Hospedando al extraño

viernes, 6 de junio de 2014
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04/06/2014 – Preparándonos para la fiesta de Pentecostés, el Padre Javier Soteras junto a la Doña Jovita, hicieron una fuerte invitación a derribar las barreras para recibir al otro.

“Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse. Había en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todas las naciones del mundo. Al oírse este ruido, se congregó la multitud y se llenó de asombro, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. Con gran admiración y estupor decían: «¿Acaso estos hombres que hablan no son todos galileos? ¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua? Partos, medos y elamitas, los que habitamos en la Mesopotamia o en la misma Judea, en Capadocia, en el Ponto y en Asia Menor, en Frigia y Panfilia, en Egipto, en la Libia Cirenaica, los peregrinos de Roma, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos los oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios».

Hch 2,1-11

En Pentecostés de la hostilidad a la hospitalidad

En medio de un clima de inseguridad que nos encierra y nos aburre, abrirle las puertas al Espíritu Santo que viene a ser huésped del alma e invitarnos a la hospitalidad. Hay un clima de hostilidad y de agresividad que nos da inseguridad y nos hace cerrar las puertas. Queremos salir de este ambiente hostil y sacar las barreras.

Los extraños, aquellos ajenos a nuestro modo de ser y actuar, de pensar o ver la vida, son objeto de hostilidad más que de hospitalidad. Pareciera que frecuentemente vivimos en un mundo poblado de extraños. Asistimos a la búsqueda incesante y cuando no desesperada de un lugar que sea hospitalario donde la vida pueda ser vivida sin temor y donde se pueda encontrar una comunidad que pueda contenernos. No se trata de levantar barreras que nos separe de lo hostil, sino de generar ambientes de bienvenida mutua.

Un lugar hospitalario no se refiere sólo a un lugar físico, una casa o un refugio, sino al espacio que cada uno de nosotros puede hacerle a aquel ajeno a mi vida, al que está diametralmente opuesto o con aquel a quien no quiero hacer un espacio, y más bien quisiera cerrarme. El desafío en nosotros es hacerle un espacio abierto donde ellos puedan despojarse de su extrañeza y llegar a ser y sentirlos verdaderamente hermanos.

Nuestro llamado más profundo, nuestra vocación, es convertir el enemigo hostis ( de hostil) en huésped,hospes, en invitado, creando el espacio libre y sin miedos, donde el invitado pueda nacer y experimentar la fraternidad porque se han derribado los obstáculos. No aquellos que yo elijo sino con los demás que de alguna manera el Señor me pone alrededor mío en la vida.

Esta persona puede ser alguien con quien yo no puedo hablar. Puede ser una persona de la que me han contado que le hace mal a un amigo y yo lo he puesto en el lugar de enemigo.

Estamos llamados a que aquel que está extrañado de sus propias actitudes pueda encontrar aunque el no lo sepa, un lugar de fraternidad donde el pueda sentirse renovado. Es un gran desafío y un gran paso, de morir a la hostilidad para reencontrarnos de una manera nueva con aquellos a los cuales muchas veces queremos tener muy lejos.

Recibir al que llega

El diccionario dice que es la virtud que se ejercita con peregrinos necesitados, desvalidos, recogiéndolos y brindándole la debida asistencia en sus necesidades. Es la cualidad de acoger y agasajar con amabilidad y generosidad a los invitados o a los extraños. Se traduce del griego filoxinia que significa literalmente amor, afecto o bondad a los extraños, en latín hospitare significa recibir como invitado. El significado central de estas palabras se va centrando en que hay un anfitrión que da la bienvenida y que responde a las necesidades de las personas que se encuentran temporalmente ausentes de sus hogares.

La frase recibir como invitados implica al anfitrión, prepararse para cumplir con los requerimientos básicos de un invitado. Para muchos de nosotros la palabra hospitalidad está asociada con cierta cortesía de convivencia, con una conversación muy amable.

El que llega en éstos días y busca un lugar en nuestras casas, es el “dulce huésped del alma”. Puede que nos resulte extraño, como los de Éfeso que decían “ni hemos escuchado hablar de él”. Es el gran desconocido. A veces se nos desdibuja porque al aparecer de diversas formas nos da sensación que no tiene entidad. Sin embargo este extraño visitante viene a traernos toda la dulzura de su presencia. Hospedándose en nuestra casa, estando en lo más íntimo de nuestra ser, nos invita a abrir las puertas para albergar a todos los que el Padre nos envía. Como nos enseña la tradición de los padres del desierto que decían “cuando recibas a un peregrino, atención, porque puede que estés recibiendo a un ángel en tu casa”

Los conceptos bíblicos sobre la hospitalidad son muy ricos. Las anécdotas del antiguo y el nuevo testamento no sólo nos van diciendo lo grave que es la obligación de darle la bienvenida al invitado al extraño sino también que los invitados traen consigo dones preciosos que están ansiosos de mostrar a quien los acoge. Por ejemplo los tres forasteros que Abrahán recibió en Mamré a los que ofreció agua, pan y un ternero gordo, ellos se revelaron como el Señor y le anunciaron que Sara su mujer le iba a dar un hijo (Génesis 18 1-5). También cuando la viuda de Sarepta ofreció alimento y descanso a Elías que en nombre del Señor le decía que buscara lo que tuviera para poder hacer pan, Elías se revela como hombre de Dios y le ofrece en abundancia harina y aceite y le resucita también al hijo (1 Reyes 17 9- 24).

