Espiritualidad para el siglo XXI. (Tercer ciclo). Programa 7: La muerte vencida.

lunes, 18 de mayo de 2009
image_pdfimage_print

Texto 1:

El título del programa de hoy está inspirado en un texto de la Biblia tomado de las Primera Carta del Apóstol San Pablo a los Corintios que dice: “Se aniquiló la muerte para siempre. ¿Dónde está muerte tu victoria?; ¿Dónde está muerte tu aguijón?” (15,55-56).

Si se le pregunta, irónicamente, a la muerte dónde ha quedado su victoria es porque a partir de la resurrección de Jesús se la reconoce vencida y derrotada. La muerte actual es una muerte sin poder y sin eficacia. Es una muerte destronada.

En los tiempos actuales a la muerte se la ha silenciado del escenario personal o familiar. Ni siquiera en los hospitales se la puede ver a puertas abiertas. Cuando sucede, queremos disimularla, mirar para otro lado. Prácticamente ya nadie muere en sus casas o con sus familias. Todo acontece fuera del seno familiar, con lo que eso significa: Estar desprovisto, en el momento fundamental de despedida de los afectos, el hecho de no tenerlos consigo. No siempre los geriátricos, los sanatorios y las terapias intensivas dejan ver a los moribundos. Tenemos miedo de ver a la muerte cara a cara. Nos espanta cuando sus rictus se transfieren a los rasgos inertes de las personas que hemos amado. Nos da pavor su maquillaje gélido y violáceo con que pinta todos los rostros. Esa máscara inmóvil que pronto comienza a descomponerse. Ya casi nadie vela a sus difuntos en su hogar. Es como si temiésemos que la muerte quedara suspendida con la gravidez de sus fantasmas en el ambiente y que vaya, poco a poco, contaminando, de una espesa y oscura atmósfera, todo lo que nos rodea.

Mientras que en el escenario familiar y doméstico la muerte tiende a ser disimulada, en el plano social, en cambio, cada vez está más presente, lamentablemente. Basta ver por televisión y abrir las páginas de los diarios para que lugares cercanos o lejanos se esté debatiendo la vida en medio de escenarios ensangrentados: la violencia, la inseguridad, las luchas sociales, los atentados, los terrorismos, las catástrofes, las pestes y enfermedades, los accidentes fatales o simplemente el devenir de la vida pública y social de nuestros países en constantes crisis y luchas internas nos muestran las caricatura grotesca y burlesca de la muerte que danza en medio de carcajadas entre la parvas de despojos y desechos humanos.

Se oculta en la vida privada pero en la vida social queda desenmascarada. Cuando a la muerte se la esconda por un lado, ella se muestra por otro. Simplemente porque siempre está. Nunca se la puede ocultar del todo. Vivimos en un mundo caduco y en un tiempo mortal. Transitorio y fugaz es todo lo que nos pasa. Huidizo es el destino de nuestros caminos. Aunque queramos olvidarla, ella siempre se nos presenta. En general siempre aparece acabando con la vida de los otros, hasta que caemos en la conciencia de que un día, tampoco escaparemos y nos tocará a nosotros.

No hay que ser tremendistas, ni pesimistas, ni desesperanzados, ni fatalistas, ni apocalípticos pero tampoco hay que ser necio, ni desmemoriado. La muerte está: hay que aceptarla y asumirla con paz. Sin embargo, este simple ejercicio de realismo, lleva casi toda la energía de una continua gimnasia en la vida.

Hay personas que casi permanentemente tienen el sentimiento dramático de la existencia humana con su fragilidad y transitoriedad. Eso las lleva a percibir la presencia de la muerte y de todas sus formas anticipadas con las cuales inunda la vida de una manera particular. Hay, en cambio, otras personas que poco recuerdan lo caduco de nuestro devenir y se centran fundamentalmente en la vida y en el momento presente y actual, casi sin pasado y sin mañana, sólo disfrutando lo que hoy somos y tenemos entre manos. Hay gente que tiene melancolía en el alma y pareciera que en su paisaje interior siempre lloviznara. Hay otras que sienten el estallido de la vida con todo lo festivo de sus impulsos, formas y colores.

