero no voy a misa” o “yo me confieso a solas pero no lo hago con ningún sacerdote” o “yo trato de no hacerle mal a nadie pero no pertenezco a ningún grupo de caridad o solidaridad”. En todas estas afirmaciones, tan comunes, se registra una cierta fe pero sin pertenencia a una religión ya que la religión es precisamente los aspectos institucionales en los cuales se expresa la fe; podríamos decir “los códigos” de una determinada fe (las creencias, las prácticas, los preceptos, los mandamientos, los sacramentos, los dogmas, las fechas litúrgicas, los rituales, las fiestas, etc.). Todos estos son elementos convencionales y visibles en que se estructura una religión.

    Por eso hay gente que tiene fe pero no vive o no “practica” la religión. También hay quienes tienen fe pero no tienen espiritualidad, conexión real y viva con Jesús y viceversa. Hay quienes viven una espiritualidad sin creer en lo que creemos los cristianos y sin vincularse a una religión. Por eso hay que distinguir fe, espiritualidad y religión. No todo es lo mismo.

     ¿Vos tenés fe?; ¿esa fe genera una espiritualidad?; ¿esa espiritualidad se conecta con la religión, con los aspectos institucionales y comunitarios o, por el contrario, vivís individualmente tu fe y tu espiritualidad?; ¿cómo te parece que tiene que ser un cristiano hoy?; ¿cuál es tu camino?; ¿cómo venís en esto?

Texto 4:

    Una vez distinguido fe, espiritualidad y religión, volvamos ahora a la consideración de la persona de Jesús. Hay muchos que lo consideran un personaje importante, una figura histórica fundamental, una pieza de museo, alguien perdido en la memoria de los siglos, la figura que aparece en las estampas de devoción, un líder, un revolucionario de su época, un trasgresor,  un modelo, un referente, un enigma, un secreto, un misterio, un código oculto a descifrar, una abstracción de la teología y de la historia de las religiones; etc.…

¡Existen muchísimas lecturas de Jesús a lo largo de los tiempos! En el mismo Evangelio el propio Jesús interroga a los suyos acerca de “qué dice la gente sobre el hijo del Hombre”. Luego circunscribe el interrogante de manera aún más comprometida y personal: “¿Y ustedes quién dice que soy?”.

Ése es también un interrogante para nosotros hoy. La respuesta a esa pregunta a lo largo de la vida cada uno tiene que intentar darla. Todos tenemos una cierta imagen de Jesús, la cual muchas veces es sólo nuestra propia proyección de ideas, visión de la vida, formación religiosa e incluso nuestros propios condicionamientos y prejuicios. Además construimos nuestra imagen personal de Jesús con lo que sacamos del imaginario colectivo,  los pensamientos de otros y lo que nos dice la historia, la cultura, la filosofía, la teología, el arte, el cine y la literatura.

Preguntar por Jesús es preguntarse quién es Él para mí. Esto no consiste en una investigación  histórico-biográfica sino en captar la propia apreciación personal y  la significación que Él tiene hoy para mí. Conocer a Jesús es entrar en su “alma”, lo que lo hace ser quien es. A nadie le interesa la pregunta por la identidad de Jesús si -de algún modo- no la refiere a sí mismo: a su vida, a su búsqueda y a su fe. El interrogante que nos despierta Jesús es más relacional que científico o histórico. No se pregunta quién es Jesús visto en sí mismo sino desde nosotros en general, como creyentes, y desde cada uno en particular. Es el Jesús de la fe de cada uno, el de la propia relación, el “Jesús íntimo”.

El conocimiento interpersonal no es meramente intelectual, teórico e informativo. Conocer a alguien no se limita a los datos objetivos que podemos tener o a nuestras apreciaciones sino a la compenetración que tenemos con esa persona, al vínculo profundo de la presencia y el encuentro, la mutua reciprocidad, la confianza y el diálogo. 

Hay otro texto del Evangelio que aborda el tema de quién es Jesús: aquél donde Juan el Bautista, estando detenido en la cárcel por Herodes, le remite a Jesús sus enviados para preguntarle si era Él a quien esperaban. Jesús no responde directamente sino que le provoca a Juan un último discernimiento. No le da la respuesta hecha. Él tiene que descubrirla. Jesús remite a los signos externos y visibles de su actividad: “los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y se anuncia el Evangelio a los pobres” (Mt 11,4s).

