Espiritualidad para el siglo XXI (Tercer ciclo). Programa 12: El crecimiento y la purificación de la vida espiritual.

lunes, 22 de junio de 2009
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Texto 1:

Si abrimos la Biblia se nos presenta una galería de innumerables personajes e historias fascinantes que nos ilustran acerca de las fuentes de la vida, el secreto de las cosas y el misterio de Dios. Por ejemplo, si leemos el Antiguo Testamento, una de las primeras narraciones que aparece en el Libro del Éxodo es el encuentro inaudito e insospechado de Moisés con Dios (Cf. Ex 3,1-15). Cuando Moisés está cuidando ovejas, observa en el desierto que un arbusto arde pero no se quema, ni se consume. En ese fuego misterioso y sagrado aparece la voz de Dios. Allí descubre Moisés que todo encuentro con Dios es para la misión. Es para el envío hacia los otros. Él está en el desierto pero tendrá que sacar a todo un pueblo a una tierra de libertad, colmada de promesas.

    También nosotros tenemos que encontrarnos con Dios, como Moisés que lo contempló en ese arbusto del desierto, una zarza espinosa que ardía sin consumirse, en una permanente llama que no se extinguía y en un fuego que no se apagaba. Así es Dios, llama de amor viva que no se sofoca, ni mengua. Moisés aprenderá este secreto en el ejercicio atento de ver. Lo constatará con sus propios ojos. Verá el milagro hecho signo.

    El misterio de Dios junto a la vocación y misión de Moisés son parte de un mismo y único fuego vivo, llama colmada de chispas de luz que se desprenden y encienden todo cuanto rozan y tocan. Ese fuego devora todo, la zarza arde sin morir, alumbra sin consumirse, da luz y calor sin agotarse.

    Moisés luego sube hacia “la Montaña de Dios”, llega hasta la cima y en el vértice más agudo de la cumbre,  recibe de Dios los mandamientos  y la ley de Alianza que tiene que transmitir a su pueblo. Desde esa altura contempla cómo todo el camino de ascensión ha sido hecho para ese solo encuentro -nuevo y definitivo- que le ha cambiado la vida. En esa cima, “un abismo llama a otro abismo” (Sal 41,8).

    Es en el ápice del Monte donde Dios manifiesta el resplandor inalterable de su Gloria. Cuando esa Gloria baja de aquella cima, acompaña a su Pueblo como columna de fuego en medio de la noche del desierto (Cf. 13,22). Entre las sombras, Dios zigzaguea chispeante y luminoso. El Pueblo avanza envuelto en ese sutil resplandor, en la claridad del fulgor, en el brillo de la claridad divina. Todo lo diáfano de Dios brilla en medio de la cerrada oscuridad de la noche del desierto. ¿Quién de nosotros podrá subir hasta su propia cima y hasta la misma cumbre de Dios?; ¿Quién de nosotros quiere empeñarse en llegar hasta allí? Al menos hay que intentarlo, como Moisés (Cfr. Ex 3,3-4),  acercándose al fuego vivo y sagrado.

    Al comienzo Moisés se aproximó a la zarza, primero “para mirar”. Dios purificó su intención de curiosidad y lo hizo despojarse del calzado, signo de otro despojo más interior. La mirada se convirtió en contemplación; la curiosidad en adoración; el apresuramiento en despojo. Sólo se puede entrar más profundo, cuanto más purificado se está. La desnudez de los pies es signo de la desnudez del corazón. Con los pies descalzos del corazón se puede emprender el camino que sube al Monte, donde arde -sin apagarse- la llama viva.

    Acercarse a Dios es comenzar a purificarse. Lo primero que se le requiere a Moisés es descalzarse y pisar con los propios pies la tierra. Tiene que levantar la mirada hacia el fuego que arde y pisar con los pies despojados la tierra. Es necesario procurar el contacto con Dios sin perder el contacto con la tierra. Entrar con los pies desnudos, libres de ataduras, llegarse hasta la frontera del misterio. Los pies, signos del camino, se despojan, mostrándonos así que el corazón debe desnudarse de todo lo que estorba, para peregrinar más profundamente hacia adentro: Los pies descalzos de Moisés, a las puertas del misterio, manifiestan la purificación necesaria de un amor que está llamado a subir. El Monte será el símbolo de esa ascensión.

