Espiritualidad para el siglo XXI (Tercer ciclo). Programa 9: La libertad y la ética.

lunes, 1 de junio de 2009
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Texto 1:

Para muchos cristianos fe, religión y moral es todo lo mismo. Si bien estas realidades están íntimamente vinculadas; no obstante, hay matices y diferencias entre ellas. No son lo mismo. La fe es el don que Dios nos da para creer; la religión es la práctica de ciertos aspectos que se han instituido y convencionalizados para la vivencia de  una determinada fe (sacramentos, preceptos, dogmas,  celebraciones litúrgicas, etc.); la moral, por último, es la coherencia de vida asumiendo los  valores que se desprenden de dicha fe. Dicho en pocas palabras: la fe es el don; la religión es la práctica y la moral es la coherencia entre el creer, el practicar y el vivir.

Incluso algunos a este último aspecto –la moral- también lo asimilan sin más a la ética. Hay quienes los utilizan como sinónimos a moral y ética y hay quienes hacen ciertas distinciones marcando la diferencia que hay entre lo general y lo particular: Moral sería el mundo de los valores en general y ética, el mundo de los valores ya más personalizado o sectorizado. De hecho se emplea mucho en la actualidad hablar de una ética de una determinada empresa o sector, haciendo de la ética algo más aplicado y restringido a un ámbito en particular: una ética profesional, una ética empresarial, una ética del estado, etc.

Se podrían hacer más finos análisis sobre estas realidades pero no quiero abundar sobre eso. Lo cierto es que por debajo de todas las estas distinciones –fe, religión, moral, ética- estamos suponiendo una condición esencial de la persona humana que las vive: La libertad.

Sin libertad, no hay fe, ni religión, ni moral, ni ética posible. Todas estas realidades suponen la libertad. Tanto la suponen que -a menudo- casi ni la nombramos. Sin embargo, ella es el sostén de todo.

La mirada moral no puede ser lo primero que tenga un cristiano en su observación de la realidad y de las cosas. Generalmente preguntamos primero si algo está bien o está mal. Para llegar a esa respuesta, se requiere de un cierto análisis que llamamos discernimiento, el cual -en primera instancia- no formula la pregunta moral cuanto el interrogante espiritual acerca de la voluntad de Dios y particularmente de la voluntad de Dios para con nosotros, aquí y ahora. En ese discernimiento, luego cabe la pregunta acerca de lo conveniente: si es para mí  bueno, menos bueno, inconveniente o malo una determinada elección y sus consecuencias. No todas las cosas buenas son para todos. La cuestión moral, por lo tanto, está dentro de la pregunta del discernimiento. No es la que inicia el proceso sino la que lo culmina. La pregunta moral se enriquece si se hace todo el camino.  De lo contrario, sólo es una actitud moralizante que infantiliza y no tiene en cuenta la libertad y la madurez de la persona al indicarle lo que debe hacer y elegir. Se reduce todo a consejos para una “receta moral”, un “código de buena conducta”, un “certificado de buena persona”, una “moralina” y una “moraleja”.

Hay cristianos que creen que el cristianismo es sólo una moral y se pierden todo lo demás. El cristianismo -en primer lugar- es un don y una gracia, una fe y una religión, una mística y una espiritualidad, una experiencia y un estilo de vida, un camino integral.

¿Vos cómo vivís tu fe desde la libertad?; ¿Las prácticas religiosas te permiten una mayor y mejor libertad o te clausuran, te sofocan y aprisionan?; ¿Los valores de tus cimientos morales y éticos te sirven para ser más responsablemente libre o para sentirte más encorsetado, restringido y achicado, más condicionado en tus movimientos?; ¿Cómo sentís tu propia libertad, con alas o con cadenas?

