01/08/22 – El Padre Mateo Bautista, sacerdote camilo, nos acompaña cada lunes en el programa “Acortando Distancias”, para dialogar sobre las heridas causadas por los pecados capitales y el camino de duelo para poder sanarlas. Sobre la base del texto del fariseo y el publicano (Lc. 18,9-14) dialogamos sobre la soberbia espiritual.
¿Puede haber soberbia en un hombre o una mujer de Dios? “Cuando estamos en camino de conversión nos podemos encontrar con rasgos de soberbia aun celebrando, orando, escuchando la Palabra, estando en Gracia. ¿Puede haber soberbia en lo que pensamos, en lo que decimos, en lo que hacemos, en el fondo de nuestra alma, podemos ser soberbios sin darnos cuenta?, ¿podemos ser soberbios espirituales cuando humillamos, despreciamos, manipulamos, rebajamos a los demás? Hay soberbia cuando hablamos y cuando callamos. Cuando miramos y cuando cerramos los ojos. Soberbios interiormente, aunque no lo digamos”, dijo el sacerdote.
“Muchos santos han padecido de soberbia espiritual y lo han contado como un camino de conversión y de crecimiento espiritual. Es difícil encontrar un Santo que no se haya quejado de su soberbia y su falta de humildad” agregó.
En el Evangelio de San Lucas leemos cómo Jesús instala el tema de la soberbia espiritual con el relato del fariseo y el publicano.
El fariseo declama: “Yo no soy como los demás hombres… Yo ayuno… Yo pago el diezmo. Yo…” El fariseo cree dar gracias a Dios en su oración, pero es a sí mismo a quien admira y alaba; se cree tan perfecto que no necesita de Dios; es ya justo y, por lo tanto, no puede ser justificado. Su oración parece atea. El fariseo además no puede aprobar de Dios que otorgue la justificación al pecador sin que exista una justa retribución de su parte. Este fariseo se cree mejor y más perfecto que los demás. Esto es una falta contra la verdad, contra la justicia y contra la piedad. Pero el fariseo va más allá, comete uno de los pecados más graves: sustituir a Dios en el juicio y condenar a su prójimo.
El publicano, en cambio, en su breve oración reconoce dos cosas, que lo único bueno viene de Dios: la misericordia; y que lo que él presenta es solamente lo malo: el pecado. Su actitud es diametralmente opuesta a la del fariseo. Mientras que éste se enorgullece ante Dios de ser como es, el publicano reconoce sinceramente su condición de pecador.
El primero parece exigir el pago a sus buenas obras; el segundo suplica compasión y en su oración empieza por reconocerse pecador y culpable ante Dios. Jesús, al narrar este relato ejemplar, precisa que el pecador es, ante todo, un enfermo que necesita un médico (Dios) y un medicamento (su misericordia).
“El nombre de Dios es misericordia” (Papa Francisco).
En cambio, la humildad es el fundamento de todas las demás virtudes. Dice san Gregorio Magno: “Quien acumula virtudes sin humildad es como quien esparce polvo al viento” (Hom. sobre los evangelios 7). Lo mismo dice Casiano: “Nadie puede alcanzar la santidad si no es a través de una verdadera humildad” (Instituciones 12,23).
¡Ay de nosotros si rezamos como el fariseo! ¡Ay de nosotros si creemos que Dios está en deuda con nosotros y no al revés! ¡Ay de nosotros si no comprendemos que el corazón del Padre quiere rescatar con gestos de infinita gratuidad y misericordia a los pobres, desheredados, pecadores…!
Solo quedan excluidos del Reino de Dios quienes no se acogen a su misericordia por creerse mirlos blancos, que terminan… desplumados.
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