3/08/2021 – En Mateo 14, 22-36 aparece Jesús sorprendentemente cambiando en medio de la tormenta sobre las aguas, los discípulos creen que es un fantasma. Es tan fuerte la presencia del mal cuando se desata tormentosamente sobre nosotros que se nos desdibuja la realidad y fantasmagóricamente nos gana el miedo.
En seguida, obligó a los discípulos que subieran a la barca y pasaran antes que él a la otra orilla, mientras él despedía a la multitud. Después, subió a la montaña para orar a solas. Y al atardecer, todavía estaba allí, solo. La barca ya estaba muy lejos de la costa, sacudida por las olas, porque tenían viento en contra. A la madrugada, Jesús fue hacia ellos, caminando sobre el mar. Los discípulos, al verlo caminar sobre el mar, se asustaron. “Es un fantasma”, dijeron, y llenos de temor se pusieron a gritar. Pero Jesús les dijo: “Tranquilícense, soy yo; no teman”. Entonces Pedro le respondió: “Señor, si eres tú, mándame ir a tu encuentro sobre el agua”. “Ven”, le dijo Jesús. Y Pedro, bajando de la barca, comenzó a caminar sobre el agua en dirección a él. Pero, al ver la violencia del viento, tuvo miedo, y como empezaba a hundirse, gritó: “Señor, sálvame”. En seguida, Jesús le tendió la mano y lo sostuvo, mientras le decía: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?”. En cuanto subieron a la barca, el viento se calmó. Los que estaban en ella se postraron ante él, diciendo: “Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios”. Al llegar a la otra orilla, fueron a Genesaret. Cuando la gente del lugar lo reconoció, difundió la noticia por los alrededores, y le llevaban a todos los enfermos, rogándole que los dejara tocar tan sólo los flecos de su manto, y todos los que lo tocaron quedaron curados. San Mateo 14,22-36.
En seguida, obligó a los discípulos que subieran a la barca y pasaran antes que él a la otra orilla, mientras él despedía a la multitud. Después, subió a la montaña para orar a solas. Y al atardecer, todavía estaba allí, solo. La barca ya estaba muy lejos de la costa, sacudida por las olas, porque tenían viento en contra. A la madrugada, Jesús fue hacia ellos, caminando sobre el mar. Los discípulos, al verlo caminar sobre el mar, se asustaron. “Es un fantasma”, dijeron, y llenos de temor se pusieron a gritar. Pero Jesús les dijo: “Tranquilícense, soy yo; no teman”. Entonces Pedro le respondió: “Señor, si eres tú, mándame ir a tu encuentro sobre el agua”. “Ven”, le dijo Jesús. Y Pedro, bajando de la barca, comenzó a caminar sobre el agua en dirección a él. Pero, al ver la violencia del viento, tuvo miedo, y como empezaba a hundirse, gritó: “Señor, sálvame”. En seguida, Jesús le tendió la mano y lo sostuvo, mientras le decía: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?”. En cuanto subieron a la barca, el viento se calmó. Los que estaban en ella se postraron ante él, diciendo: “Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios”. Al llegar a la otra orilla, fueron a Genesaret. Cuando la gente del lugar lo reconoció, difundió la noticia por los alrededores, y le llevaban a todos los enfermos, rogándole que los dejara tocar tan sólo los flecos de su manto, y todos los que lo tocaron quedaron curados.
San Mateo 14,22-36.
No hay que dejar entrar al mal en nuestro interior, el tironeo de los pensamientos que luchan dentro nuestro se va dando cada día y hace falta ponerlos en orden para encontrar paz y gozo en el Espíritu.
En nosotros podríamos identificar como el sacudón del agua donde perdemos la calma, el mar embravecido, esta tormenta instalada en el momento del paso de un lugar a otro, como se entremezclan sentires y pensamientos. Cuando éstos no encuentran orden o cuando mientras están en nosotros no hay calma buscan desenfocarnos de la meta.
Los monjes mencionan tres tipos de actitudes que están detrás de estos pensamientos que golpetean en nuestro interior y generan estas tormentas: la ambición, la envidia y el orgullo.