Texto 2:

En la actualidad el cristianismo del siglo XXI se debate moviéndose en la transición de dos modelos de moral y ética. En el presente se intenta menos perfeccionismo y más realismo, una mirada menos idealista de la realidad y menos idealizante de la persona para llegar a una perspectiva más humana de la realidad y más humanizante de la persona. Estamos pasando de un esquema de “ética del deber ser” a una “ética de la posibilidad de ser”.

La ética del “deber ser” pone la mirada en el ideal a alcanzar; contempla el horizonte como una meta a la cual  llegar; remarca el imperativo de un mandato exterior, acentuando la norma y la conducta, priorizando la obligación y la responsabilidad. Busca  perfección cristiana desde “el deber de estado”, la obligación propia de lo que cada uno ha elegido ser.

Con esta ética a menudo se cae en una exigencia desmesurada de perfeccionismo y hasta de fundamentalismo. Su principio de base se expresa así: “Serás lo que debas ser”. Primero está la ley, la norma, el imperativo, el ideal a alcanzar y luego la persona y sus posibilidades reales. La exageración de esta tendencia es lo que en los tiempos de Jesús se llamó “fariseísmo”: El cumplimiento de la sola letra de  la Ley y su estricta observancia. Se prioriza el aspecto extrínseco y objetivo de la ley. Cuando esto se exacerba demasiado este aspecto no se es libre sino que se termina siendo esclavo, sometido a la letra y a su cumplimiento material.

La ética de “la posibilidad de ser”, en cambio, es la otra mirada y acentúa – a distinción del mero “deber ser”- la potencialidad y las capacidades que se encuentran contenidas y concentradas en la realidad, sobretodo de las personas que son las que pueden crecer y madurar, ejerciendo su libertad.

La ética de la “posibilidad de ser” contempla el crecimiento paulatino con cada paso, subraya la internalización de un valor,  teniendo más en cuenta la actitud y la coherencia de la persona que intenta vivir ese valor y  enfatiza -no tanto el imperativo del mandato exterior- cuanto el sentido interior que tiene un determinado valor y su opción.

La “ética del deber ser” se define por la objetividad del valor, la fuerza ideal que se traduce en un  mandado externo, la norma y la responsabilidad de la conducta y sus respectivas obligaciones. En cambio, la “ética de la posibilidad” se centra en los alcances de una determinada realidad y en la elaboración interior que las personas pueden hacen de tal realidad, se remarcan las actitudes que ayudan a asumir la existencia como un proyecto de vida y el sentido profundo de las opciones fundamentales en ese proyecto. Toda ética va en busca de una mayor y más plena libertad. Sin ella no hay ética posible.

La “ética del deber ser” se fundamenta en normas externas de conductas a modo de mandato y con una fuerte interpelación a la responsabilidad y la exigencia personal. Por el contrario, la ética de la “posibilidad de ser” es aquella que se funda no en normas extrínsecas de perfección sino en las  potencialidades intrínsecas de crecimiento de cada persona y de cada realidad. Se sostiene a partir de una concepción dinámica de las prioridades de cada persona, fomentando valores y actitudes que alimentan el sentido de la existencia a partir del propio proyecto de vida con sus opciones fundamentales.

Estas dos miradas éticas no son antagónicas, ni excluyentes. Cada una tiene sus aspectos positivos y sus límites. En la actualidad, las búsquedas de las tendencias éticas simpatizan más con una concepción de la “ética de la posibilidad de ser” en la que la persona crezca asumiendo valores y actitudes que posibiliten opciones para un proyecto que de sentido a su vida. La concepción de la “ética del deber ser”  -que tanto fue implementada y que aún se sigue usando- ha mostrado ciertas fisuras.