¿Vos sentís la fuerza poderosa y pujante de la corriente impetuosa de la vida o, por el contrario, hay en tu interior una continua nostalgia que te dice que siempre todo se acaba y se termina, que seamos o no conscientes, permanentemente, nos estamos despidiendo de la vida, estamos diciendo adiós a algo o a alguien?; ¿En tus fuerzas reconocés la pulsión de la vida o la pulsión de la muerte?; ¿Sentís a veces, mientras vivís la vida,  como una cierta nostalgia por la vida misma?; ¿Experimentás que la vida tiene que ser más vida, más vital, más humana, que se tiene que despertar un poco más?; ¿Sentís que somos viajeros y peregrinos, que estamos todos acompañándonos en el camino, siempre de paso?…

Texto 2:

La Biblia deja claro que la intención original del Dios Creador no era que los seres humanos padecieran la muerte. En el Antiguo Testamento se afirma que “Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo imagen de su propio ser pero la muerte entró al mundo por la envidiaba del diablo” (Sb 2,23-24). A partir de entonces la existencia humana es “como una sombra, como un correo veloz, como una nave que surca las aguas ondulantes sin que quede rastro de su travesía o como un pájaro que vuela sin dejar vestigio de su paso, con su aleteo que azota el aire leve y lo rasga con un chillido agudo, se abre camino agitando las alas y luego no queda señal alguna de su ruta o como una flecha disparada al blanco que cicatriza al instante la herida que al aire hace y no se sabe ya de su trayectoria; igual nosotros, nacemos y nos eclipsamos” (5,9-13). Sin embargo, todos llevamos un soplo incorruptible (Cf. 11,26-12,1). Ese soplo divino que aletea suavemente en las entrañas de nuestro quebradizo y caduco barro. Soplo del Espíritu en medio del barro: Tal es la existencia humana como nos enseña la Biblia.

Hay un texto del libro del Eclesiástico que describe la condición humana frágil y a menudo atormentada: “Dios ha repartido una gran fatiga y un yugo pesado a los hijos de Adán, desde que salen del vientre materno hasta que vuelven a la tierra, la madre de los vivientes. Preocupaciones, temores y la espera angustiosa del día de la muerte. Desde el que ocupa un trono elevado hasta el que se sienta en polvo y ceniza. ¡Cuánto afán, ansiedad, temor, pavor mortal, pasión y enojos! Y cuando se va a la cama a descansar, el sueño nocturno lo turba. Descansa un momento, apenas un instante y lo agitan las pesadillas. Aterrorizados por las visiones de su fantasía, como quien escapa huyendo del que lo persigue, y cuando se ve libre se despierta, descubriendo que su terror no tiene objeto. Esto sucede a todo viviente, hombres y animales. Lo que viene de la tierra vuelve a la tierra, lo que viene del cielo vuelve al cielo” (Eclo 40, 1-11). ¡Oh muerte qué amargo es tu recuerdo para el que vive tranquilo y qué dulce tu sentencia para el derrotado y sin fuerzas que tropieza y fracasa, que se queja habiendo perdido la esperanza! (41, 2-3).

Así canta la Biblia las lamentaciones de la condición humana mortal (Cf. Jb 14,1-10). En el libro denominado del Eclesiastés se afirma que “más vale el día de la muerte que el del nacimiento” (7,2); “los vivos saben que han de morir; los muertos, en cambio, no saben nada” (9,5).

En el Nuevo Testamento, el Apóstol San Pablo afirma que la muerte es la paga que nos deja el pecado (cfr. Rm 6,23). La Cruz y la Resurrección de Jesús cambian toda la perspectiva de la existencia humana. A tal punto que al final de la Biblia, en el último libro, el Apocalipsis, se anuncia la promesa final: “Dios enjugará las lágrimas de los ojos. Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor ya que lo que antes, pasó” (21,4).  El Señor es el que tiene el poder sobre la nada y el ser, la vida, la muerte y la resurrección. Él es el Dueño absoluto de toda la existencia que nos es donada.
 
La fe cristiana con su anuncio de la Resurrección de Jesús y la confesión de  la “resurrección de la carne” y la “vida eterna” para los creyentes sostiene una afirmación total y definitiva de la vida. A pesar de que muchas veces el cristianismo se ha asociado a una triste exaltación de la muerte y una visión pesimista y grave de la vida; no obstante, en esencia está más cerca del “Dios de la vida que de los muertos”. Para el cristianismo el sepulcro está vacío, aunque para algunos cristianos pareciera que aún la piedra de la tumba estuviera puesta. No está mal acordarnos, de vez en cuando, que Jesús ha resucitado.

Hay muchos que dicen “todo tiene solución, menos la muerte”. Para los que creen que Jesús murió y resucitó la muerte también tiene solución. La Redención ha sido el modo de “solucionar” la muerte por parte de Dios. La resurrección es la solución definitiva de la muerte.