La ambición va de la mano de un temor constante frente a la opinión de los demás, ambicionamos más en el tener y en la buena fama, porque en realidad hay una gran inseguridad, un hueco de vacío en nuestro interior, una falta de autoestima que hace que nuestra vida dependa más de la mirada, del parecer, del decir de los otros que de la confianza que tenemos en nosotros mismos y poder estar parados en nosotros mismos, entonces buscamos hacia fuera lo que en realidad deberíamos encontrar dentro de nosotros.
Cuando el corazón está en esta actitud, no podemos estar en compañía de nadie en calma por mucho tiempo, es más, nosotros mismos nos ponemos bajo la presión para desempeñar un buen papel, para que se note, para que todos nos tengan en cuenta, para darnos cuenta que valemos, es como si estuviéramos manejados desde afuera.
La ambición se manifiesta como perfeccionismo, el espíritu de perfeccionismo aparece con un gran temor de cometer errores. Ser perfectos es parecernos mucho a lo que los otros esperan de nosotros, a lo que los demás esperan de nosotros, eso nos gratifica mas que tener el modelo de la perfección que corresponde a lo que estamos llamados a ser.
Cuando gobierna la ambición, y ella gobierna desde afuera, la inestabilidad es grande, tan grande es la inestabilidad, como la de esta barca, la de los discípulos que se ve ajetreada por la tormenta, que se mueve de un lugar a otro sacudida por los vientos.
Nuestra ambición de querer parecernos mucho a lo que los demás esperan de nosotros nos hace ir de un lado para otro, sin encontrar un lugar de reposo y de paz, siempre movidos por un viento o por otro.
La envidia, los celos, nos quitan la calma de una manera muy parecida a la anterior. La envidia conduce a que nos comparemos constantemente con los demás, no podemos quedarnos en nosotros mismos y gozar de todo lo que nos es dado.
Dentro de nosotros se van como reuniendo un montón de otros con los cuales competimos y con los que nos comparamos. El efecto de esto es un montón de críticas a los demás, para encontrar justamente en ese lugar mentiroso, una fuerza que nos ponga de pie, diferenciándonos ellos .
Para poder adquirir o aumentar la autoestima es necesario desvalorizar a los otros, el otro no puede permanecer tal cual es, debemos añadir nuestro comentario, es constante en algunos ambientes esto de estar permanentemente hablando de los demás. Quien actúa así lo hace porque en realidad no sabe quien es él mismo, no termina de encontrarse a si mismo, es una característica típica de nuestra inseguridad en la convivencia de este tiempo.
Solo cuando uno está en paz con uno mismo encuentra que todo lugar por donde atraviesa es un lugar habitable para si mismo, cuando no es así, cuando los demás son competidores nuestros, son adversarios nuestros, la lucha se hace interminable.
Cuando el otro es un adversario, un competidor mío, es porque en mi corazón el espíritu de comparación, de estar midiéndonos unos a otros es constante, y el origen de esto es una gran inseguridad y una muy baja autoestima, que hace que yo necesite estar en comparación con otro que me sirva de parámetro para medirme a mi mismo.
El espíritu de la envidia, el espíritu de la competencia, propio de los que no viven como hermanos sino enfrentados, es lo que encuentra el padre del relato del hijo pródigo al final en la relación entre el hijo mayor y el hijo menor. “este hijo tuyo, que ha malgastado todos los bienes….”, y todo el discurso que une alrededor suyo, “mirá como lo recibís, con una fiesta, ¿a mi cuando me hiciste una fiesta?”, eso es el espíritu de comparación.
Cuando una persona es envidiosa, y desde allí es criticona, y desde la crítica destruye a los demás, está básicamente desubicada en la vida, no sabe donde está parada, aparentemente muy segura en su decir, en su hablar, en su expresión, como dueña del escenario que le rodea, pero realmente vacía en si misma, y ausente de una relación saludable, fraterna.
El espíritu de la competencia, de la lucha con los otros, atenta contra aquello que nos hace verdaderamente ser nosotros mismos, el vínculo con los demás, donde el yo y el tu se hacen nosotros, entre los que estamos llamados a ser en el misterio de la alianza en la que Dios quiere reflejar su rostro comunitario: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Cuando carecemos de esto atentamos contra el misterio, cuando nos gana la envidia, cuando nos gana la competencia, cuando nos gana la lucha con los demás en la crítica insana, atentamos contra el misterio que Dios quiere revelar a través de nosotros, que estamos llamados a ser uno siendo distintos, siendo diversos.