La “ética del deber ser” se expresa en el principio “serás lo que debas ser o sino no serás nada”; la “ética de la posibilidad de ser” se sostiene –en cambio- en el postulado “elige lo mejor de aquello que puedas llegar a ser o sino no llegarás a nada”. El “serás lo que debas ser” exhorta desde una orden y un imperativo que viene desde afuera, desde lo externo a la persona y se expresa en un principio, en un valor o en una norma. El principio “elige lo mejor de aquello que puedas llegar a ser” implica una elección personal, optando por lo más rico de nuestro potencial,  alcanzando nuestra estatura más madura, no buscando un ideal lejano y externo sino tomando la posibilidad más real y próxima, la que está dentro de nosotros mismos. El alcance y las fuerzas están dados desde el propio interior. Esto no implica un voluntarismo sino un despliegue de las propias capacidades. El impulso no está fuera, en un horizonte a alcanzar, en un modelo a seguir o en un valor a conquistar arduamente.

Mientras que la “ética del deber ser” impulsa el camino desde afuera, poniendo la meta en el ideal al alcanzar, ocurre muchas veces que las personas se sienten frustradas porque en la medida en que más se acercan al horizonte de ese ideal, más lejos se posiciona. Siempre el ideal es una meta a conseguir que nunca se alcanza suficientemente. La “ética de la posibilidad de ser”, en cambio, no presenta ideales externos sino alcances internos. No hay que poner la mirada afuera sino adentro. La potencialidad y la riqueza personal son el tesoro para conseguir la mejor versión de sí mismo.

Después de todo, la ética es eso: Dar con la mejor versión de sí mismo. Descubrir la propia riqueza, fomentarla y ser fiel a ella, expresando en ello la fidelidad a Dios. La “Parábola de los talentos” que está en el Evangelio nos revela algo de este secreto. Las posibilidades de ser son las que se encuentran en nuestra persona, las podamos sacar de nosotros mismos. Crecemos no cuando  alcanzamos un ideal exterior a nosotros sino cuando nos conectamos interiormente con lo mejor de nosotros. No hay que alcanzar fatigosamente el ideal que siempre está más lejos y más arriba de nuestro alcance sino que hay que extraer lo mejor de nuestra realidad siendo fiel a lo más rico de cada uno y de sus propios valores, los cuales no son sólo los éticos sino además los estéticos, religiosos, culturales, sociales, etc. En todos estos valores se expresa, aunque sea de manera imperfecta, una pequeña libertad que tiene vocación de crecimiento, desplegando sus potencialidades.

Texto 3:

Jesús está más próximo a una “ética de la posibilidad de ser” que la del “deber ser”. Su Mandato    -su Mandamiento de amor- no es un imperativo, ni una orden. No lo hace al amor obligatorio, no lo convierte en un código. El amor se alimenta de la libertad, de lo contrario es una dependencia o un sometiendo. El Mandamiento de Jesús no es un yugo pesado. Jesús se quiso diferenciar de los rabinos y Maestros de la Ley ya que el cumplimiento perfeccionista, aunque sea la ley de Dios, no salva sin el amor. A Jesús no le importaban los méritos personales sino la disposición  y apertura a la gracia. No importa quiénes somos ante Dios, lo que cuenta es si nos abrimos o no a Él. Este mensaje también está muy claro en las Cartas de San Pablo, en donde la Ley queda supeditada en un segundo plano. Primero está la gracia. 

Ciertamente, tanto la “ética del deber ser” como la de la “ética de la posibilidad de ser”, cada una tiene sus ventajas y sus límites. En la “ética del deber ser” no hay exagerar el perfeccionismo, el cumplimiento por el cumplimiento mismo, la objetividad de los hechos sin tener en cuenta la persona, el fundamentalismo de la ley, el creer que uno se justifica por las buenas obras, como si ser bueno fuera una contabilidad de méritos propios. Eso lo único que hace es exacerbar la complacencia personal y vanidosa del propio ego, el presumir de ser los mejores, mirando al resto desde la altura de un desmesurado ego religioso que, en vez de servir a Dios, se sirve de Él para mirarse en el propio espejo de la autosatisfacción. La misericordia por las debilidades ajenas queda desdibujada y el complejo de superioridad espiritual nos lleva a juzgar a los demás y a erigirnos en defensores y paladines de nuestra verdad.