En los Evangelios hay dos textos en que Jesús muestra, aún antes de su propia resurrección, lo que es, de algún modo, un cierto anticipo de la misma. En el relato de la niña muerta de doce años, hija de un jefe de la sinagoga judía es el Señor que le ordena: “Niña, levántate” (cfr. Lc 8,40-56). Ni siquiera la muerte es sorda ante el imperio de la Palabra de Dios. La muerte es activa: escucha la orden del Señor de la Vida.

También se encuentra el relato de la muerte del amigo de Jesús, Lázaro. La descomposición en él ya venía avanzada. El Señor le da a su amigo muerto un mandato: “Lázaro, sal fuera” (cfr. Jn 11,11-44). Previamente Jesús se había conmovido y llorado. Alguno podría preguntarse por qué lloró Jesús si sabía que lo iba a resucitar. Lloró porque su amigo verdaderamente estaba muerto y porque Él no tenía obligación alguna de resucitarlo. De allí que Jesús ora al Padre para encomendarse al milagro. Jesús no resucita a los muertos según su antojo o porque sea su amigo. El mismo dice que este milagro será un signo para la gloria de Dios.

Tanto la niña como el joven Lázaro, ambos muertos, se levantan al escuchar la voz de la Vida que atraviesa toda la impenetrabilidad de la muerte ya sellada. Ante Jesús, la muerte se levanta y se yergue. La muerte le obedece como una muerte vencida, como una muerte esclava y dominada. Sólo Él es el Señor.

¿En tu vida amanece la resurrección o, en cambio, experimentás que el sentimiento opaco y nublado de la muerte ciega el sentido de la existencia?; ¿para vos la esperanza en la resurrección no es una “solución”, una verdadera salida al enigma de la muerte?

Tema musical: Celeste Carballo- El dueño del cielo azul. CD Mi voz renacerá. 1983.
Tema de fondo: Secret Garden. Track 2.

Texto 3:

En la Biblia, el libro llamado del Cantar de los Cantares exclama: “Grábame como un sello en tu brazo, como un tatuaje sobre tu corazón porque el amor es fuerte como la muerte” (8,6). Pareciera que las dos fuerzas antagónicas de la existencia que se debaten en las profundidades del corazón humano se dan cita para medir sus potencias: El amor y la muerte. El amor comunica vida, comunión y presencia; la muerte separación, lejanía, distancia y ausencia. Uno otorga la luz; la otra, oscuridad. Ambas fuerzas son potentes, poderosas y pujantes. Ambas continuamente se debaten. Lo que uno construye, la otra desune y deshace. Sin embargo, la Palabra de Dios nos dice que “el amor es fuerte” tan fuerte como la misma muerte. El amor es una fuerza poderosa, imbatible, irresistible,  invisible y secreta. Todo lo cimienta y lo sostiene. Es la pujanza que mantiene el universo, el equilibrio que lo hace mover, la ley que todo lo rige.

El Antiguo Testamento dice que el “el amor es fuerte como la muerte”; el Nuevo Testamento en cambio, con la presencia del Resucitado puede afirmar que el “el amor es más fuerte que la muerte”. El “amor hasta el fin” de Jesús (Jn 13,1) ha revertido la fuerza disolvente de la muerte en la fuerza aglutinante del amor. Lo que estaba separado se une. Lo que estaba alejado, se acerca. Lo que permanecía ausente se hace presente.

Cuando el amor de Dios probó la muerte humana hizo que la muerte se debilitará. Ahora el amor es más fuerte. No hay límite, ni obstáculo alguno. No hay separación, ni distancia posible. El Apóstol San Pablo lo ha dicho como ninguno: “¿Quién podrá separarnos del amor de Jesús: las dificultades, las angustias, las persecuciones, el hambre, la desnudez, los peligros, las armas? Todo eso lo superamos de sobra gracias a Él que nos amó. Estoy convencido de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni las potestades celestiales, ni lo presente, ni lo futuro, ni los poderes, ni las alturas, ni los abismos, ni ninguna otra creatura alguna podrá privarnos nunca del amor de Dios revelado en Cristo Jesús”  (Rm 8, 35-39).

En el amor, la muerte no es menos milagrosa que la vida. Forman parte de un mismo prodigio porque la muerte es uno de los nombres que tienen las continuas transformaciones de la existencia en su variado devenir. Nacer es transformarse. Vivir es transformarse. Morir es transformarse nuevamente. No hay que tenerle miedo a la muerte. Se teme a lo que se desconoce. Sin embargo, la muerte –a lo largo de la vida- es lo que más conocemos. Son tantas las anticipaciones de la muertes con sus agonías que la última muerte, la que ya está vencida, nos guardará realmente una verdadera sorpresa porque las otras muertes que se van adelantado, ya las conocemos. En verdad, conocemos más la muerte que la vida. La verdadera vida no es ésta que caduca y mortalmente llevamos, transitoria, pasajera y fugaz, sino que la vida verdadera es la que esperamos, la que aún no conocemos, la que está del “otro lado”.