    Toda la vida de Moisés está llena de evocaciones acerca de la presencia de Dios en su camino. Desde el comienzo -a partir de la historia de su rescate de las aguas, lo cual le valió el significado de su nombre- hasta que se convierte en el líder y caudillo de la liberación del pueblo oprimido y esclavizado en Egipto, el río de la vida lo tuvo y lo retuvo para hacerlo navegar -cada vez- por aguas más misteriosas y profundas como las del Mar Rojo que se abrieron a su paso.


Texto 2:

    Seguimos contemplando a Moisés, un personaje bíblico muy sugerente para descubrir qué tipo de vínculo tenía con Dios y -a partir de él- aprender algo nosotros. Cuando Moisés, casi atrevidamente, se acerca al misterio de ese arbusto del desierto que se arde y se quema sin consumirse, ni extinguirse, Dios lo llama, lo sella con una vocación y una misión en su Pueblo.

    La vocación de Moisés nace del encuentro con Dios que lo hace en su interior arder sin quemarse, como al mismo arbusto del desierto. El misterio es para el encuentro, el diálogo y la interpelación, no para la curiosidad. Lo primero que Dios pronuncia es el nombre de su elegido. Personaliza la relación. Moisés -a pesar de ser convocado a una cercanía de mucha proximidad- sin embargo, debe hacerlo con absoluta reverencia y respeto,  quitándose las sandalias de sus pies porque el suelo que pisa es tierra sagrada (Cf. 3,5). Tiene que entrar hacia lo profundo del misterio descalzándose: Así debe estar frente a Dios, despojado. Es preciso comenzar el encuentro con Dios desposeído de sí mismo. Entablar la Alianza con Dios, desnudándose los pies, para ir desnudando y purificando, el interior. No se ingresa a la intimidad de Dios de cualquier manera. Se requiere un corazón limpio, depurado y purificado: “Bienaventurados los puros de corazón porque ellos verán a Dios” dice Jesús (Mt 5,8).

    Una vez que Moisés se descalza, Dios comienza a revelarse más. Los pies descalzos ingresan dentro del misterio: “Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob” (3,9). Dios se presenta como el Señor de los antepasados, el que ha hundido sus propios pies descalzos descendiendo del cielo, ha pisado con sus plantas el polvo de los hombres y ha enterrado sus raíces en el linaje humano. Ante tal develación, “Moisés se cubrió el rostro porque tenía miedo de ver a Dios” (3,9). Mientras Dios descubre su rostro, Moisés –en cambio- se lo cubre. Dios aparece y el hombre se oculta. El “eclipse” del corazón humano se produce entre la luz y la oscuridad, en la intimidad del misterio, en las penumbras del encuentro y del diálogo. Luego es el mismo Moisés quien le pide a Dios conocer su rostro glorioso y Dios le dirá que sólo podrá ver su espalda porque nadie contempla el rostro de Dios sin morir (Cf. 33,18-23).

    Dios descubrirá su espalda. Moisés lo ve y no lo ve a Dios. Ver la “espalda” es como contemplar la “parte de atrás” de una figura. En esta vida a Dios no se lo puede conocer totalmente. Moisés tiene que ejercitar una visión como entre la bruma, aprende “a ver en lo invisible” (Hb 11,27, en el claroscuro de la fe ya que el misterio se revela, ocultándose. Sólo con la muerte se abre la visión absoluta de Dios. El ser humano no puede ver a Dios y seguir con vida (Cf. Ex 19,21; Lv 16,2; Nm 4,20; Is 6,2). La fe es ciega ante Dios. No puede verlo. También es como muda. El pueblo de Israel no podía pronunciar su Nombre (Cfr. Ex 20,19; Dt 5,23-27; 18,16). La fe  se descalza, ingresa sigilosa a los bordes del misterio, muda de adoración y silencio. Sólo con Jesús, cuando Dios se hace humano, se puede oír, ver y tocar (Cfr. 1 Jn 1,1).

    ¿Vos necesitás como Moisés descalzarte y despojarte para entrar más simple y liviano en el encuentro con Dios?; ¿Tenés nuevamente que sentir el contacto directo con la tierra sagrada que pisan tus plantas?; ¿A lo largo del camino has ido perdiendo sensibilidad para el encuentro con Dios?; ¿Estás como Moisés viendo la espalda de Dios?; ¿Nunca tu fe ha acariciado la espalda de Dios que todo lo cobija y lleva cargado sobre sí?

