Jesús, hijo de David, ten compasión de mi…

miércoles, 18 de junio de 2008
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Cuando Jesús salió de Jericó acompañado de sus discípulos y de una gran multitud, el hijo de Timéo, Bartiméo, un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que pasaba Jesús el nazareno, se puso a gritar; “Jesús, hijo de David, ten piedad de mi”. Muchos lo reprendían para que se callaran. Pero él gritaba más fuerte; “¡Hijo de David, ten piedad de mi!”. Jesús se detuvo y dijo; “llámenlo”. Entonces llamaron al ciego y le dijeron, ánimo, levántate, él te llama. Y el ciego arrojando su manto se puso de pie de un salto, y fue hacia él. Jesús le preguntó; “¿Qué quieres que haga por ti?”. El le respondió: “Maestro, que yo pueda ver”. Jesús le dijo; “vete tu fe te ha salvado”. En seguida comenzó a ver y lo siguió por el camino.

Marcos 10, 46 – 52

Jesús que cura al ciego, llamado Bartiméo, en este relato sencillo, pero, lleno de detalles. Creo que son estos relatos, que le podríamos poner pintorescos, que, nos invitan a leerlo una y otra vez, para ubicarnos en aquella escena. En esa salida de Jericó. Ese pueblo que estaba a ni muy distante de Jerusalén, Jesús va camino a Jerusalén.

Un pueblo particular, con muchas entradas y salidas de comerciantes.

Este relato sencillo, lleno de detalles, símbolo claro de la ceguera humana espiritual, pero esa que también puede ser curada. Esta vez Marcos dice el nombre del Ciego, se ve que Marcos tenía testimonios de primera mano. Porque aquel buen hombre que recobró la vista y le seguía por el camino, se convirtió después, tal vez en un discípulo conocido.

Estaba sentado al costado del camino inmóvil, dependiente de los que lo rodeaban. Había oído hablar de Jesús y en medio de su ceguera oía al gentío pasar. Correr, bailar, pero nada de aquello era para él. Ni porque se detuvieran, ni porque pudiera disfrutar. Aquello era sólo un sueño. Su realidad era la de un hombre mutilado, abandonado a sus tinieblas, a su soledad y a su miseria.

Y esto era así, porque un ciego estaba condenado a la miseria. No podía desarrollar ninguna otra actividad. Habitualmente se ponían al borde del camino. Y allí esperaban. Normalmente a la entrada o a la salida de la ciudades, esperando una limosna de los comerciantes que entraban y que salían.

El griterío le dice que allí está Jesús. Desde su noche se pone a pregonar su vida de infortunio, y la esperanza loca que se despierta en el. “¡Ten compasión de mi!; ¡Ten compasión de mi!” Hijo de David, ten piedad de mi. No le importan las recriminaciones que le hacen, pues nada tiene que perder. El confía al igual que el niño. Grita simplemente. Espera. Jesús se detiene. Él tenía claro que no necesitan médicos los sanos. Sino los que están mal. Jesús había puesto en pie, delante de Él, a unos niños, unos momentos antes. Ahora es la multitud quien levanta al enfermo y lo conduce a la presencia de aquel en quien se cumple, las profecías de Isaías.

El ciego suelta su manto. Aquel manto mugriento, que era lo único que tenía. Rompe con su pasado, y da un salto hacia la luz. La gente primero reacciona perdiendo la paciencia, con este pobre hombre que grita. Jesús si lo atiende y manda que se lo traigan. El ciego, solamente tiene una actitud. Suelta el manto. Se acerca a Jesús, que después de un brevísimo diálogo, el que nos trae el evangelio de Marcos, constata su fe y le devuelve la vista.

Se detuvo Jesús y dijo llámenlo. Llamaron pues al ciego; ánimo, pues, levántate. Él te llama. Y corre hacia Jesús. Hay que detenerse unos momentos a imaginar esta escena. Ver a la muchedumbre, a Jesús, al ciego. Adivinar y acercarnos a sus sentimientos. Hacer oración a partir de esto. ¿Qué quieres que haga por ti? ¡Qué pregunta la de Jesús! Casi obvio.

Señor, ¡que vea! Anda, tu fe te ha salvado. Eran tantas cosas las que podía pedir. ¿Qué quieres que haga por ti? A alguien que estaba acostumbrado a pedir limosna, y a vivir de la caridad. Podría haber pedido una limosna. Un cobijo. Un nuevo manto. Podría haber pedido tener más amigos, consuelo. Pero el ciego sabía muy bien lo que necesitaba. Por eso le respondió rápidamente, raboní, que vea, maestro, que vea.

