Festividad de Nuestra Señora de los Dolores

lunes, 4 de octubre de 2010
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"Junto a la cruz de Jesús, estaba su madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Al ver a la madre y cerca de ella al discípulo a quien él amaba, Jesús le dijo: "Mujer, aquí tienes a tu hijo". Luego dijo al discípulo: "Aquí tienes a tu madre". Y desde aquel momento, el discípulo la recibió en su casa."
Juan 19,25-27

Contemplamos a Jesús debajo de un madero pesado, camino al monte Calvario, lugar donde finalmente María, su madre, va a estar presente ante su agonía de muerte en la cruz. ¡Cuánto dolor para una madre, ver a su Hijo clavado en la cruz de pies y manos! Y María que saca su fortaleza de la oración y de la confianza de que la voluntad de Dios es lo mejor para nosotros, aunque no siempre la comprendamos. Es María quien con su compañía, en los momentos de dolor, nos da la fortaleza para perseverar. Pidamos la gracia de unir nuestros sufrimientos y sacrificios junto a Jesús y que Ella nos dé el consuelo y la paz. En el dolor somos más parecidos a Jesús y somos capaces de amarlo con mayor intensidad.

María al pie de la cruz nos recibe como hijos. Nos podemos preguntar ¿qué nos enseña la Virgen de los Dolores? ¿Cuáles son los Dolores que queremos unir a María y poner a los pies de la cruz?

María guardaba en su corazón aquellas cosas que no entendía. Nosotros también podemos guardar en el corazón e ir dejando que el Señor vaya dando consuelo y que María vaya dando luz con su acompañamiento silencioso a aquellas cosas que no terminamos de entender.

Alguna vez habrás escuchado los siete dolores de la Santísima Virgen; aquellos dolores que a lo largo de la historia han ido despertando en sus hijos una devoción particular y nos han ido haciendo descubrir a María y a su corazón traspasado por el dolor. Los siete dolores de la Santísima Virgen son:
     el dolor de la profecía de Simeón: una espada atravesará tu corazón;
     el dolor de la huída a Egipto;
     el dolor de los tres días que Jesús estuvo perdido en el Templo;
     el encuentro de María con su Hijo Jesús llevando la cruz al Calvario;
     la muerte de Jesús en el Calvario;
    cuando Jesús es bajado de la cruz y colocado en brazos de su Madre;
    cuando tiene que dejar el cuerpo de Jesús en el sepulcro.

Simeón había anunciado a la Madre toda la oposición que iba a suscitar su Hijo, el Redentor. Cuando María, a los cuarenta días de nacido, ofreció a su Hijo en el Templo, escuchó de boca de Simeón: "Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos". Mientras tanto, María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón.
El dolor de María en el Calvario fue más agudo que ningún otro, pues no ha habido madre que haya tenido un corazón tan tierno como el de María, como tampoco ha habido amor mayor al suyo. María sufrió voluntariamente y así nos demostró su amor. María pudo cargar y acompañar la cruz de Jesús por ver las cosas desde el plan de Dios, y no verlas desde sí misma. María aceptó esos dolores como plan de Dios.
Aceptar como plan de Dios los dolores y sufrimientos de cada día, ¡todo un desafío! Lo que no comprendemos, no entendemos, lo que no podemos hacer nada… y sin embargo podemos hacer mucho, poniéndonos a los pies de Jesús y de su Madre y escuchar las Palabra que hoy nos regala el Evangelio: "Mujer, aquí tienes a tu hijo". Luego dijo al discípulo: "Aquí tienes a tu madre".

Seguramente muchos veces has experimentado la mano maternal de María. que suaviza el dolor, que cura las heridas, que te ayuda a cargar con la cruz. Por eso la Iglesia nos exhorata siempre a entregarnos sin reservas al amor de María, a llevar con paciencia nuestra cruz, acompañados por la Madre dolorosa. La última voluntad de Jesús en la cruz fue que recibamos y amemos a María, su Madre, como la amó Él.
María hizo suya la voluntad de Dios: Yo soy la servidora del Señor, hágase en mí según tu Palabra. ¡Cuántas veces a lo largo de su vida, María tuvo que repetir esas Palabra de disponibilidad al plan de Dios! ¡Y cuántas veces en nuestra vida tenemos que repetir lo mismo! ¡ Cuántas veces, tal vez con dolor, tuvimos que aceptar el plan de Dios!