Texto 3:

La imagen que nos propone el Antiguo Testamento acerca de Moisés -con sus pies descalzos en la tierra sagrada donde habita una hoguera cuyo fuego no se apaga- nos ayuda a descubrir que en la vida espiritual también necesitamos descalzarnos, es decir, despojarnos, desasirnos de todo lo que estorba, purificarnos de cuanto nos impide el crecimiento. Esta actitud -en la tradición cristiana- se convirtió en un método espiritual, un hábito, un camino y un proceso de conversión que se llamó “ascesis”.

Esta palabra ha estado asociada a la idea de exigencia y dureza, rigor y severidad. También se la unió a disciplina, penitencia, mortificación, purificación de los sentidos y apetitos, elevación de las tendencias humanas, maceración de la carne, sacrificio, entrega, expiación. Esto generó una visión             -muchas veces- negativa ante la condición humana y todo lo que tuviera que ver con la exaltación de la existencia. De allí que los gustos, pasiones e instintos, tenían que ser dominados y sometidos. Las pulsiones del querer, del poder y del placer debían ser aplacadas.

Cuando estas posturas se exageraron provocaron ciertas perspectivas deshumanizadoras y deshumanizantes, desvalorizadoras de la vida y con gusto pesimista, como si acercarse a Dios exigiera ser lo menos humano posible. Para muchos, la santidad era patrimonio de ciertas inocencias angélicas inalcanzables, más admirables que imitables, propia de héroes y titanes. Para ser santo había que ser lacrimoso y melancólico, un poquito cabizbajo y triste, más bien sufrido que alegre, compungido y doliente, con la cruz a cuesta más que con la esperanza de la resurrección, con la conciencia continua de la muerte, sabiendo que todo se disuelve y se descompone, con una mirada de lejanía, indiferencia y quietud, apático, sin interés por nada de lo humano, desembarazándose de todas las criaturas y afectos.

Nada podía retardar el vuelo ascensional a Dios. Todo era una especie de “nada” frente al “Todo” de Dios. Lo recomendable era despegarse y desatender toda necesidad humana. Ninguna dependencia debía atar. Nadie podía usurpar el lugar de Dios. Se generó así, una “ascética de la separación”. Había que desligarse de todo lo mundano y creado. Todo caía bajo la sospecha amenazante de la tentación y del pecado. El mundo, la carne y el demonio formaban un trío inseparable: Los enemigos del alma.

Esta “ascética de la exclusión” se centraba sólo en Dios. De todo lo demás había que desligarse y desprenderse. Esta postura estaba sostenida por  una “ética del deber ser” donde el perfeccionismo, el idealismo y la exigencia alimentaban nuestra condición superior y espiritual. Ciertamente me estoy refiriendo a ciertas exageraciones. Es verdad también que durante siglos esta ascética dio como frutos grandes santos. Eran otros tiempos, con otras valoraciones culturales y sociales, con otros enfoques.

En la actualidad, así como de la “ética del deber ser” va dejando paso a la “ética de la posibilidad de ser” alentando el crecimiento y la madurez más que el perfeccionismo, también se va pasando de una “ascética de la separación” a una “ascética de la integración” en donde -en vez de separarse y distanciarse de todo lo humano- hay que integrarlo y armonizarlo en el proceso espiritual.

La experiencia de Dios no está ajena de la experiencia humana. La espiritualidad no se desliga de la madurez. Al contrario, la asume y la supone. En el presente se va dejando una “ascética de la exclusión” de todo lo creado y de todo afecto humano para acercarse a una “ascética de la inclusión”, en donde todas las realidades convergen en Dios.

Después de todo, la verdad fundamental del cristianismo es la Encarnación de Dios. Nuestro Dios es un Dios humano y humanado, ¿cómo entonces sería posible que -para acercarse a Dios- hay que alejarse del camino que Él mismo tomó al acercarse a nosotros? Si Dios se ha hecho hombre significa que, por lo mismo, nuestro acceso a Dios involucra todo lo humano. Lo eleva y lo diviniza. 

Hay que crear una ascética más humana y más personalizante. La purificación a realizar no es de lo humano sino del pecado. Hay que tener una ascética  más realista y menos perfeccionista: Una ascética de la normalidad, la santidad de lo real, la espiritualidad de lo cotidiano, la mística de abajo, una interioridad de los ojos abiertos a todo lo que acontece.