Pide o que sólo se puede pedir desde la fe. Lo imposible. Pide la vista. Anda, tu fe te ha salvado. Y al instante recobró la vista y lo seguía por el camino. Lo primero que vieron sus ojos, antes muertos, fue el rostro de Jesús que le mira con gozo, y la alegría que inunda sin límites su alma.

Pero todo esto no es solamente que ve, es que está lleno de la misericordia de Dios, lleno d Dios. Ve con el cuerpo, y ve con el alma. Percibe todos los matices de la realidad. Antes sólo accesible por el oído. Sin dudas que sabía muy bien lo que estaba pasando, cuando en el silencio de la banquina estaba allí, esperando que alguien, le de alguna moneda.

Estos comerciantes grandes y ruidosos que salían, camino a Jerusalén. Pero ahora ve con el cuerpo y con el alma. Y ve el rostro de Jesús. ¡Qué extraordinario tiene que haber sido aquello! De haber sido ciego, y no haber visto nunca nada, encontrarse con el rostro de Jesús.

Es interesante notar que no hay en el evangelio, como en otros milagros, la orden de guardar el secreto. Y nos podemos preguntar por que.

Es que ha llegado el momento de entender el mesianismo de Jesús de un modo equivocado. Se hace la luz. El ciego de Jericó es la figura del cristiano que es iluminado por Jesús, que se está acercando a Jerusalén, y se acerca el momento de su hora, como dice san Juan.

Figura del cristiano, similar a la de aquel sordomudo a quien Jesús le dijo, efeta. Anuncia desde ahora el acto de fe del centurión. Que al morir Jesús, será iluminado para decir, este hombre era verdaderamente el Hijo de Dios. Esta es la luz que viene a iluminar. Y por eso, ya no hay secretos. Anuncia la multitud de iluminados, es decir de bautizados. Que durante veinte siglos fueron y somos, objeto de la misericordia de Jesús. Y que nos esforzamos para seguirle y participar de su misterio Pascual. ¿Por donde? Por este camino por donde nos precedió, hacia la Jerusalén al momento de la Pascua.

Cuando escucha estos relatos, le dan ganas de decir, ¡que lindo hubiera sido estar ahí!- ¡que lindo hubiera sido experimentar que se abran los ojos, y ver a Jesús!

Y a veces somos un poco necios porque lo podemos vivir y experimentar. Cuantas veces, cuando nos acercamos al sacramento de la reconciliación, experimentamos esto, cuando el sacerdote nos dice, yo te absuelvo de tus pecados. Lo tenemos al mismo Jesús allí al frente. Que nos abre los ojos, que nos despierta, y que nos inunda, de misericordia y de amor. Qué hermosa imagen esta, la que hoy nos regala la liturgia de la Iglesia, para contemplar, vivir y para pensar como en una escena en el cine, estar allí contemplando esta imagen. El ciego al borde del camino. La multitud que va y que viene. Miles de ruidos distintos. Y entre ellos, el ruido propio de Jesús que se acerca rodeado de gente. Y allí este hombre que comienza a pedir ayuda, y se encuentra con la vista. Se encuentra con la luz y con Jesús.

La ceguera de este hombre en el evangelio de Marcos es el símbolo, de otra ceguera. La espiritual, la intelectual, lo que es mucho más grave en nuestra vida, cuando nos enferma.

Sobre todo porque Marcos nos ubica en medio de escenas en que aparece subrayada la incredulidad, de los judíos, y la torpeza de entender de los apóstoles. Ayer nomás discutían, se peleaban por estar cerca. Los judíos que buscan la manera de acabar con Él. Y El grupo de los más cercanos que se pelean por la foto, por el primero y segundo puesto. Por la izquierda y la derecha en el Reino.

Como cuando vamos al oculista a hacernos un chequeo de nuestra vista. Hoy podemos reflexionar sobre como va nuestra vista espiritual.

¿No se podría decir de nosotros que estamos ciegos porque no acabamos de ver lo que Dios quiere que hagamos? ¿O que nos conformamos con andar por la vida entre penumbras? ¿O que nos conformamos con las migajas que nos tira algún momentito, así con el Señor, medio rápido. El darle gracias porque me hizo alcanzar esto o aquello, pero no más que cosas de este mundo. El conformarme con ser amigo de este o de aquel que está más cerca de Dios y que yo le pido que rece por mi. El conformarme con participar de la eucaristía, una vez cada tanto. O hacerlo a las apuradas. Migajas de aquello que Dios quiere darnos.

Cuando en realidad tenemos cerca al médico de este mundo.

Hagamos la oración de Bartiméo. Que oración más sencilla y breve.

Maestro, que pueda ver.  Soltemos el manto, será un buen símbolo de la rotura con el pasado, y de la acogida de la luz nueva que es El.