Alguna vez un pensador sostuvo que “los otros son un infierno”, nosotros sostenemos que los otros son el pedazo de cielo que Dios nos regala, un anticipo de la eternidad, donde por el misterio trinitario unos y otros vivimos en los demás.
Apartarnos del espíritu de comparación y de competencia que nace de la envidia, que nos quita la paz es ir acercándonos un poco mas al cielo, donde, como en el misterio de la trinidad, las personas vamos a habitar de cara a Dios, contemplándolo tal cual es, permaneciendo unidas unas y otras.
El orgullo es el otro viento que golpea nuestra barca, para darla vuelta, para sacarla del rumbo, para impedirnos permanecer en paz mientras vamos de un lugar a otro.
El orgullo consiste en la negativa de ver la propia realidad y de reconciliarnos con ella, permanecemos como atados a nuestra imagen ideal y cerramos los ojos de cara a nuestras fragilidades, a nuestras manchas, vivimos en el temor constante de que los demás puedan escudriñar nuestra fachada y descubrir nuestras fragilidades.
Nace de un amor falso, desmesurado, falto de realismo que tenemos para con nosotros mismos, y de un temor que nos hace inventar mil y un mecanismos de defensa, de armaduras, con las que nos vemos absolutamente impedidos para afrontar la buena batalla.
Cuando nosotros buscamos armarnos de lo que no somos, hacernos los grandes cuando en realidad somos pequeños, no le permitimos a Dios que nos tome entre sus manos y nos engrandezca desde nuestra pequeñez y desde nuestra condición frágil, le ponemos como un impermeable a la gracia de Dios para que nos asista, nosotros elegimos el arma del mecanismo de la autodefensa, por el temor que nos da, desde la soberbia, el que los otros puedan descubrir que frágiles somos, y desde allí puedan manipularnos, maltratarnos o herirnos.
El camino de la identificación con nosotros mismos, lejos de toda armadura, es un camino de confianza en Dios, que puede donde nosotros no podemos, por eso hace falta justamente la gracia de la humildad, que es “andar en verdad”, ni mas ni menos, llamar a las cosas por el nombre que tienen, sin temor a decirlas, sabiendo que si las decimos no desenfadadamente, sino en las manos de Dios, donde estamos, nos hacemos grandes de verdad.
Dios visitó la humildad de su servidora, dice María, y la engrandeció a partir de su presencia, porque de ahora en adelante todas las generaciones la llamarán feliz; el Poderoso hizo en ella grandes cosas, en la humildad de su servidora, en el servicio de su esclava.
Es como somos, que Dios nos quiere de cara a Él y de cara a los demás, para realmente ser lo que estamos llamados a ser no nos hace falta revestirnos de nada mas de lo que ya somos. Dios hace el resto, y se encarga de ponernos en el lugar en donde debemos estar.
La ambición, la envidia o el orgullo hacen tambalear nuestra barca, y mientras eso va ocurriendo, nosotros sentimos que el Señor viene a nosotros, lo hace con su presencia en medio nuestro, y nos trae la serenidad, la calma y la paz.
Para conservar la armonía interior nada mejor que denunciar aquella tormenta que sacude nuestro interior, nuestra barca, la que viene con los vientos de la ambición desmedida, la que sacude interiormente la envidia, que nos hace hablar mal de los demás, el espíritu constante de comparación, la que genera en nuestro corazón el orgullo, la soberbia, que nos llena de mecanismos de defensa desde donde no nos animamos a llamar las cosas por el nombre que tienen, y que las disfrazamos de mil maneras porque nos da miedo, de cara a los demás, lo que puedan decir de nosotros mismos.
Anímate a recorrer un camino de búsqueda de la armonía interior, con la presencia de Aquel que dice: “calma, soy Yo”, es tiempo de sacar de nosotros los fantasmas de las imágenes falsas que nos hacemos de nosotros mismos, y construimos en el vínculo con los demás. El Señor nos regala esta gracia.