Fieles al llamado del Señor

miércoles, 30 de septiembre de 2020
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30/09/2020 – En el Evangelio de hoy Lucas 9,57-62, Jesús aparece en el camino en donde  se dan tres episodios de llamados puntuales.

Cuando pensamos en la vocación creemos que es solo el llamado a la vida consagrada pero todos tenemos una vocación desde antes de nacer. Sí, desde siempre hemos sido amados por el Señor y pensados por Él para un proyecto personal. Pensar esto nos hace salir de esos lugares de sin sentido.

Es bueno preguntarnos cómo es ese proyecto de amor que el Señor pensó para mí, nunca es tarde para empezar de nuevo y por el camino que el Señor quiere regalarnos.

Hoy es el día para aprovechar la oportunidad: escuchar al Señor y responder con generosidad a Su llamado.

 

 

 

Mientras Jesús y sus discípulos iban caminando, alguien le dijo a Jesús: “¡Te seguiré adonde vayas!”. Jesús le respondió: “Los zorros tienen sus cuevas y las aves del cielo sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza”. Y dijo a otro: “Sígueme”. El respondió: “Permíteme que vaya primero a enterrar a mi padre”. Pero Jesús le respondió: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú ve a anunciar el Reino de Dios”. Otro le dijo: “Te seguiré, Señor, pero permíteme antes despedirme de los míos”. Jesús le respondió: “El que ha puesto la mano en el arado y mira hacia atrás, no sirve para el Reino de Dios”.

 

Lucas 9,57-62

Exigencias de la vocación

San Lucas nos presenta en el Evangelio a tres personas que pretenden seguir al Señor. El primero se acerca a Jesús mientras iban de camino en ese largo viaje, el último, hacia Jerusalén y hacia el Calvario. Las disposiciones de este nuevo discípulo parecen excelentes: te seguiré a dondequiera que vayas, le dice al Maestro. Y ante esta muestra de generosidad, el Señor quiere dejarle claro el género de vida que le espera si de verdad le sigue, para que luego no se llame a engaño. La misión de Cristo es un ir y venir constante, predicando el Evangelio y dando la salvación a todos, y no tiene dónde reclinar la cabeza. Así ha de ser la vida de los que le sigan: han de estar desprendidos de las cosas y su disponibilidad ha de ser completa.

Al segundo, es el mismo Señor quien le llama: Sígueme, le dice. Este posible discípulo que es invitado a seguir de cerca al Maestro quiere oír la llamada, pero no inmediatamente; piensa en un tiempo más oportuno, porque lo retiene un asunto familiar. No se da cuenta de que, cuando Dios llama, ese es precisamente el momento más oportuno, aunque en apariencia, miradas con ojos humanos las circunstancias que rodean una vocación, puedan encontrarse razones que aconsejen dilatar la entrega para más adelante. Dios tiene unos planes más altos para el discípulo y para quienes, aparentemente, saldrían perjudicados por su marcha. Tiene todo dispuesto desde la eternidad para que de esa elección resulte el bien de todos. La disponibilidad de quien siga a Cristo ha de ser pronta, alegre, desprendida, sin condiciones. Dilatar la entrega ante Jesús que pasa a nuestro lado puede significar que más tarde, cuando intentemos de nuevo darle alcance, ya no lo encontramos. El Señor sigue su camino. Es grave ceder a la «tentación de las dilaciones» ante la entrega que pide Cristo.

Dios nos llama, a cada uno en unas peculiares circunstancias. Veamos hoy en nuestra oración si estamos respondiendo con prontitud, con desasimiento, sin condiciones, a la peculiar vocación que Cristo nos ha dado.

Las pruebas de la fidelidad

El tercero de los discípulos (solo San Lucas lo menciona) quiere volver atrás para despedirse de los suyos. Quizá desea estar un tiempo, el último, con los de su familia. Este parece que ya «ha puesto la mano en el arado», que está decidido a seguir al Maestro. Pero la llamada del Señor siempre urge porque la mies es mucha y los operarios son pocos. Y hay mieses que se estropean porque no hay quien las recoja. Entretenerse, mirar atrás, poner «peros» a la entrega, todo es lo mismo. Jesús le dice: Nadie que pone su mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios.

No se puede mirar atrás después de haber puesto la mano en el arado; no se puede volver la cara atrás después de la llamada del Señor. Para ser fieles, y felices, es preciso tener siempre los ojos fijos en Jesús, como el corredor que, iniciada la carrera, no se distrae en otros asuntos: solo le importa la meta; como el labrador que se fija en un punto de referencia y hacia él dirige el arado. Si mira atrás, el surco le sale torcido.