Texto 4:

Cada tiempo, cada época y cultura genera una visión de la vida espiritual y de su ascética. Los cristianos del siglo XXI estamos sumergidos en un mundo -muchas veces- hostil, agresivo y violento. El ritmo de la vida y su vértigo, las preocupaciones cotidianas por la dura subsistencia, la lucha por mantener lo conseguido, el ser honesto y justo en cada situación, la solidaridad con los que tienen menos, el darle el tiempo requerido a alguien que nos precisa constituyen verdaderas acciones de entrega y sacrificio en medio de nuestra rutina. También resulta una verdadera penitencia tanto el excesivo trabajo como la falta de él. Hay ciertos ámbitos y relaciones que nos significan una auténtica mortificación. La vida cristiana     -tanto ayer como hoy- necesita de crecimiento, purificación, conversión, iluminación, integración. De todo eso hablamos cuando hablamos de “ascética”. No nos referimos a un método o a simples acciones o a determinados instrumentos para acercarnos a Dios con un corazón más limpio. Cuando decimos “ascética” estamos hablando de una manera de encauzar, orientar y direccionar la vida espiritual  de tal forma que -unida a todo lo que hace a la existencia humana- se vaya liberando de aquello que le hace de peso y obstáculo para el camino del amor que, en definitiva, es el camino hacia Dios.

La ascética no sirve de nada sino es para conseguir más amor al corazón, para abrir más las alas del espíritu, para ensanchar más el horizonte. La penitencia, la mortificación, la exigencia, la purificación, la entrega, el sufrimiento, el sacrificio no tienen sentido en sí mismos sino propician el crecimiento en el amor. En definitiva, el amor es la verdadera ascesis. Es la auténtica penitencia. Es el más consumado sacrificio. Ya lo dice Jesús en el Evangelio: “El amor vale más que todos los holocaustos y sacrificios”. Sin amor, todo lo demás es rigorismo inútil. Los santos lo han sido por el amor y no por la expiación, la enmienda, la corrección, la purgación y la reparación. En todo caso, todo esto vale si es expresión de verdadero amor. Si la santidad es amor, la ascesis es la purificación de ese amor.

A veces es necesario sólo un poco de amor. El amor crece como todas las cosas, de a poco, lenta y pacientemente.

Texto 5:

    Moisés -con sus pies descalzos- es un símbolo de la humildad, de purificación e incluso de la humillación que se requieren para el acceso a Dios. Ciertamente no es el único personaje del Antiguo Testamento que nos puede inspirar para esto. No obstante, es el único en el cual nos hemos detenido. Si vamos al Nuevo Testamento contemplamos a Jesús. Él no se presenta como un modelo acabado de ascetismo. Es cierto que comienza su ministerio público estando internado en el desierto por cuarenta días, como Moisés que permaneció cuarenta años en peregrinación en ese páramo solitario hasta alcanzar la tierra de las promesas de Dios. Jesús estuvo cuarenta días y sus noches sin comer, luchando y batallando contra la palabra del Tentador y sus insinuaciones, respondiéndole con la Palabra de Dios, el único pan que tenía en ese desierto abrasador. Luego de ese retiro con su cuarentena de días, Jesús sale al mundo a predicar. Allí no se muestra muy penitente. Es austero y pobre pero tampoco se priva de ir a fiestas, como la de Caná donde hace el milagro del agua convertida en vino, también come con pecadores públicos, entra en sus casas y se pone a la mesa. Deja que sus discípulos hambrientos corten espigas del campo y las coman, incluso el día de observancia religiosa para los judíos, el  sábado. Le pide a una mujer Samaritana agua para beber después de una caminata al mediodía. Habla de que el Reino de Dios es como una fiesta y un banquete en el que todos están invitados. Exhorta que en una celebración matrimonial -mientras esté el novio- la fiesta sigue y hay que comer, luego cuando el novio se ausente, la fiesta termina y comienza el ayuno. Para despedirse de los suyos, la última noche, organizó una cena de adiós. Allí tomó vino diciéndonos que – en adelante- será su Sangre.