La “ética de la posibilidad de ser”, por su parte, cuando se exagera, tiende a relativizar todo a la medida de cada uno. Se cae en un cierto relativismo moral. Da lo mismo una cosa u otra, depende de quién y desde dónde se la mire. Se empañan los valores objetivos y comunes a todos. Se enfatiza el subjetivismo, la mirada personal como medida de todas las acciones. Se tiene ganas o no se tiene, se siente o no se siente termina siendo el único registro para obrar.

Por lo visto, las exageraciones pueden existir en cualquiera de las dos visiones de la ética. No obstante, siempre se tiene que elegir alguna. Lo importante no es exagerar sino descubrir que cualquier ética es un poder de transformación de las personas -y a partir de ellas- de todas las otras realidades. Si cada uno cambia, todo puede, en algo, cambiar. Soñemos que la esperanza nos impulsa a gritar que pronto venceremos y seremos más. 

Tal vez ser cristiano sea más sencillo de lo que creemos. Hemos complicado el mensaje de Jesús sin poder descubrir por dónde pasa lo esencial. Hemos ido agregando añadiduras y dificultades como si fuera una carrera de obstáculos.

De vez en cuando conviene recordar la esencialidad de Jesús y su Evangelio en su propuesta ética: La elección de la persona, el llamado que se le realiza, la libertad que ella tiene en su respuesta y el amor como camino.

Nosotros en cambio encasillamos y clasificamos demasiado. Todo lo damos vuelta con preguntas y respuestas. Nos quedamos en la telaraña de las estructuras que se van anquilosando y fosilizando y después todo eso termina siendo más importante que las personas. Los ideales abstractos y los discursos teóricos nos llenan de mandatos y exigencias que nunca podemos alcanzar y mientras más perfectos queremos ser, más desahuciados y frustrados nos sentimos al no poder llegar. Creemos que el horizonte del cristianismo es la perfección. La meta del cristianismo no es la perfección sino el amor y el amor puede ser imperfecto. El amor puede crecer y madurar.

Nosotros, al contrario de Jesús, no siempre vemos primero a la persona y al corazón de esa persona sino que observamos -en primera instancia- su situación y, por lo tanto, surge entonces el prejuicio y el juicio, el “sí” y el “no”, el admitido y el excluido. A nosotros, las personas que supuestamente no tienen moral o que no lo tienen a Dios, nos causan un poco de temor. A Jesús, al contrario, eran las personas de su preferencia. A las personas que sólo les importa la moral de las personas, les importa bastante poco las personas porque las personas somos un poco más de lo que hacemos.

Tenemos que aprender a leer el Evangelio con ojos nuevos y frescos, desde la esencialidad de Jesús y su sabiduría. Si volviéramos al amor genuino, simple, profundo y concreto del Evangelio, los discursos moralistas y moralizantes, los que apuntan con el dedo a los demás, los que cargan a los otros con pesados fardos y ellos no los mueven ni con un dedo, felizmente se acallarían un poco.

Es una pena cuando la sociedad ve a los cristianos solamente como los “paladines de la justicia y de las causas perdidas”, cuando vociferamos todo lo que está mal en el mundo pero nos volvemos recalcitrantes creyéndonos que sólo nosotros tenemos la verdad de todo, cuando nos creemos embajadores del bien divino y dictaminamos justicia según propia nuestra medida.

Ojalá aprendamos del trato de Jesús con las personas, de su libertad sin ataduras humanas y de su amor que cruza que todas las fronteras y límites. Pareciera que a pesar de veintiún siglos de ensayo, todavía queda mucho. En el Evangelio, la libertad está unida al amor. En Jesús, la libertad cristiana es también la historia de un gran amor.

Texto 4:

El don de la fe provoca un encuentro. Es la gracia de una relación y una adhesión viva a la Persona del  Señor y no a valores abstractos que -desde una ética de imperativos extrínsecos impulsan a alcanzar arduamente la perfección- sino que ahondando en la mejor posibilidad de ser, cada persona se empeña en descubrir todo el caudal de riqueza que Dios le confía en administración, para sí misma y para los demás.