A veces, la tentación de mirar atrás puede llegar a causa de las propias limitaciones, del ambiente que choca frontalmente con los compromisos contraídos, de la conducta de personas que tendrían que ser ejemplares y no lo son y, por eso mismo, parecen querer dar a entender que el ser fiel no es un valor fundamental de la persona; en otras ocasiones puede llegar esa tentación a causa de la falta de esperanza, al ver la santidad como lejana a pesar de los esfuerzos, de luchar una y otra vez. «Después del entusiasmo inicial, han comenzado las vacilaciones, los titubeos, los temores. —Te preocupan los estudios, la familia, la cuestión económica y, sobre todo, el pensamiento de que no podes, de que quizá no servis, de que te falta experiencia de la vida.

En las situaciones, que pueden cargarse de añoranzas, debemos mirar a Cristo que nos dice: Sé fiel, sigue adelante. Y siempre que nuestra mirada se dirige a Jesús adelantamos un buen trecho en el camino. «No existe jamás razón suficiente para volver la cara atrás».

«Mirar atrás -enseña San Atanasio- no es sino tener pesares y volver a tomarle gusto a las cosas del mundo». Es la tibieza, que se introduce en el corazón de quien no tiene los ojos puestos en el Señor; es no haber llenado el corazón de Dios y de las cosas nobles de la propia vocación.

Mirar atrás, a lo que se dejó, «a lo que pudo ser», con nostalgia o tristeza puede significar en muchos casos romper la reja del arado contra una piedra, o por lo menos que el surco, la misión encomendada, salga torcido.

Nosotros queremos solo tener ojos para mirar a Cristo y todas las cosas nobles en Él. Por eso podemos decir con el Salmo: El Señor es mi lote y mi heredad. Me enseñarás el sendero de mi vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha (Sal 15, 11.). «El sendero de la vida» es la propia vocación, que debemos mirar con amor y agradecimiento.

Virtudes que sostienen nuestro camino hacia el Señor

El Espíritu Santo ha querido, a través de San Lucas, señalarnos las palabras a estos tres discípulos para que las apliquemos a la llamada que hemos recibido de Dios.

El hombre se define por la vocación recibida. Cada hombre es aquello para lo que Dios lo ha creado, y la vida humana no tiene otro sentido que ir conociendo y realizando libremente esa voluntad divina. «El hombre se realiza o se pierde, según que cumpla en su vida el designio concreto que sobre él tiene Dios». Todos hemos recibido una vocación, es decir, una llamada a conocer a Dios, a reconocerlo como fuente de vida; una invitación a entrar en la intimidad divina, al trato personal, a la oración; una llamada a hacer de Cristo el centro de la propia existencia, a seguirlo, a tomar decisiones teniendo siempre presente su querer; una llamada a conocer a los demás hombres como personas e hijos de Dios, y, por tanto, una llamada a superar de manera radical el egoísmo para vivir la fraternidad, para llevar a cabo un apostolado fecundo y hacer que conozcan a Dios; una llamada para entender que esto se ha de realizar en la propia vida, según las condiciones en las que Dios ha colocado a cada uno y según la misión que personalmente le corresponde desarrollar.

La fidelidad a la propia vocación lleva consigo responder a las llamadas que Dios hace a lo largo de la vida. Habitualmente se trata de una fidelidad en lo pequeño de cada jornada, de amar a Dios en el trabajo, en las alegrías y penas que conlleva toda existencia, de rechazar con firmeza aquello que de alguna manera signifique mirar donde no podemos encontrar a Cristo. La fidelidad se apoya en una serie de virtudes esenciales, sin las cuales se haría difícil o imposible seguir al Maestro: la humildad para reconocer que –como aquella estatua colosal de la que nos habla el Libro de Daniel tenemos los pies de barro; la prudencia y la sinceridad, que son consecuencias de la humildad; la caridad y la fraternidad, que impiden encerrarnos en nosotros mismos; el espíritu de mortificación, que lleva a la templanza, a la sobriedad, a la lucha contra la comodidad y el aburguesamiento, a no buscar compensaciones, que acabarían resultando amargas, pues alejan del Señor; el espíritu de oración, que nos lleva a tratar a Dios como a un Amigo, como al Amigo de toda la vida. «El que no deja de ir adelante –enseña Santa Teresa–, aunque tarde, llega. No me parece es otra cosa perder el camino sino dejar la oración».

Le decimos al Señor que queremos ser fieles, que no deseamos otra cosa en la vida que seguirlo de cerca en las horas buenas y en las malas. Él es el eje alrededor del cual gira nuestra vida, es el centro al que se dirigen todas nuestras acciones. Señor, sin Ti nuestra vida quedaría rota y descentrada.