La vida es la verdadera “desconocida” para nosotros. Esta vida que nos toca y que llevamos, no es la más plena, ni la definitiva. Hay una última vida que esperamos. Le tememos, en realidad, a la vida porque es a ella a quien más desconocemos. No le tememos a la muerte. Nos da miedo, en verdad, la vida.

Cuando arribemos a la otra orilla, cuando lleguemos a esa playa dorada del mar que no termina, con la muerte vacía y hueca por dentro, sentiremos por primera vez la intensa inundación de la vida. No de la vida que vuelve, como las mareas que alejan y retornan al compás de las horas del día, sino la vida verdadera que, por vez primera, nos colma de una suave e inextinguible dicha. La vida que empieza y que comienza, aunque la existencia prosiga. Se ha transformado y lo que antes nos parecía vida, nos parecerá entonces sólo una semejanza y una imitación.

En esa experiencia real e intensamente vital no estaremos solos. Con la muerte habrá comenzado el re-encuentro. El alma está entretejida con las fibras de los afectos. Aquellos que nos precedieron y que nos esperaron, volverán a vernos. ¡Qué hermoso consuelo el de la fe en la vida más allá de muerte misma! Los nombres, los rostros, los rastros y las vidas queridas estarán allí. Nuestra vida eterna será la vida de nuestros amores. Sólo así el amor de Dios será amor de comunión. Dios será el punto de re-encuentro de todos los afectos purificados y embellecidos, sanados y plenificados, curados y transfigurados. La vida será el cielo y el cielo será la fiesta del re-encuentro. Mientras tanto arde en el alma el dulce deseo. Nada trajimos, nada llevamos, sólo con nosotros lo que deseamos, lo que llevamos dentro. Sólo eso.

Texto 4:

Todos, tarde o temprano, cada uno en su hora, inexorablemente vamos a morir. La cuestión no es que vamos a morir sino cómo vamos a morir. Ahí está la diferencia. No en el qué sino en el cómo. La muerte no es ni diplomática, ni demagógica. Hay una muerte para todos. No efectúa muchos trámites, entra, se presenta, toma lo suyo y se va. La muerte es democrática y niveladora. Es para todos, ella es más bien simple, no hace diferencias de ningún tipo. También generalmente pensamos que la muerte es el punto final de la vida, aquello que lo clausura todo. Lo que adviene al final. Sin embargo, la muerte está presente mucho antes. Se pone diversas máscaras y disfraces disimulando su patético rostro que no siempre nos atrevemos a ver. Desde el primer instante, la vida se afirma como mortal, caduca y temporal. En la medida en que vivimos, de algún modo –también- estamos muriendo. La muerte no es lo contrario a la vida sino su misterioso complemento. No es lo opuesto, ni lo excluyente. La vida y la muerte conforman la única trenza de la existencia con todos sus nudos. Es simultáneamente vida y muerte a la vez. No es que una esté primero y otra después. Las dos se muestran a la vez. Vida y muerte son las dos caras de una misma existencia. La muerte no es lo que está al último. Es lo que está al comienzo, desde el principio, bailando y meándose al ritmo de la vida.

La Pascua de Jesús ha asumido esta constitución de la  existencia humana y la ha transformado. La muerte que pesaba sobre la vida de una manera gravitacional, tirándola hacia abajo, clausurándola a Dios, a partir de la Pascua se revierte siendo la vida la que gravita sobre la muerte, vaciándola, dejándola deshabitada y desierta, desolada y desocupada, ahuecada y desinflada, sin eficacia y sin poder. Los que morimos ahora, no morimos para siempre. Antes de la redención de Jesús la muerte era eterna. Ahora, la muerte se ha separado de la eternidad para siempre. Es una muerte que no perdura, ni se establece. Sólo es un “paso”. Por la Pascua de Jesús, la muerte ha quedado reducida a un paso. A un solo paso. Sólo es un umbral.

    La muerte se ha ahogado en ese solo grito lacerante y final que lanzó Jesús al morir. La Palabra de Dios gritó hasta desgarrarse y rasgarlo todo. En el grito de Jesús se concentraron todos los gritos humanos, el alarido despedazado de todas las muertes e impotencias humanas. En ese rugido se dejaban escuchar el aullido de todos los infiernos humanos. Todo el peso de los condenados no sólo estaba sobre los hombros de la Cruz sino también surgía -desde adentro- en el grito de Dios al partirse la muerte en dos.