Esos signos revelan la verdad profunda pero sólo los puede descubrir quién se arriesga a la pregunta y al ejercicio personal de la propia respuesta.  Aquí también el interrogante por Jesús no obtiene una respuesta mirando sólo los datos y los hechos que Él realiza, ya que las acciones pueden ser interpretadas de diversas maneras. La respuesta que da Jesús es por la significación que Él tiene para los otros, especialmente para los más necesitados y vulnerables. Las acciones de una persona incluyen su ámbito “interior” -actitudes, afectos, valores-  los cuales se reflejan en su obrar. En la respuesta a Juan el Bautista es Jesús desde la perspectiva solidaria, comunitaria, social: los ciegos, los cojos y los leprosos. Es Jesús desde la mirada del más débil y necesitado a partir de las acciones exteriores que realiza en bien de otros. Acciones que leídas desde la fe se vuelven “signos”.

En cambio en el texto anterior es un Jesús que pasa de las opiniones de terceros a la referencia personal. No es Jesús contemplado desde las acciones exteriores sino el “Jesús de la interioridad”, desde el vínculo que cada uno ha generado con Él.

En nuestra vida a veces estamos como los discípulos viendo quién es Jesús para los otros o para nosotros, o como Juan el Bautista, con ciertas dudas esperando que nos confirmen la respuesta que disipe nuestras cavilaciones. Tanto en uno como en otro caso, la pregunta nos involucra directa y personalmente a nosotros mismos, a cada uno. Ya sea que nos interese la persona de Jesús o sus acciones, su forma de ser para con los otros o para con nosotros, en todos los casos, tenemos que descubrir por la fe la persona de Jesús y los “signos”  que nos revelan su misterio.

¿Para vos quién es Jesús?; ¿mirando tu vida: qué lugar ocupa Jesús?; ¿qué signos, que señales encontrás de Él en tu existencia?, ¿no sentís que te llama y te dice que vuelvas, que Él es la vida?

Texto 5:

La espiritualidad cristiana tiene su centro en Jesús. No obstante, esa espiritualidad guarda matices distintos según quién la viva. La espiritualidad es diversa como son las personas, aunque sustancialmente sea la misma. Para saber en qué consiste la espiritualidad cristiana tenemos primero que ver cuáles fueron algunos de los rasgos más notables de la espiritualidad vivida por Jesús.

    Él no se dedicó a hablar exclusivamente de Dios todo el tiempo y cuando lo hizo, lo realizó de una manera totalmente distinta al uso acostumbrado por su religión, su cultura y su época. Su modo de hablar de Dios fue del todo único y original. Él vivía la experiencia de Dios y la transmitía en su familiaridad y en su intimidad con Él. No hablaba desde un saber teórico, abstracto, doctrinal, tampoco desde una concepción moral o tradicionalmente religiosa. A diferencia de los maestros de su tiempo, los rabinos y otros predicadores, no hablaba como un teólogo, ni como un fundador de una nueva religión. No estuvo preocupado con cuestiones rituales y culto, más bien las criticó y no les dio demasiada importancia.  Por ejemplo, relativizó el día sábado como jornada de precepto para la observancia religiosa de los judíos. Las leyes de pureza ritual las pasaba por alto si eran motivo de discriminación. Para él no había personas religiosas y no religiosas. Él miraba la disposición de cada corazón.

Jesús frente a la Ley y las tradiciones vivió una fe auténticamente libre. Buscaba el sentido, no la norma, sobretodo cuando ésta se convertía en prisión esclavizante o clasificaba a los hombres en los que estaban cerca o lejos de Dios. El Dios de Jesús no tenía más ley que la del amor verdadero, ese amor que puede relativizar incluso la ley religiosa cuando  se convierte en una trampa para el propio ego, sobretodo cuando nos hace creer ilusoriamente que somos mejores que otros. No hay espejo más falso que ese. Él pasaba por alto incluso los preceptos. Los re-interpretaba. Lo más importante era siempre Dios. Ni siquiera la Ley religiosa era absoluta y suficiente ya que era sólo un medio. Dios era el único fin. Jesús centró la atención en el hombre y no tanto en la Ley como hacían los judíos: “el sábado fue hecho para el hombre, no el hombre para el sábado” (Mc 2,27).