Las opciones humanas siempre son contextuadas circunstancialmente; por lo tanto, discerniendo cada opción –según se esté más o menos cerca del espíritu del Evangelio-  hay que propiciar el crecimiento y la conversión de cada uno, sabiendo que en este peregrinar estamos todos como quienes continuamos el camino –más allá de los alcances y de las fallas- y no como quienes ya han llegado, según las palabras del Apóstol San Pablo: …“No es que lo tenga ya todo conseguido sino que continúo mi carrera para alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús. Yo no creo haberlo alcanzado todavía pero una cosa hago, olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta para recibir aquello a lo que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús. Por eso, desde el punto al que hemos llegado, sigamos adelante”… (Filipenses 3,12-16).

Siempre hay condicionamientos internos y externos para nuestro obrar libre. No existe una libertad absoluta o una libertad que no genere con sus actos sus propias consecuencias. Cada acto de libertad origina un nuevo mapa, un nuevo contexto. Cada libertad hace cambiar el paisaje. Algunas acciones libres lo modifican más que otras; sin embargo, siempre el entramado personal se altera -de algún modo- para bien o para mal, cuando la libertad interviene.

La libertad es la que verdaderamente modifica, transforma y hace cambiar constantemente el entretejido en que estamos sumergidos las personas y nuestras acciones. La libertad tiene consecuencias en lo personal y en lo social. No somos islas incomunicadas. Lo que una persona hace afecta a otras.

La libertad -en su búsqueda de sentido- intenta trascenderse a sí misma. Algunas personas -en su búsqueda de sentido ético de la libertad- se abren a la fe iluminando así  el sentido trascendente de la propia libertad, sus acciones y sus consecuencias. La libertad -cuando aspira al bien- no se contenta sino hasta que descubre al Bien de los bienes, al Bien mayor y supremo que es Dios.

Allí está nuestro primer y último destino: Dios es la mayor libertad de toda libertad humana. Cuando los valores y las opciones se hacen desde Él, la libertad se re-ordena, se encauza y se direcciona en su más pleno sentido de realización.

¿Tu libertad desemboca en la búsqueda de Dios o por el contrario Dios y tu libertad no tienen nada que ver entre sí?; ¿Cuánto camino nos queda por seguir?; ¿Cuánto nos queda por vencer?

Texto 5:

Resulta curioso que en el Evangelio, Jesús no se preocupa, en primera instancia por la moral en sí misma y menos aún le interesa la moral de las personas. Al contrario, su predilección pasa por lo que social y religiosamente -en su época- eran personas controvertidas. Para formar su comunidad de Apóstoles y discípulos, convocó a hombres pobres, de escasa influencia social y algunos de cierta dudosa reputación. También lo siguieron un grupo de mujeres. Los marginados y excluidos recibían de Él sus mayores atenciones. Claramente se nota en Él una actitud y un discurso no discriminador, al contrario fuertemente inclusivo y tolerante. Los insultos más duros de Jesús se los llevaron quienes pretendían ser los más sabios, religiosos y entendidos de las cosas de Dios. Los llamó sin miramientos: “sepulcros blanqueados”, “raza de víboras”, “hipócritas”, “duros de corazón”. En cambio las palabras más comprensivas y alentadoras se las llevan los enfermos, los pobres, los niños, los pecadores, los publicanos y las prostitutas. En la época de Jesús, los huérfanos, los extranjeros, los leprosos, las mujeres y los niños no tenían mayor relevancia social. Él, en cambio, los recibió, los amó y hasta los puso como modelos para todos los que quieran ingresar al Reino de Dios.