Y tal vez hoy tengas que pedirle a María, Madre nuestra, que te ayude a aceptar ese plan de Dios que te cuesta aceptar, al pie de la cruz. ¡Cuántas veces uno escucha decir a las personas que a partir de aquel dolor, aquel sufrimiento, he descubierto cuánto me ama Dios. No por el sufrimiento, sino porque allí uno se ha encontrado con el Señor.

Jesús sufriendo aprendió a obedecer. Así nos lo dice la primera lectura de la liturgia de hoy, en la Carta a los Hebreos 5,7-9: “Él dirigió durante su vida  terrena súplicas y plegarias, con fuertes gritos y lágrimas, a aquel que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su humilde sumisión. Y, aunque era Hijo de Dios, aprendió por medio de sus propios sufrimientos qué significa obedecer. De este modo, él alcanzó la perfección y llegó a ser causa de salvación eterna para todos los que le obedecen”.
Este texto nos señala el punto del que debemos partir para entender la forma de obrar de María, su personalidad, su papel en el proyecto salvífico que Dios había diseñado desde siempre. El hacerse hombre de Jesús es un anonadarse de manera real. Jesús, hombre de carne y hueso; hombre que vivió la alegría, pero también pasó por el dolor, el sufrimiento, la incomprensión. Y sufriendo aprendió a obedecer. Y este obedecer en el Huerto de los Olivos lo llevó a llorar lágrimas de sangre. Por medio de la consumación de su vida y de su obra, se ha convertido en el salvador para todos. La ofrenda de sí mismo que hizo el Hijo de Dios es el gesto más grande de la creación. Y en la plena conformidad del Hijo se complació infinitamente el Padre. Cada  suspiro del Hijo hace presente en nuestro vida el amor del Padre. María también, a cada uno de nosotros, nos concibió en el dolor. María Santísima se unió en cuerpo y alma a la acción redentora de su Hijo, y sufrió los amargos dolores de la Pasión y de la muerte, como se lo había anunciado el anciano Simeón en el Templo. Pero María también tuvo el privilegio de gozar de la Pascua de su Hijo.
En la cruz Jesús habló un lenguaje nuevo: la maternidad espiritual, y para nosotros la filiación espiritual. Les dejo a mi Madre, trátenla como a madre. Jesús nos invita a abrir nuestra casa y nuestro corazón, para recibir con amor filial a nuestra Madre; hacerla nuestra, parte de nuestra vida; y en Ella, de manera particular el hágase en mí según tu Palabra, que se cumpla en mí lo que has dicho.

No todo termina en nuestros dolores, sino que todo está cubierto por la Resurrección; sabemos que algún día nosotros también vamos a participar de esa alegría, ese gozo y esa paz de vivir junto al Resucitado.

La tradición del Vía Crucis recoge una escena muy particular: Jesús camino al Calvario, con la cruz a cuestas, se encuentra con su Madre. ¡Qué momento tan extraordinariamente duro para una madre! Semejantes a tantos dolores por los que pasan muchas madres ¡Cuánta fortaleza la de María! ¡Qué temple el de su delicada alma de mujer fuerte, que contempla la pasión y la muerte de su propio Hijo! María no se esconde, no da la espalda. Ella estaba allí, muy cerca y de pie.

María frente a Jesús camino al Calvario. Los dos salieron confirmados en el querer de Dios, con una confianza tan infinita y tan profunda como su mismo dolor. Nosotros también a veces vivimos en nuestra propia vida un Vía Crucis, y nos preguntamos ¿es voluntad de Dios tanto dolor, es justo tanto sufrimiento?. Y ¿es justo el sufrimiento de Jesús, que pasó haciendo el bien, y que ahora tenga que pasar por este camino de la cruz?

Hoy recibimos la invitación a no sufrir sin sentido, como mera resignación. Buscar la mirada amorosa de María nuestra Madre. Allí estará siempre acompañándonos, dispuesta a consolarnos.

Padre Gabriel Camusso