Jesús fue muy crítico con las autoridades judías que generaban elitismos exclusivistas y actitudes de superioridad en nombre de Dios. Jesús, en cambio, enseñaba un modo de vida y de relacionarse con Dios y con los demás a partir de la vida. La gente sencilla lo admiraba porque mostraba la manera de vivir humanamente. Las parábolas de Jesús hablan tanto de Dios y de su acción, como también del obrar de los hombres y su libertad.

Ofreció así una nueva clave de lectura de la historia: la centralidad del hombre, sobre todo de los desvalidos, los pobres, los marginados, los discriminados, los excluidos, los olvidados. Él sintió siempre compasión por los agobiados. La espiritualidad judía se centraba en la Ley y el culto, no en el hombre y en su situación. Jesús enseñó que Dios es Padre de todos, que busca la oveja perdida y celebra su hallazgo. Le dio importancia de la compasión y el perdón con espíritu alegre, festivo y humano. Jesús recibió con total aceptación a las personas socialmente no tenidas en cuenta: los niños y las mujeres, los huérfanos y los extranjeros, los relegados de su época. El vínculo que Él tenía con las mujeres, las cuales se convertían en sus discípulas, no era para nada habitual según la usanza de su tiempo. Los maestros sólo elegían discípulos varones. La mujer no tenía acceso a la formación religiosa.
 
    La espiritualidad de Jesús era la espiritualidad del Reino de Dios para todos, expresada de manera sublime en las Bienaventuranzas. En el Reino de Dios, los grandes son los humildes y los primeros resultan los últimos. Jesús compartía su vida y su mesa con los excluidos. El Reino de Dios humanizaba. No se imponía sino que se proponía. Consistía en una invitación para la libertad, una gratuidad, un regalo sin merecimientos previos, ni derechos adquiridos. No había lugar para el orgullo de la perfección personal y la autosatisfacción religiosa. Jesús no se centraba en sí mismo, no estaba ocupado en su propia perfección o santificación individual. Él estaba interesado en la voluntad de Dios y en amar a los demás. No tenía una visión desencarnada y atemporal de la salvación. Tampoco proponía un mundo natural y otro sobrenatural, contrapuestos. Para Él, la vida del Espíritu era la vida humana en sentido pleno, en apertura a Dios.

Su “espiritualidad” no poseía un carácter individualista sino eminentemente comunitario. Invitaba libremente a que lo siguieran, no a que lo imitaran. Él era “la parábola viviente de Dios”. No se dedicó a especular, ni a teorizar sobre quién era Dios. Lo vivió como su Padre, haciéndolo visible: curaba, perdonaba, amaba. Sin embargo fue acusado de traidor y blasfemo porque cuestionaba al Dios del culto, del templo, de la Ley y las tradiciones impuestas. Para Él, Dios no está encerrado ni en el templo, ni en leyes, ni estaba sujeto a ritos y costumbres.

Para muchos, Jesús resultaba peligroso y seductor. Nunca fue convencional. Siempre inaferrablemente libre. Nadie lo pudo atrapar, ni aprisionar. Cuando lo detuvieron, lo juzgaron y lo condenaron, incluso cuando murió, no fue porque lo apresaron y lo hicieron víctima sino porque Él voluntariamente se entregó. Se convirtió así en la manifestación humana de la amorosa libertad de Dios. Su Cruz, ensangrentada y ensombrecida, quedó a la espera de un tercer día en que una piedra fuera removida de su tumba. A partir de entonces, la vida del mundo fue definitivamente distinta para siempre y a cada uno de nosotros, en su turno, nos toca encontrarnos con Él y mirarnos en el reflejo de sus ojos.

