30/06/2020 – En el Evangelio de hoy, San Mateo 8,23-27, Jesús aparece calmando la tempestad, mientras la barca va de una orilla a otra. Es justamente el texto elegido por el Papa Francisco para hacerle frente a la pandemia, invitándonos a salir juntos de ésta crisis.
Jesús subió a la barca y sus discípulos lo siguieron. De pronto se desató en el mar una tormenta tan grande, que las olas cubrían la barca. Mientras tanto, Jesús dormía. Acercándose a él, sus discípulos lo despertaron, diciéndole: “¡Sálvanos, Señor, nos hundimos!”. El les respondió: “¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?”. Y levantándose, increpó al viento y al mar, y sobrevino una gran calma. Los hombres se decían entonces, llenos de admiración: “¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?”. San Mateo 8,23-27
Jesús subió a la barca y sus discípulos lo siguieron. De pronto se desató en el mar una tormenta tan grande, que las olas cubrían la barca. Mientras tanto, Jesús dormía. Acercándose a él, sus discípulos lo despertaron, diciéndole: “¡Sálvanos, Señor, nos hundimos!”. El les respondió: “¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?”. Y levantándose, increpó al viento y al mar, y sobrevino una gran calma. Los hombres se decían entonces, llenos de admiración: “¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?”.
San Mateo 8,23-27
En el Evangelio vemos que Jesús sube a la barca con los discípulos y en algún momento del viaje, los discípulos pierden la paz interior, a causa de la tormenta, pero también la pierden a causa de su falta de confianza en Jesús.
Entre los discípulos había expertos pescadores, hombres de mar. Ellos sabían cuándo la situación se tornaba realmente peligrosa. En medio de la tormenta, las viejas tablas de la barca harían ruido, como a punto de quebrarse y separarse entre sí. Aquéllos sacaban el agua ya no podían más de cansancio e impotencia. Se desanimaban al ver que era más el agua que entraba en la barca que la que ellos llegaban a sacar. Se habrán preguntado: ¿Para que seguir intentando si no logramos nada?
Cuántas veces esta situación se repite en nuestras vidas. Tomamos decisiones buscando la voluntad de Dios, nos decidimos a navegar mar adentro porque el Maestro así lo mandó. Confiamos en su Palabra, pero él nada nos advirtió de vientos rugientes (situaciones fuera de nuestro control), olas altas como edificios (obstáculos que nos parecen insalvables y que nos hacen sentir pigmeos); y, en medio de esa situación, parece que él está dormido, pues, además, experimentamos aridez espiritual y sequedad en la oración.
Sin embargo, hay que tener en cuenta que esta experiencia de aridez es una participación en la pasión de Cristo, que nos ayuda a avanzar en la humildad, colocándolo a él como centro de nuestra vida espiritual, en lugar de a nosotros mismos. De este modo, sin darnos cuenta vamos alcanzando nuevos niveles de libertad. Las transformaciones evolucionan al mismo tiempo que lo hace la virtud de la humanidad. En esos momentos, nos puede parecer que Jesús está dormido, pero está más despierto que nunca.
En medio de las tormentas, las dificultades y la aridez, quizás, empezamos a lamentarnos de haberle hecho caso: pensar que en tierra firme estábamos tan bien. Teníamos todo bajo control. Tal vez, no vemos que ese es el problema, que nunca le entregamos de verdad el control sobre todas las áreas de nuestra vida a Jesús. Es que, cuando nos subimos a la barca del Señor, ni siquiera debemos depositar nuestra confianza en la barca; que son unas pocas maderas que nos mantienen a flote y nos separan, frágilmente del abismo de las profundidades del mar.
La confianza no debe estar puesta en la barca, sino en el Señor, que contigo va. Él se subió a la barca contigo y, aunque, por momentos parece dormir, está bien atento a tus necesidades.
Muchas veces nos enojamos con él, pero olvidamos pedirle con confianza: Señor, sálvame que me ahogo, Señor sálvame que ya no puedo más. Sálvame que se me han agotado las fuerzas y los recursos humanos. Recién allí, le empiezas a dar a Jesús el poder para que se ponga de pie en la barca de tu vida.
Hasta ese momento, lo dejaste dormir; no lo pusiste a trabajar contigo; a lo mejor, quisiste que él remara, sin embargo no le entregabas el timón de la barca, porque lo querias tener tú bien agarrado.
No obstante, cuando adviertes que, como timonel eres un desastre, y clamas a Dios desde lo profundo de tu corazón, entonces, le permites a Jesús ponerse de pie y reprender a los vientos y al mar de las tormentas que te rodean, y, así, vuelve la paz. Una paz más profunda que la que existía antes de la tormenta.
Uno siente que el miedo deja lugar al asombro, a la admiración; y uno se postra como lo hizo Pedro, en otro momento de su vida, cuando, después de la pesca milagrosa le dijo: Aléjate de mi, Señor; porque soy un pecador. Jesús, en su santa terquedad, no se aleja de vos, pues parece tener predilección por los pecadores, de corazón contrito y humillado. A través de la bendita tormenta, te ha enseñado algo nuevo: no estás solo, él está contigo.
Por lo tanto no podes permitir que ninguna tormenta de la vida te arrebate la paz interior.
Probablemente, en algunos momentos, él duerma; pero está allí contigo, no se baja se tu barca y no te deja a la merced de las tormentas. Él permanece junto a vos en las buenas y en las malas.
Los apóstoles, comprenderán más adelante, con el envío del Espíritu Santo a sus vidas el día de Pentecostés, que tendrán que atravesar aguas frecuentemente agitadas, y que Jesús estará siempre en su barca, la Iglesia.
En ocasiones, el Señor se halla aparentemente dormido y callado, pero siempre estará cercano y poderoso; jamás se alejará. Esto lo entendieron mejor cuando, poco después, en los comienzos de su predicación apostólica, se vieron cercados por las persecuciones y sintieron el dolor provocado por la incomprensión de la sociedad. Sin embargo, el Maestro los confortaba, los mantenía a flote y los impulsaba a nuevas tareas evangelizadoras. Al igual que en aquel entonces, sucede ahora con nosotros.
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