Jesús se mostró absolutamente libre de las leyes sociales e incluso de las leyes religiosas y tradiciones de los judíos. Es más, las interpretó y las adaptó su nueva visión. No temió ser considerado innovador y transgresor. Se sintió más allá de las costumbres de su pueblo. Las respetaba siempre que no ataran, ni esclavizaran. Se sintió absolutamente libre con Dios y con los hombres. No lo sedujo el poder humano, ni la autoridad política o religiosa. El precio de esa total libertad -frente a toda la sociedad romana y judía de su época- fue su muerte. 

    No quiso que lo imitaran sino que convocó a que lo siguieran. No invitó a sus Apóstoles y discípulos a estudiar la Ley como hacían los maestros de su época sino a convivir con Él y ha acompañarlo en su itinerario misionero y predicador. Cuando tuvo que hablar de Dios, les anunció el Reino de los Cielos. Cuando proclamó la esperanza y la felicidad pregonó las Bienaventuranzas. No expresó el amor con discursos. De hecho, acerca del amor, sólo al final, en su despedida, como Testamento, nos lo dio en un solo Mandato. El amor resumía todo. Sin embargo, ni siquiera fue un discurso acerca del amor. Fue solamente un Mandato. De Jesús no se conoce ningún discurso acerca del amor. Lo más cercano a eso es la “Parábola del buen samaritano”. Aunque tampoco una parábola es un discurso. No hay discurso de Jesús sobre el amor. Hay acciones de amor: Lavó los pies, curó a enfermos, resucitó muertos, multiplicó panes y peces, perdonó pecados, devolvió la vista a los ciegos y la voz a los mudos, aceptó a las mujeres como discípulas, tuvo amigos y amigas y al final de sus días, murió por amor a todos.

    Jesús no impuso una moral a los que lo seguían. Él llamó a los que quiso. Generalmente no eran personas ideales, ni perfectas. Ningún maestro judío hubiera permitido ser acompañado por estas personas. Jesús, en cambio, las llamaba y las convocaba a su seguimiento para un aprendizaje de convivencia, diálogo, acciones y viajes en que lo iban dejando todo. Ese aprendizaje cotidiano y sostenido era un “discipulado” en donde las lecciones no eran abstractas. No eran discusiones filosóficas o teológicas. No eran aprendizajes teóricos. Los nuevos valores del Reino que les proponía Jesús –que los últimos fueran los primeros, dar más de lo que te piden, poner la otra mejilla, amar a los enemigos, no codiciar las riquezas, tomar cada uno su cruz, entre otras propuestas- no eran valores abstractos. No había discusiones morales o éticas sobre tales valores. Ellos lo veían a Jesús y se sentían impulsados a pedir para ellos lo mismo. Así sucedió cuando lo vieron orar: “Señor, enséñanos a orar”, le pidieron y así nació el “Padre Nuestro”, del deseo de los Apóstoles por orar como Jesús. Los valores enseñados por Jesús no fueron espiritualizados e idealizados. Ellos vieron cómo Jesús vivía y empezaron a ser fieles a ese estilo.

    Jesús nunca propuso una Ley, un código, una lista de Mandamientos, preceptos,  prescripciones, lecciones teóricas, valores abstractos o un ideal de perfección a conseguir. Jesús no hizo nada de lo que hacían los Maestros de la ley, los rabinos o los Maestros griegos con sus discípulos. Nada de esa filosofía, ni de esa moral, le interesó al judío Jesús.

    El amor concreto fue su único mensaje y legado, su herencia y su posteridad: “¿Pedro, me amas más que a estos?”, eso fue lo único que le interesó a pesar de que Pedro, tres días antes lo había traicionado. Ese amor era el corazón de la libertad. Jesús estuvo más allá de toda moral, incluso de toda moral religiosa. Él mismo fue su moral. Su propia coherencia.

    No le interesó La ley. Le interesaban las personas y su situación de vida. No le importaba su moral sino su salvación. Recordemos el encuentro con la samaritana que había tenido cinco maridos; con Leví  el recaudador de impuestos, cómplice con el Imperio Romano; con la mujer de vida licenciosa que se puso a llorar a sus pies; o con el joven rico que lo deja ir porque prefiere sus riquezas a seguirlo a Él haciéndose pobre.