Texto 6:

    Este tiempo original que nos toca transitar como don de la providencia de Dios, este tercer milenio de la historia cristiana, el inicio de este siglo XXI plagado de desafíos, nos estimula a redescubrir el inagotable tesoro de la fe. Sabemos que hoy la fe tiene que ser dicha y pronunciada, vivida y testimoniada de una manera renovada. La centralidad de la figura de Jesús no puede, ni debe ser reemplazada. Hay muchos aspectos que la espiritualidad de este siglo tiene que contemplar del misterio siempre vivo del Señor. Cada época descubre a Dios y a Jesús desde una óptica diversa, desde una perspectiva única, desde un horizonte singular, de acuerdo a las necesidades, legítimas búsquedas y deseos de cada cultura. También la espiritualidad se impregna de esos matices, ya que es una forma cultural de vivir la fe de acuerdo con los parámetros de la época, sin que por eso se traicione la esencia genuina de dicha fe que trasciende cualquier tiempo. El cristianismo de hoy y del futuro tiene que dar con su espiritualidad de lo contrario no tendrá alcance, ni posibilidad, ni vida, ni credibilidad.

    La fe puede y debe tener expresiones renovadas en cada época. Te invito a que podamos rezar ahora un Credo del siglo XXI que pronuncie -en la fe de siempre- los anhelos de este tiempo. Este Credo reza así:

Creemos en Dios Padre que nos muestra en la historia
los signos de estos tiempos
y en la providencia de cada presente
nos  regala senderos y sueños.

Creemos en Jesucristo, Señor de todos y único Maestro.
Su Pascua ilumina el camino.
Su Resurrección es nuestro mañana,
nuestra más firme esperanza.

Creemos en el Espíritu que surca plenamente la historia.
Su presencia en el mundo sigue viva y activa,
impulsa nuevas búsquedas y formas,
nuevas miradas y lenguajes,
construye puentes de comunión en medio de los fragmentos.

Creemos en la Iglesia, comunidad viva
que necesita de los hombres
para que el Evangelio permanezca latiendo por siempre
en medio de las generaciones.

Creemos en María, Madre universal y Virgen sin mancha,
que disipa toda sombra con su luz
y vence todo mal con su misericordioso poder.

Creemos en el hombre
llamado a nacer siempre de nuevo
para la fiesta de la vida,
convocado a ser pleno y feliz.

Creemos que el mundo y la historia están definitivamente redimidos por la Sangre de la Cruz
y que sus destinos se encuentran
en permanente transformación.

Sabemos que hay que trabajar
desde el interior de este nuevo milenio,
para transformarnos en artesanos del corazón humano.

Sabemos que la esperanza prospera a partir de pequeños logros;
sólo así el  milagro de Dios
sigue creciendo en nuestro frágil barro.

Creemos que todo será mejor
y que cada uno en su medida contribuye para eso.

Creemos en un país donde los más pobres y vulnerables
vivan los derechos de todos como sus propios derechos.

Creemos en todo lo que Argentina está llamada a ser.
Creemos en una Latinoamérica fraternalmente unida
desde el crisol de sus diferencias.

Creemos a pesar de todo
y creemos en virtud de todo
porque experimentamos que creer
nos hace más libres que no hacerlo.

Creemos porque la vida nos impulsa a seguir haciéndolo
ya que es un regalo inmenso e inmerecido
y el tiempo se nos ha confiado para encontrarnos.

Sabemos que nuestro siglo XXI
es un siglo que busca su propia interioridad.

Nuestra responsabilidad es mejorarlo.
Hacer descubrir el lado humano de Dios.

Todas nuestras obras salieron de tus manos.

Así creemos, Señor, en Ti.
Así esperamos.
Así, también, amamos.
Amén.

Texto 7:

Nació, vivió y murió pobre. Su cuna fue la tierra de un establo. Creció como uno de tantos. Vivió largos años de silencio y anonimato. En su pueblo lo conocían como el hijo del carpintero. Su Madre, una mujer del todo común, una buena mujer del pueblo, siempre silenciosa y prudente. La gente decía que tenía algunos secretos bien guardados.

Cuando su hijo se hizo adulto, sus predilecciones fueron peligrosas a los ojos de los demás: amaba a los marginados y pobres, a los olvidados y delincuentes, a las mujeres sufridas y explotadas; a los enfermos y  ancianos, a los niños y huérfanos, a los extranjeros y leprosos. A todos ellos los trató como a sus mejores amigos.