    En fin, Jesús exalta la vida, el festejo y la celebración. Para Él la vida y sus necesidades está antes que las obligaciones religiosas. Reconoce que -comparado con el último profeta- parece despreocupado. Una vez dijo que Juan el Bautista, era el asceta y el penitente del desierto ya que desde niño habitaba en lugares solitarios, vistiéndose de piel de camello y alimentándose de miel silvestre: “¿Qué salieron a ver en el desierto?, ¿una caña sacudida por el viento?, ¿un hombre vestido con elegancia? Los visten con refinamiento están en las cortes de los reyes. ¿Salieron a ver a un profeta? Les aseguro que sí y más que un profeta. Vino Juan que ni come, ni bebe y dicen por eso estaba endemoniado. Vino el Hijo del hombre que come y que bebe y dicen: Es un comilón y un borracho, amigo de recaudadores y pecadores” (Mt 11, 7-9. 18-19).

A simple vista parece más asceta y más espiritual Juan Bautista que Jesús. Sin embargo, Jesús quiere marcar las diferencias con Juan ya que con él, a pesar de ser el más grande de todos los profetas, se cierra un ciclo de espera. Con Jesús adviene una novedad que está más allá de lo que se come y lo que se bebe, más allá de la obligación  y la rigurosidad religiosa. Con Jesús comienza algo nuevo y distinto, una novedosa concepción de la vida, de las prácticas religiosas y de la fe.

Tal vez los cristianos tenemos que recordar más frecuentemente el mensaje pleno de sabor de vida y canto gustoso a la existencia que tiene la perspectiva religiosa de Jesús. No para desechar la purificación de la ascética -cuando ella haga falta- sino para valorizar la vida con todas sus manifestaciones.

En la Cuaresma se nos recomienda la oración, el ayuno, la limosna, la solidaridad, el sacrificio, la entrega, el valor redentor del sufrimiento, el arrepentimiento, la penitencia, etc. No hay que descartar nada de eso, si ayuda a crecer en el amor. Lo importante es no quedarnos sólo con eso, como si ser cristiano fuera un culto a la tristeza, con caras grises de cenizas y un arraigado pesimismo frustrante. Toda cruz es una puerta a la Resurrección. De lo contrario, no redime porque se convierte en dolor sin salida, en masoquismo. Nuestro Dios no es un Dios sádico que necesite de la sangre y el sacrificio de sus hijos para satisfacerse. No se contenta con triturar el alma y estrujar la carne.

El sacrificio de Jesús suplió todos los otros sacrificios. Ahora es tiempo de amar. Incluso todo genuino amor nos trae su propio dolor redentor. Es tiempo de celebrar, festejar, disfrutar y amar la vida a pesar de toda su fragilidad. Quizás precisamente por eso –en razón de su vulnerabilidad- es preciso arraigarse a la vida, cuidarla y sentirla intensamente.

Texto 6:

    Hay quienes piensan que -para acercarse a Dios- se necesitan caminos extraordinarios y mejor si son de sufrimiento intenso. En verdad, no hay que buscar el amor, tampoco hay que buscar el dolor. Cada uno llega a nuestra vida en su propia y su justa medida. En lo que cada uno puede contener. No tenemos nosotros que escoger cruces. Dejemos que Dios se encargue de eso. No oficiemos de Dios en nuestra vida y menos en la vida de los otros. Dios sabe lo que necesitamos y lo que conviene.

    La vida de todos los días tiene una variada intensidad. Así como la luz de una jornada va creciendo en fuerza y energía hasta llegar a su punto máximo para luego comenzar a decrecer; también la vida tiene su rutina, su labor y su afán. A cada día le basta su laboriosidad. Los ejercicios cotidianos de la existencia y del trabajo de cada uno son el pan de nuestros sudores. Hay tiempos en que nos santifica la rutina, la cual no siempre es mala.

    Ciertamente hay una rutina opaca, desprovista de vida y acción, un acostumbramiento malsano que nos vuelve autómatas y máquinas, que nos va entorpeciendo y desensibilizando.  También hay otra rutina saludable y beneficiosa, incluso para el alma.  Hay cosas de la vida que sólo las hemos aprendido con el hábito de continuas rutinas: caminar, hablar, comer y dormir, las hemos aprendido así.

Cuando aprendemos algo más complejo también interviene la rutina: leer y escribir, el aprendizaje de algún oficio o estudio, la práctica de algún deporte, etc. Si vamos a aprendizajes más complejos aún también requieren indispensablemente de una cotidiana rutina: cuando se aprende a tocar un instrumento, cuando se aprende algún idioma, etc. En general, todos los aprendizajes humanos, desde los más simples a los más complejos necesitan del ejercicio de un hábito sostenido, más o menos, continuamente. Esas rutinas son saludables y necesarias. Nos permiten profundizar en conocimientos, experiencias y habilidades. Potencian los recursos y las capacidades ocultas y dormidas en el interior. La rutina bien encauzada despierta  nuestras posibilidades interiores.