    El Hijo de Dios se encarnó para probar, desde adentro, la muerte misma. Jesús fue la muerte de la misma muerte. Le dio definitivamente fin. A partir de él, nuestra muerte, la que nos toca en este mundo, es una muerte vencida. Una muerte que ya probó su propia muerte, desnuda y despojada. Una muerte sin maquillaje. Una máscara vacía y vaciada.

    Jesús con su muerte entró en la muerte misma para desarmarla, desde adentro. No como alguien ajeno sino quien la ha probado. Dios recibió de los hombres la herencia de la muerte humana. Tomó esa miserable herencia y la transformó. Al morir nos desató. Nos liberó definitivamente.

    Cuando nos toque la muerte, será sólo un paso. Del otro lado, a la muerte la encontraremos vacía. No habrá continuidad de muerte sino de vida. La muerte se habrá vaciado. Será la vida la que estará en todos sus resquicios.

    Los cristianos rezamos muy a menudo una sencilla, hermosa y poderosa oración que lleva el anhelo de que en la hora de la muerte, haya una presencia fiel, sigilosa, acompañante y asistente para nuestro último tránsito. María, la que estuvo al pie de la Cruz de su moribundo Hijo, también estará junto a nosotros dándonos la confianza y la paz para ése, nuestro último respiro sobre el mundo. Ella vendrá a la cita, aguardará y nos estará esperando, abriéndonos caminos y puertas, llevándonos hasta la presencia de Dios, presentando nuestra vida y nuestra entrega con sus propias manos. Ella está esperando. Ella estará siempre, “ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén”.

Texto 5:

La agonía es como el anticipo de la muerte mientras aún hay vida. Hay muchos tipos de agonía. Largas o breves, conscientes o en estado de inconsciencia, dolorosas o llenas de calma. Este estado también el mismo Jesús lo padeció, en el huerto de los Olivos y en la misma Cruz. Es alentador pensar que Él ha pasado por ese tránsito. Es consolador no sentirnos solos. Acompañados por Él y por quienes nos son cercanos. No todas las muertes tienen agonías. Cuando existen, son el tiempo final de preparación en la oración y en la gracia para el encuentro definitivo que se avecina. A veces es como la lucha y la batalla final de la vida y aunque pareciera que la muerte va ganando porque, de todos modos, tarde o temprano ella prevalecerá, sin embargo, la fe nos enseña que es una muerte derrotada y vencida, una muerte que está dando sus últimos manotazos, que ya está perdida y se está ahogando. Aunque pareciera ganar, en verdad, está perdiendo. Es ella la que está dejando de respirar.    

 Nosotros no esperamos la muerte, esperamos la vida. La muerte se recibe, pero es la vida a la cual se espera y anhela. Creemos que la muerte un día morirá. Ella misma desaparecerá. Probará su propia muerte. Habrá una muerte para la muerte misma. Dejará de existir para siempre. La muerte quedará inflamaba de vida. Tanto de la vida propia como la vida de los otros, los que nos fueron queridos. Mientras tanto, la muerte se va colmando de nombres y de historias:


Muerte habitada.

La muerte está poblada.
En ella existe una innumerable muchedumbre,
 imposible de contar.

Los tiempos han ido trayendo, sin interrupción,
los rastros de todos los pasos.

La memoria y las historias,
los recuerdos y vestigios,
los nombres y los amores,
Todo guarda aquí su registro.

Todos los senderos humanos desembocan sus pasos.
Siempre nos vamos aproximando más.

Todos nos vamos encontrando en el mismo punto,
y en la misma cita,
cara a cara.

La muerte no es soledad: Está siempre habitada.
Hay rostros conocidos y otros que nunca he visto.

La vida es un viaje y la muerte también lo es.
Ambas son la misma peregrinación.
En ninguna hay descanso, ni se detienen los pasos.

La muerte es la puerta de otro camino, la bisagra y el umbral, el puente.
La misma vida me ha traído hasta aquí.

La muerte no hace diferencias.
Aquí somos todos iguales.
Ése es su don:
Ella posee una sabia ceguera.

E. C

Texto 6:

La muerte de aquellos que nos son cercanos en la proximidad física o en el afecto siempre nos impacta. Nos deja en un transitorio shock que nos sume en silencio y en un cierto estado de irrealidad e indefensión. Nos cuesta conectarnos con lo exterior. Nos sentimos aturdidos. No lo podemos creer. Repasamos mentalmente los momentos vividos con quien se fue, los recuerdos, las anécdotas compartidas, las imágenes que tenemos, la última fecha en que nos vimos, las palabras que se dijeron. La pesada y plomiza atmósfera de la muerte se estaciona y se estanca, flotando densa sobre nosotros y nuestras cosas. Todo lo roza y lo empaña. Nos vuelve a intranquilizar la oscuridad con sus gritos de sombras mudas y hasta no queremos cerrar los ojos, en el cansancio del sueño, porque se nos vienen imágenes que turban e inquietan.

