02/08/2024
Hoy compartimos el Evangelio de Mateo 13, 54-58, donde Jesús sorprende a sus paisanos de Nazaret.
“Al llegar a su pueblo, se puso a enseñar a la gente en la sinagoga, de tal manera que todos estaban maravillados. «¿De dónde le viene, decían, esta sabiduría y ese poder de hacer milagros? ¿No es este el hijo del carpintero? ¿Su madre no es la que llaman María? ¿Y no son hermanos suyos Santiago, José, Simón y Judas? ¿Y acaso no viven entre nosotros todas sus hermanas? ¿De dónde le vendrá todo esto?». Y Jesús era para ellos un motivo de escándalo. Entonces les dijo: «Un profeta es despreciado solamente en su pueblo y en su familia». Y no hizo allí muchos milagros, a causa de la falta de fe de esa gente.Mateo 13,54-58
Hemos confundido lo extraordinario con lo grande. Hay miles de historias muy sencillas, que no son estruendosas, no son para Hollywood, y sin embargo son bien grandes. Son historias de grandezas de alma escondidas en nuestros recuerdos familiares, capaces de ensanchar el corazón y de invitarnos a más. Cuánta gente de corazón grande. Jesús es un grande; no hace signos extraordinarios ,es el carpintero, el hijo de María, y sin embargo es gigante. Hemos confundido la grandeza con lo extraordinario, espíritus grandes contenidos en pequeños.
Hoy pienso en aquellos a quienes las crisis sociales les fueron apagando el alma, el deseo de cosas grandes, entremezclado con la pobreza de dignidad. ¿Qué hacemos? Recuperar la grandeza que está escondida en todo hombre, y buscar reencenderla a partir de recuerdos cargados de vida.
Ha quedado en mi recuerdo como uno de esos objetos sin edad. Como si a fuerza de estar y de alumbrar, hubiera logrado vencer el tiempo y permanecer. Era una lámpara antigua de bronce. Tampoco podría afirmar, al revivirla hoy en mi recuerdo, si lo que la adornaba eran dibujos o simplemente arrugas con las que la vida y los acontecimientos habían ido ganándole un rostro.
Tenía ese noble color del bronce, y la capacidad de alumbrar en silencio. Era una lámpara con pie. Cuando se la encendía, se la colocaba siempre en el centro de la mesa familiar. De ahí que su recuerdo lo tengo acollarado a las noches de invierno. Porque en verano vivíamos a la intemperie, y entonces no se usaba la lámpara, sino un farol que se colgaba de las ramas del árbol del patio.
Pero la lámpara de bronce tenía esa rara cualidad de crear la intimidad. Objeto quedado, de entre miles de objetos idos, la vieja lámpara de bronce parecía haber asumido en lo más íntimo de sí su propia soledad, y quizá fuera de allí de donde sacara esa misteriosa fuerza para crear la comunión.
Cuando entrada la noche se encendía la lámpara, parecía que su luz quieta hiciera crecer a su alrededor el silencio, y no sé qué misterio viejo. Mirando su llamita, los niños dilatábamos las pupilas, y quietos de cuerpo y alma, remábamos tiempo adentro. Hacia esa época legendaria en que grandes vapores llenos de inmigrantes avanzaban por el mar hacia nosotros. En uno de ellos había venido a desembarcar en nuestra mesa aquella lámpara.
Entre nosotros su luz creaba esa misteriosa realidad de hacernos sentir con raíces, viniendo de un tiempo viejo. Sabíamos que en otros tiempos su luz había alumbrado fiestas bulliciosas; que en ocasiones había creado la sombra precisa para ocultar una mirada furtiva; y que su llama había mantenido la luz necesaria para alimentar las confidencias.
En aquellos tiempos viejos, quizá había sido en las noches de la llanura la única respuesta de luz en leguas a la redonda, para el diálogo de nuestros abuelos con las estrellas.
No la sentíamos vieja. Porque intuíamos que había superado el tiempo. De la misma manera no nos atrevíamos a llamar vieja a una fruta madura. Madura de alumbrar, había terminado por asumir la vida en sí misma. Uno sabía que esa madurez de vida era el combustible que le permitía seguir alumbrando quieto.
Porque tenía una rara manera de alumbrar sin hacer ruido: tenía una luz mansa.
Cuando se nos apagan los sueños o no hay aspiraciones a más, como nos invita San Ignacio, nada mejor que traer al corazón un buen recuerdo. No está la respuesta en lo extraordinario y estrepitoso, sino en la grandeza, en lo que está por dentro la capacidad de abrirse a lo grande.
Muchos se escandalizaron al ver a Jesús obrar grandezas y maravillas en medio de su pueblo. ¿Qué escandaliza? Ver al Dios hecho hombre. Escandaliza la encarnación, que lo bueno venga de modo sencillo, que lo grande se mezcle entre lo pequeño y que lo extraordinario se mezcle en lo de todos los días. Eso escandaliza, y se lleva “a las patadas” con la soberbia. La de Jesús es otra lógica, que viene por el camino del amor que se hace a todo y se adapta a todos los escenarios, y siente una especial atracción en los escenarios más pobres. En esos lugares Dios es como nunca, en donde no hay capacidad de dar respuesta a tanta grandeza. Dios es Dios y no aplasta sino que dignifica con su amor dando dignidad a la pobreza, en su locura y en su vulnerabilidad.
Nunca podemos competir con Dios, pero hay veces que la visita de Dios sólo despierta en nosotros grandeza y admiración. Sólo cuando experimentamos la poquedad frente a la grandeza de Dios, podemos dejarnos transformar por Él. Cuando así nos presentamos frente a Él todo comienza a ser distinto. Lo mismo que ocurre en casa cuando el candil de la abuela del cuento comienza a arder y nos abre los sueños a lo mejor de lo que vendrá permitiendo a Dios que obre grandezas en medio de nosotros.
Fuente del “El candil de la nona”, Mamerto Menapace, publicado en La sal de la tierra, Editorial Patria Grande
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