    También para nuestra vida espiritual la rutina es imprescindible si queremos profundizar y ahondar en ella. Por ejemplo, la oración tiene que ser como una respiración honda y sostenida; el discernimiento, un hábito de lectura interior de los signos y los acontecimientos; el amor, una corriente nunca interrumpida. Toda la vida espiritual requiere de una buena y persistente rutina.

    No todas las rutinas son malas o aburridas. Algunas -aunque no sean muy divertidas- son necesarias. Hoy todo lo queremos inmediatamente. Deseamos efectos a corto plazos. La ansiedad no nos permite la paciencia de esperar un momento. Ni siquiera nos damos cuenta que la misma naturaleza tiene ciclos que llevan su tiempo: sembrar y cosechar, amanecer y atardecer, el subir y el bajar  las mareas del mar. Todo tiene una rutina de preciso y ajustado reloj.

    También el arte precisa de una disciplina con su equilibrada rutina. Las obras de arte no se han hecho de la noche a la mañana. No se han improvisado. La creatividad supone incorporar el ejercicio de la rutina.

    La rutina positiva que se necesita en la vida espiritual es –igual que cualquier otra rutina- para aprender y profundizar. Así como se desarrolla el ascetismo, la sobriedad y el crecimiento.

La rutina viene con la sabiduría de la vida. Es movimiento en un solo lugar y en una misma dirección. De otro modo no se puede lograr la profundización.

    ¿Vos sos una persona de hábitos y rutinas o sos de quienes necesitan continuamente el cambio y novedad?; ¿Tenés alguna rutina saludable?; ¿Alguna vez pensaste que la vida humana y una verdadera vida espiritual está llena de rutinas necesarias que nos permiten crecer?; ¿Cultivás tus rutinas como un jardín cotidiano que merece cuidado?; ¿Tenés que proseguir esta dedicación y trabajo o cuándo vas a empezar?


Texto 7:

No ahogues tu alma. No la sofoques. Dejála libre, sin ataduras. Dejála salir, respirar y estirarse. Que se desperece después de tanto sueño y letargo, luego de tanta quietud e inmovilidad. Que esté henchida y que flamee como una bandera al viento.

Que vibre, tiembla y se estremezca. Que recupere los latidos más acelerados después del largo invierno. Que salga a la superficie para una actividad más intensa. Que salte y brinque. Que redescubra la luz, la tibieza y la placidez de la vida. Que la mirada se agudice y los sentidos internos mejoren sus percepciones e intuiciones.

Que se expanda el alma. Que respire hondo. Que se explaye y se dilate. Que abra las alas y vuele alto, lejos y profundo, en ese mar de arriba que es el cielo.  Dejála volar, subir y planear. Que flote leve y sutil. Que se mueva lentamente, que dibuje trazos en el aire, caminos invisibles.

Que se esponje el alma y se llene colmándose del agua fresca de la vida y al apretarse caiga, gota a gota, la luminosa cadena de la vida.

Luego -transfigurada de luz- el alma levante vuelo y nadie se lo impida.

Texto 8:

Espesa interioridad.

Respirar hondo y navegar hacia adentro…

Encontrar latidos y reconocer ecos.
Habitar soledades, escuchando silencios.

Mirarse a sí mismo:
Descubrirse en reverso.

Alcanzar los sueños
y dejarlos ir
para que después vuelvan de nuevo.

Reconocerse en los recuerdos
y en los paisajes que nos trae el viento.

Buscar tiempo entre los fragmentos de tiempo,
 palpando pliegues entre las espesuras del alma.

Saber, al fin, el nombre que cada uno tiene
cuando encontremos nuestro propio espejo.


E. C

 
Nadie fue ayer,
ni va hoy,
ni irá mañana
hacia Dios
por este camino
que yo voy.

Para cada hombre guarda
un rayo de luz el sol
y un camino virgen
Dios1 .


Eduardo Casas.

[1León Felipe, Versos y oraciones del caminante, Madrid 1920, Antología rota, Losada, Bs. As., 199412, 11.

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