En nuestras prácticas cristianas generalmente velamos a nuestros difuntos. Hay algunos que prefieren no hacerlo. No hay ninguna prescripción religiosa al respecto. El velatorio no es principalmente un acontecimiento social sino un acto íntimo y familiar de respeto, cariño y devoción para despedir a nuestros seres queridos. Es un acto en el cual el silencio y la oración nos permiten apropiarnos del hecho movilizador de la muerte. Es un momento personal y familiar en que se decanta la vida entera de quien despedimos y le damos nuestra última compañía en esta tierra, mientras lo encomendamos a Dios. Luego viene la sepultura, que es el momento más duro, porque representa la despedida dentro de la despedida misma que es la muerte en sí. Es ver por última vez, en esta tierra, a quien hemos querido y despedirnos hasta el encuentro definitivo del cielo. Si la muerte -ya en sí misma es una dolorosa e inevitable despedida- la sepultura pone mayor énfasis e intensidad. Cuando la sepultura se hace en tierra, el simbolismo de haber salido de la tierra y regresar hacia la tierra, como polvo y ceniza, se manifiesta aún más patente. Nos hacemos uno con la tierra y -en sus entrañas- nos convertimos en humus y fecundidad para nuevos ciclos de la vida. La posición horizontal es la de muerte, la que se asemeja a la posición que adoptamos en el sueño, el pariente cercano de la muerte, esa interrupción conciente y necesaria de la vida que tenemos cada día. La posición vertical y erguida, en cambio, es la postura que expresa mejor el dinamismo y el camino que hay que emprender en la vida. Es también la actitud física de la resurrección.

La fe cristiana también permite la cremación, la cual no libra de la natural descomposición que realiza la muerte en el cadáver sino que permite que se acelere el proceso abreviando el tiempo. Lo que haría el paso lento del lento -volvernos cenizas- lo hace más rápidamente la intervención humana. La cremación también tiene un duro simbolismo que nos hace acordar al miércoles de ceniza con el que se inicia el tiempo purificador y penitente de la cuaresma recordando que somos polvo y que al polvo volveremos.
 
Cualquiera sea la forma que se adopte para el cumplimiento de los requisitos sociales y religiosos de la despedida final de nuestros queridos difuntos, lo cierto es que nadie, nunca, está suficientemente preparado para la muerte de los seres amados. El amor se resiste a la muerte.

    Para los que sobrevivimos a la muerte de los seres queridos nos toca una herencia de recuerdos, de nostalgias, de aromas que nos vienen y visitan, de atesorar las mejores imágenes y palabras. La vida se nos impone en su curso hacia delante y todo se mueve hacia el futuro. Un día no quedan más lágrimas por verter y dejamos de preguntarnos qué vamos a ser. Entonces, con las fuerzas que nos quedan, la esperanza nos alcanza para mirar hacia arriba y soñar con el re-encuentro. Sabemos que quien se fue está en un amor más grande que nuestro amor y el suyo juntos, en un corazón más grande que nuestro corazón y en una vida más grande que la nuestra. Hay una mano que nos acerca y, a veces, me deja sentir su caricia. Sabemos que está bien. Se nos llena de paz el alma. Lo compartido antes, ahora se ha convertido en nuestro tesoro. Un cofre invalorable que abrimos cada vez que pronunciamos su nombre y está a nuestro lado, acompañándonos.

Haz pintado en el cielo un arco iris para que sea mi puente hasta vos. Mis lágrimas se han cristalizado en perlas, diamantes y soles que te regalo por toda la eternidad. Ya no hay más lágrimas. Se han convertido todas en un ramillete de luminosas esperanzas.

La muerte es la última desnudez del propio ser. Cuando nos enfrentamos a ella quedamos sin revestimientos, sin ropajes, sin disfraces, sin máscaras y sin maquillajes. En el despojo de la muerte nos quedamos sólo con nosotros mismos, tal cual somos frente a nuestra conciencia y frente a Dios. La muerte es el último espejo, el más exacto, el más verdadero y también -a veces- el más despiadado. Nos hace vernos tal cual somos. Sin engaños, ni mentiras, ni excusas, ni justificaciones. La muerte nos desnuda de todo y de todos, nos hace quedarnos sólo con nosotros mismos. No podemos atajar, ni retrasar la muerte. A veces, ni siquiera podemos prepararnos adecuadamente. La mejor preparación a la muerte propia o ajena es una vida intensa.