Formó una comunidad de doce compañeros itinerantes que no tenían casa, ni bienes, ni trabajo. Todo lo habían dejado por Él y por su sueño. Les hablaba con palabras sencillas acerca de un Reino en el que Dios era el Rey. Todo cuanto decía generaba demasiada expectativa: un Dios que tenía un Reino, un amor para toda la eternidad, una salvación para todos igual, un perdón definitivo, una vida sin muerte alguna.

Para algunos todo esto era una quimera, una ensoñación fantástica, un horizonte inalcanzable e imposible. Sin embargo, muchos lo seguían. Cada vez más. Multiplicaba el pan, caminaba por las aguas y curaba a los enfermos. Su palabra fascinaba. Él mismo era su Palabra. No había distancia entre Él y lo que decía, entre lo que decía y lo que hacía, entre lo hacía y prometía. Su mirada era una puerta que abría el interior. Sus manos calmaban, aquietaban, hacían tocar la paz. No tenía nada que ofrecer. Era pobre y decía que los lirios se vestían con más esplendor que el Rey Salomón.

Enseñó que había que amarse y perdonarse siempre. Amarse unos a otros y perdonarse sin llevar la cuenta. Hablaba acerca de su destino: la cruz y lo que Él llamaba “la resurrección de entre los muertos”. Algunas de sus frases resultaban enigmáticas. Sin embargo, han perdurado en el tiempo.

Fue controvertido y polémico. Lo amaban y lo odian. Lo seguían y lo abandonaban. Parecía un Dios y sin embargo era humano, demasiado humano. Su silencio era tan elocuente como sus palabras y sus obras. Todo en él hablaba. Su poder era una fuerza imperiosa e interna que emanaba de su sola presencia, humilde e imponente a la vez. Bastaba sólo con tocar los flecos de su manto.

Vivió en un país pobre, humillado y sometido. En una época convulsionada y perturbadora. Supo con los de su pueblo que era estar dominado por otros. Sin embargo, habló de libertad, de amor y de compasión.

Lo que decía de la felicidad era ciertamente extraño. Para él eran felices los pobres, los que tienen hambre y sed de justicia, los perseguidos y calumniados. ¿Cuál era el secreto de esa felicidad tan llena de infelicidades?

     Terminando sus días, fue traicionado y atrapado. Por cargos injustos, llevado al tribunal y malintencionadamente sentenciado. Encontró la muerte colgado y clavado, extendido, desnudo y martirizado a la vista de todos. Fue vendido por monedas por uno de los suyos.

Pocas veces entendieron sus palabras. Le pedían milagros pero no los sabían interpretar. Su mensaje molestaba a las autoridades. Romanos y judíos fabricaron en común un odio político y religioso para terminar con él. Conspiraron todos, aunque uno sólo lo beso a cambio de una traición y un suicidio. Se despidió de los suyos con una cena y su testamento fue solo el amor. Les lavó los pies y por Él Poncio Pilatos se lavó las manos para borrar cualquier posterior compromiso con su suerte. Lo abandonaron y lo negaron los que hasta entonces lo seguían. Se encontró sólo de todos. También de Dios. Sus últimas palabras se convirtieron en un grito que desgarró hasta el velo del Templo. Su carne también quedó  rasgada, desgarrada, abierta. Su última sed fue calmada con la acidez del vinagre.

Lo martirizaron hasta después de morir, le abrieron el costado con una espada para asegurarse que estaba bien muerto. Su madre estuvo allí siempre, tan firme y sigilosa como otra inquebrantable cruz. Nadie  pudo sospechar lo que pronunciaba su silencio, inmenso y profundo como el abismo del mar.

Murió una siesta a las tres de la tarde. Se hizo de noche cuando expiró. Hasta el sol se fue. Luego de un espeso y prolongado silencio de tres días, nadie se lo explica pero reapareció. Algo milagroso por cierto, le dieron el nombre de resurrección. Su historia y su figura recorren, desde entonces, la memoria de los siglos y de los hombres. Muchos dicen que aún está vivo: su nombre es Jesús.

Eduardo Casas.