Jesús llama a su seguimiento, comienza así el aprendizaje del discipulado en donde los se consustancian del mensaje y de los valores (nunca abstractos) del anuncio de Jesús. Al final del camino descubren que todo tiene su síntesis en el amor. En ese amor está el secreto de la libertad de Jesús. Ese amor que -en el Nuevo Testamento- se llama “caridad”.

Texto 6:

    La libertad no es sólo un hecho personal, singular e individual. Nuestras acciones, aún las más propias, tienen consecuencias y esos resultados y derivaciones se abren paso como ramificaciones profusas de efectos que terminan afectando a otros y modificando el entorno. El escenario social es un centro convergente del encuentro y desencuentro de muchas libertades que tejen una red de consecuencias que modifican y condicionan –a su vez- las libertades y acciones de los demás.

    Tenemos que pensar en el ejercicio ético y responsable de la libertad personal, la cual repercute siempre colectivamente. Hay una dimensión comunitaria de muestra libertad individual. Ninguna libertad es una isla. Ninguna se encuentra aislada y privada de consecuencias. Cada acción genera su reacción. Esta dimensión social de la libertad nos hacer ver a nuestro alrededor. Estamos como estamos socialmente porque hay una serie de decisiones personales y comunitarias que nos van llevando al punto en el cual nos encontramos.

    Nadie está ajeno. Nadie escapa de ese entretejido común que nos abarca a todos, sin exclusiones. Contemplemos los distintos escenarios sociales que hemos construido: ¿Quiénes son los más y quiénes los menos favorecidos?; ¿Quiénes son los que más sufren las consecuencias de las acciones de las libertades ajenas?; ¿Por qué no podemos pensar cada uno su propia libertad en función del bien de los demás?; ¿Qué podemos hacer por los demás, por los que más necesitan?; ¿Cómo podemos hacer para que la libertad se encuentre con la solidaridad?


Texto 7:

    Todo lo que has hecho hasta ahora te ha llevado al punto en el cual estás. Todo lo que has elegido y amado, buscado y encontrado, dejado y desencontrado, perdido y ganado, sufrido y llorado, todo lo anterior hasta este momento te ha llevado al lugar exacto donde estás. Todo ha sido una cadena de causas y consecuencias, causalidades y providencias. Incluso de alguna forma está presente lo que has desechado y no has escogido, el otro rumbo, el que no tomaste, la otra dirección, la que abandonaste. Todas los “sí” y los “no” de tu libertad, te han dejado en este punto en el que ahora estás.

    Cada libertad va esculpiendo su propio camino, va eligiendo su destino. A veces  acertamos; otras nos arrepentimos; otras veces lo volveríamos a hacer, otras hubiéramos preferido no haberlo hecho, hubiéramos deseado no habernos encontrado ese día y a esa hora, en ese lugar. Esto no quiere decir necesariamente que haya una fatalidad o una determinación pre-establecida. Hay circunstancias dadas que se van conjugando con el ejercicio de nuestra libertad. Existen condicionamientos internos o externos pero no una determinación exacta y necesaria para la libertad, ya que ésta no actúa como un cálculo matemático o un razonamiento del cual se puedan deducir conclusiones necesarias a partir de ciertas premisas. 

    Cada acto de libertad -sumado a los otros- va dibujando el mapa de la vida, escribiendo el relato de cada historia. Toda nueva libertad es la suma de las libertades anteriores. Todo acto nuevo de libertad, de alguna manera, involucra  los actos previos y las libertades anteriores.

    Un complejo e intrincado laberinto de libertades van anudando y cruzando dando como resultado la obra que es la vida que cada uno va eligiendo. Cada uno es y también se va haciendo desde su propia libertad y desde lo que va eligiendo y prefiriendo.

Eduardo Casas