31/08/2017 – Ser discípulos y misioneros forma parte de nuestra esencia como cuerpo de la Iglesia. Estamos llamados a anunciar el evangelio, no como un lugar donde sólo unos pocos reciben una carta de invitación especial, sino para todos. Todos estamos llamados a seguir a Jesús cada vez más de cerca y anunciarlo con nuestras vidas.
“Porque todos ustedes son hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús, ya que todos ustedes, que fueron bautizados en Cristo, han sido revestidos de Cristo. Por lo tanto, ya no hay judío ni pagano, esclavo ni hombre libre, varón ni mujer, porque todos ustedes no son más que uno en Cristo Jesús” Gálatas 3,26-28
“Porque todos ustedes son hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús, ya que todos ustedes, que fueron bautizados en Cristo, han sido revestidos de Cristo. Por lo tanto, ya no hay judío ni pagano, esclavo ni hombre libre, varón ni mujer, porque todos ustedes no son más que uno en Cristo Jesús”
Gálatas 3,26-28
Ante todo quiere decir que Dios no pertenece en modo propio a pueblo alguno; porque es Él quien nos llama, nos convoca, nos invita a formar parte de su pueblo, y esta invitación está dirigida a todos, sin distinción, porque la misericordia de Dios «quiere que todos se salven» (1 Tm 2, 4). A los Apóstoles y a nosotros Jesús no nos dice que formemos un grupo exclusivo, un grupo de élite. Jesús dice: vayan y hagan que todos sean mis discípulos (cf. Mt 28, 19).
No es a través del nacimiento físico, sino de un nuevo nacimiento, el nacimiento en el Espíritu. En el Evangelio, Jesús dice a Nicodemo que es necesario nacer de lo alto, del agua y del Espíritu para entrar en el reino de Dios (cf. Jn 3, 3-5). Somos introducidos en este pueblo a través del Bautismo, a través de la fe en Cristo, don de Dios que se debe alimentar y hacer crecer en toda nuestra vida. Preguntémonos: ¿cómo hago crecer la fe que recibí en mi Bautismo? ¿Cómo hago crecer esta fe que yo recibí y que el pueblo de Dios posee?
En la fe pasa como con el resto de nuestra naturaleza, crece en su ejercicio. Así como crece la capacidad aeróbica con el ejercicio físico, crece la capacidad de compartir con otros en el encuentro con otros, así también la fe crece en su desarrollo. ¿Cómo se desarrolla la fe? Oración, vida fraterna y la misión. En la oración profundizamos el trato personal con el Señor y en la misionalidad es el lugar donde nuestra fe expuesta y compartida crece y se desarrolla.
Es la ley del amor, amor a Dios y amor al prójimo según el mandamiento nuevo que nos dejó el Señor (cf. Jn 13, 34). Un amor que no tiene límites y que supone la inclusión de todos. Un amor que está llamado a producir frutos y en abundancia. No es un amor vago ni estéril, sino un amor que se hace fecundo en la unión con Cristo Jesús, la vida verdadera. El que permanece en mí y yo en él da mucho fruto. ¿Qué es permanecer en Jesús dando vida sino siendo uno en las entrañas de la savia de Jesús que nos corre por dentro y que compartimos con otros?. Esta pertenencia al pueblo de Dios en el amor, nos hace fecundos.
¡Cuánto camino debemos recorrer aún para vivir en concreto esta nueva ley! Creemos en un mundo nuevo y distinto nacido de esta ley, y sabemos que existe en el corazón de la humanidad resistencias para recibir este mensaje. Hay que caminar en la ley del amor, que como dice San Pablo supone paciencia, bondad, mansedumbre, capacidad de servir, el no engreírnos, dejar de lado el orgullo y por sobretodo mantenernos en el amor de Cristo hasta el final. Ojalá sea así en la vida de cada uno de nosotros y que podamos descubrir cuánto de fecundidad trae esta ley de caridad en nuestras vidas.
Estaría bueno preguntarnos hoy, ¿cómo el amor debe encarnarse en los míos en este tiempo? Seguramente en los que te resulta más difícil tratar. Es el Espíritu Santo quien nos capacita y nos acerca a ellos, para estar en comunión con quienes más nos cuestan. Es el amor el gran secreto que transforma, y la gran revolución en un mundo que se enfrenta en fraticidio, es el amor. El amor es la gran revolución y Jesús la plantea desde nosotros como discípulos y misioneros.
La de llevar al mundo la esperanza y la salvación de Dios: ser signo del amor de Dios que llama a todos a la amistad con Él; ser levadura que hace fermentar toda la masa, sal que da sabor y preserva de la corrupción, ser una luz que ilumina. En nuestro entorno, basta con abrir un diario, vemos que la presencia del mal existe, que el enemigo actúa. Pero: ¡Dios es más fuerte! El Amor es más fuerte porque Él es el Señor, el único Señor. La realidad a veces oscura, marcada por el mal, puede cambiar si nosotros, los primeros, llevamos a ella la luz del Evangelio sobre todo con nuestra vida. Hagamos que nuestra vida sea una luz de Cristo; juntémonos y llevemos la luz del Evangelio a toda la realidad.
Padre Javier Soteras
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