No hay que esperar a la muerte, de cualquier modo llega. En tanto vamos probándonos sus máscaras y disfraces una y otra vez. Repetidas veces nos deja en el alma su sabor amargo y nos dice otra vez lo presente que está, aunque no la soportemos ver. Nos quedamos despedazados cuando ella aparece con su rasguño y después tenemos que empezar, con las fuerzas que nos quedan, a reanudar la marcha.

Roturas y remiendos.

Recoger los fragmentos,
juntar los pedazos rotos.

Bendecir cada vacío,
tocar las huellas de lo invisible.

Nombrar todos los silencios,
besar todas las heridas.

Elegir las soledades
y vivir con los despojos.

Llegar a las despedidas,
colmando los encuentros.

Ir de nuevo a cada esperanza
con las manos vacías,
sintiendo que los miedos
sólo son vapores del alma.

Todas las muertes, mueren algún día…

A veces se detiene el tiempo
sólo para que la vida prosiga…

E. C

No le digas.

No le digas a la muerte
Lo que te queda de vida.

Todo lo traga.
Todo lo lastima.

Regálale al silencio
la dulce promesa
de que también la muerte se sentirá un día
un poco más viva.

E. C

Estás en “Espiritualidad para el siglo XXI”, una búsqueda de la fe por los caminos de la existencia humana. En este séptimo programa del tercer ciclo estamos tratando el tema de la muerte desde la perspectiva de la esperanza cristiana. El programa de hoy se llama “la muerte vencida” y continuamos así…

Texto 7:

Hay un día en que a la muerte le permiten que nos elija. Ella entonces toma nuestra forma y peso, nuestra estatura y tamaño, nuestra figura y color. Se reviste de nosotros. Se cubre con nuestra piel. Cierra con nosotros los ojos. Deja caer las manos. Detiene nuestra percepción y palpitar, nuestra respiración y latidos. Interrumpe nuestros recuerdos y sensaciones. Abre la puerta para que escape un suspiro y tal vez un alivio. Nos desprende suavemente el alma. La hace flotar, mecer y viajar.

Hay un día en que ella se mete en cada resquicio, en cada grieta. Va por las venas y por las heridas. Toma nuestras facciones, nuestros rasgos y los convierte en rictus. Se pone nuestra cara como si fuera su propia máscara. No soporta verse sola y desnuda. Siempre se reviste de rostros y cuerpos ajenos, que le son prestados para que los visite sólo por un momento.

Hay un día en la muerte se pone nuestra ropa y detiene nuestro reloj y nuestro tiempo. Todo lo torna de otro color y le da otra tersura y temperatura. Se queda con nuestros anhelos y esperanzas.

Hay un día en que la muerte nos abraza fuerte y no nos suelta, ni nos deja. Duerme con nosotros un largo sueño. Nos aquieta en su regazo y nos regala descanso. No toma nada de nosotros, excepto lo que somos. Nada más le interesa. Todo lo otro, lo deja.

Hay un día en que la muerte, muere con nosotros.
Hay un día en que la muerte nos promete todo: Nos promete a Dios.


Entrega.

Transité día a día el tiempo que me has dado.
Viví intensamente, uno a uno, cada amanecer y sus ocasos.

Maduraron en mí
la memoria y el olvido,
el tiempo y el destiempo,
la juventud y su vejez.

Todo pasó por una misma carne,
entre sus venas y su sangre.
Todo transcurrió por una misma alma,
entre sus sueños y sus alas.

Te busqué y me encontraste.
Te perdí y me buscaste.

Todo está aquí:
entre mis manos y mi corazón.

Ahora todo es tuyo.
E. C

Texto 8:

    Hay un día que cada uno de nosotros no lo podrá vivir entero. Hay un día en que se para súbitamente todo y el mundo se detiene. Hay un día en que sólo estaremos dedicados a morir. La muerte cristiana aunque tenga su dolor y su inevitable tristeza, está rebosante de serena esperanza: el camino prosigue. Hay que aceptar nuestra muerte y la de los otros, especialmente la de los seres que amamos. Un día nos re-encontraremos. El abrazo será infinito, la presencia será eterna ya nunca más se interrumpirá. Se habrán acabado las ausencias, las lejanías y las distancias. Hay que reconciliarse con la muerte. San Francisco de Asís que encontraba una razón de fraternidad en todas las cosas, la llamaba dulcemente: “hermana muerte”. Después de todo ella nos ha acompañado siempre, a estado a nuestro lado incluso aunque no la hayamos visto o la hayamos querido ver. No hay que sentirla extraña, ella puede ser también nuestra compañía y nuestra hermana. Será nuestra última compañía. En esa cita a la cual nos convocan a todos los vivientes en su hora estará ella, nosotros y Dios. Que la hermana muerte y la hermana esperanza nos traigan en ese instante la visita de la hermana gracia y de la hermana paz.