El peregrino no solamente se hace familiar, deja de ser extraño, sino que termina con la hostilidad. Así como cuando llega un niño al mundo decimos que “trae un pan bajo el brazo”, lo mismo con el peregrino, cuando lo hospedamos trae un don del cielo. Con peregrino nos referimos a las nuevas personas que empiezan a formar parte de nuestras vidas.

También en el nuevo testamento cuando los dos caminantes de Emaus que venían cabizbajos, desesperanzados, casi sin nada que poder entregar, ellos invitan al extraño que se les había sumado a su caminata a pasar la noche y a cenar con ellos. Este extraño partiendo el pan se hizo reconocer como Señor y Salvador. ¡Que regalo les entregó! (Lucas 24 13 – 35)

Estas historias bíblicas nos ayudan a caer en la cuenta que la hospitalidad es una virtud importante. El que hospeda y el invitado pueden revelarse mutuamente regalos preciosos, dándose una vida verdaderamente nueva.

Que bueno es descubrir en el momento en que la hostilidad se convierte en hospitalidad, estos extranjeros que dan miedo se vuelven invitados y revelan al que hospeda, las promesas que ellos llevan consigo, les entregan un gran don. Cuando cae el obstáculo de la hostilidad se recibe con la hospitalidad grandes dones y promesas cumplidas.

“Lo que le hagan a cada uno de éstos pequeños a mí me lo hacen” dice Jesús. “¿Cuando te dimos de comer, de beber, preso y te visitamos, de paso y te alojamos, desnudo y te vestimos? Cada vez que lo hicieron con uno de los más pequeños a mí me lo hicieron”. …… Al Espíritu Santo, al “dulce huésped del alma”, le pedimos la gracia de poder recibir al extraño y poner en práctica el hermoso don de la hospitalidad donde muchas gracias están en juego.

La ambivalencia que tenemos hacia lo extraño

Por un lado sabemos que Jesús para con los pobres era incondicional, para Él eran su prioridad y por otro cuando estas realidades de aquellos que son necesitados en los distintos aspectos tocan nuestra puerta, nosotros le ponemos la clasificación de que al ser extraños hay una cierta situación de inseguridad. Cerramos todo y no esperamos nada bueno de aquel extraño.

Así las personas que no conocemos, que hablan otra lengua, que son de otro color, de otra clase social, que visten de otra manera, nos infunden temor y hostilidad. Ya nos preparamos por las dudas, está de moda que estos extraños sean un peligro potencial y correrá por su cuenta que ellos demuestren lo contrario.

Por eso la ambivalencia, por lado deseamos de corazón ayudar, alimentar a los hambrientos, visitar a los presos, dar cobijo al que va caminando, pero al mismo tiempo estamos rodeados por una muralla de miedos de un sentimiento hostil que me hace evitar esas personas a la que deseamos ayudar. A su vez este temor y hostilidad también se asocia al mundo invadido por la competitividad, allí donde me muevo, en el ámbito familiar, con los compañeros de trabajo, los compañeros de la tarea pastoral.

Vemos y sentimos frecuentemente al otro como una amenaza a la seguridad intelectual, profesional. No vaya a ser que este compañero de trabajo se lleve los aplausos, con todo lo que a mi me ha costado.

También en el ámbito afectivo, “con esto ella queda como la mamá buena y yo como el ogro que reta entonces por poner límites voy perdiendo el amor de mis hijos”.

Vemos que la hostilidad y el temor no sólo se da con el pobre que está en la calle sino también en los ámbitos más cercanos a nosotros y por ser tan obvios a veces no los podemos descubrir. ¿Cómo salir de esta hostilidad que nos distancia a una hospitalidad que nos hermana? Abriéndonos a la llegada de alguien que nos enseña desde su hospedarse cómo es recibir a un buen huésped. Al Espíritu Santo, al totalmente otro, le pedimos que con la dulzura de su presencia nos enseñe al hospedarse a nosotros a todo peregrino que golpea la puerta para entrar en casa.

Doña Jovita y el hospedaje

 

Fuente: Abriéndonos, los tres movimientos de la vida espiritual de Henry Nouwen de Editorial Guadalupe.

 

Padre Javier Soteras