    Hay quienes los momentos importantes los quieren vivir plenamente, con total libertad y conciencia, experimentándolos intensamente. Ése será uno de esos momentos, el último momento que el tiempo nos dispensará para recibir la gracia final. En ese instante, en el que estaremos siempre solos, aunque tal vez haya alguien con nosotros ojalá podamos escuchar de la boca de Jesús el regalo que se le concedió al ladrón arrepentido que estaba crucificado junto al Señor: “Hoy te aseguro que estará conmigo en el Paraíso” (Lc 23, 42-43). Hay que vivir la propia muerte. Aunque parezca una paradoja: hay que vivir intensamente la propia muerte. Hay que ejercer ese último acto de suprema libertad humana para entregarle a Dios la vida entera en sus manos. Esa vida que siendo nuestra nos fue dada por un tiempo para ser vivida. Devolver la vida y el tiempo administrado, y con ellos devolverlo todo, hasta devolvernos a nosotros mismos a Dios, nuestro Hacedor. Devolvernos todo en Dios: eso es morir. La última y más consumada devolución. Si toda la existencia fue don y gratuidad; la muerte es devolución.

    Devolver aquello que nunca fue nuestro y que sin embargo lo vivimos y lo experimentamos a pleno: nuestro propio ser y con él, todo lo dado. Después de todo, más allá de la forma personal que tenga cada muerte, pasado el umbral, se abrirán las puertas y veremos la forma de la esperanza que tuvimos, el horizonte nuevo de una nueva luz. Pasados todos los temores y zozobras, todas las incertidumbres y ansiedades,  la sorpresa será placentera y hermosa, colmada de paz y de la tibia suavidad de una caricia infinita de la misericordia. En ese susurro escucharemos decir nuestro nombre. Que Dios nos permita nuestra última libertad en paz: ¡Bienvenida hermana muerte!;  ¡Bendita seas por siempre!…

Texto 9:

Oración de una muerte vivida.

Señor Jesús, tu has nacido, has crecido, has vivido, has amado, has sufrido y has muerto.
Todo lo humano lo hiciste como Dios. Todo lo divino lo hiciste como hombre.
También tu muerte: dolorida por fuera y por dentro.

Toda nuestra vida ha sido pensada por tu amor creador.
Todas y cada una de sus variadas circunstancias han sido queridas y cuidadas por tu providencia.
Para cada vida ha habido un designio y un tiempo medido.
Cada vida ha sido de tu parte una promesa.
Al pensar con amor cada vida
Has pensando y has elegido con amor también una muerte.
Una muerte para cada vida.
Allí conoceremos las dos caras de tu amor.
Cuando vivamos nuestra muerte
Recibiremos el último encargo de tu amor.
Será ése nuestro último encuentro en el tiempo.
Será ese también nuestro primer encuentro eterno.

Señor, estoy cruzando el umbral…
Extiendo mi mano como un ciego y
La tibieza diáfana de tu suavidad me llena de paz.
Mi silencio asombrado es el único homenaje de mis pobres palabras calladas.
Lágrimas de amor son mi bautismo.
Lejano el eco del dolor, el cual es sólo olvido.

Nos reconocemos en una mirada que es abrazo.
No hay peso. Ni siquiera el de mis pecados.
Tu amor y tu misericordia y tu ternura son las llaves de mi arrepentimiento.

Este encuentro está colmado de dones nuevos.
Los dones antiguos son confirmados y tienen nuevos brillos.

Siento la presencia de los afectos que me han sido tan queridos.
¡Un cielo de amor para todos los míos!
¡Todos al fin unidos!

El manto de tu Madre me envuelve como alas de luz.
Recuerdo lo que dice el “Ave María”: “Ahora y en la hora de nuestra muerte”.
Me parece un sueño que ya haya llegado ese momento.
Gracias por tanta misericordia.
Tu amor desborda.
Señor ¿es esto lo que los hombres llamamos “muerte”?

Desde este otro lado,
esta vida que se ensancha y se ahonda como el mar
está más cercana a la resurrección que a la muerte.

Gracias Señor por la muerte que tu amor pensó para mí.
Amén.