También podemos preguntarnos a la luz de el evangelio, ¿Cómo tratamos a los ciegos que están a la vera del camino buscando, gritando su deseo de ver?

Nos ponemos en aquellos que están caminando, entrando y saliendo de Jericó. De aquellos que están camino a Jerusalén, para hacer sus negocios. De aquellos que pasan por Jericó, y se detienen simplemente para descansar un poco de ese viaje que es bastante extenuante. Porque es una continua subida hacia Jerusalén. Y un momento que podemos ponerle el nombre de profundamente desagradable. Y que mucho tiene que ver e iluminar a lo que nos invita ahora la Palabra. Cristo salía de Jericó acompañado de mucha gente. Mucha. No olvidemos que para ese entonces, Cristo, este Jesús de Nazaret, ya tenía fama. Ya tenía sus seguidores.

Multiplicaba panes, había curado enfermos, resucitado muertos. Se corría la noticia de que hasta el Mar le hacía caso. Hacía milagros y esto hacía que muchos, lo estén siguiendo. Por eso es grande el griterío que escucha este hombre a la vera del camino.

Jesús ya tenía partidarios. Unos pocos partidarios de su doctrina y de su persona, con todas sus consecuencias. Aun cuando todavía no terminaban de entender y de ver con claridad, caso concreto de sus apóstoles. Y otros de los que iban detrás de Jesús de este grupo que iba atrás del que triunfaba y parecía un hombre de Dios. Estaban también los de siempre. El grupo de los que sacan ventaja. El grupo de los que estaban en la ocasión en la multiplicación de los panes. En ocasión de acercar algún familiar, o amigo, porque estaba enfermo y el podía sanarlo y curarlo.

Estaban los que lo seguían y veían en Él, un hombre de Dios. Lo seguían y veían en Él al Mesías. Y estaba también el grupo de los que seguían simplemente los milagros. Por eso volvamos a tantos jóvenes, a tantos mayores. Muchas personas que nos ven. Que no encuentran sentido a la vida. Y que pueden dirigirse a nosotros, que somos y que nos llamamos cristianos. Que a lo mejor, al vernos en un estilo de vida distinto de compromiso en la vida de la Parroquia, en nuestra comunidad. De compromiso en la sociedad. Y aquellos que no saben para donde ir se acercan y necesitan de nuestra ayuda. Necesitan de nuestras respuestas. Necesitan de nuestra presencia, para decirle, el Señor te llama. Este hombre estaba a los gritos en la vera del camino, pero tuvo que ir alguien a decirle “Che, Jesús te llama”.

Tuvieron que acompañarlo hasta donde estaba Jesús. Nos ponemos de ese lado. De los que venimos caminando. Y que venimos con tantas cosas todos los días. Podemos perder la paciencia como los discípulos, porque siempre resulta incómodo, el que pide o hace preguntas que incomodan. Siempre un poco nos molesta ¿Viste?

No podemos perder el tiempo en estas cosas. Y hasta a veces cuando alguien se acerca y nos pregunta, damos algunas repuestas, que son como estos gritos que también le daban al ciego. ¡Calláte, silencio, no molestes!

El Señor no te va atender, está para otros milagros, para otras cosas. No va a hablar con vos.

Cuantas veces cuando alguien se acerca y perdemos la paciencia por la pregunta, por lo que nos quiere contar, interiormente decimos, ¿ y por qué no aprovechará acercarse más él a Dios? ¿Por qué no irá a misa? ¿Por qué no leerá algún librito que ayude y que está bueno? La actitud no es la despreocuparnos.

Hoy la actitud también que podemos pensar para nuestra vida, desde el relato de Bartiméo, es si el Señor no nos está diciendo que, nos acerquemos al ciego, y que lo ayudemos a llegar a Jesús. Y con mucha amabilidad, con mucha caridad; decirle ánimo, levántate, Él te llama.

Convengamos que es interesante porque los que venimos desde hace tiempo, caminando este camino de Jesús, hemos tenido las Gracias de tantas veces ser sanados y curados de la ceguera, la gracia de encontrarnos cara a cara con Jesús, en estas experiencias de Cristo vivo, resucitado. No solamente en la reconciliación, en la Eucaristía. En el hermano en la comunidad, en el servicio pastoral que prestamos, cuantas veces hemos tenido este regalo. Estar cara a cara con Jesús. Hemos tenido este entusiasmo de seguirlo por el camino. Pero mientras vamos siguiéndolo cuántos ciegos hay a la vera del camino. Ánimo, levántate que Jesús te llama.

A lo mejor podés pensar en alguien que desde hace tiempo está allí, y está esperando que vos le des una mano. Quizá haya alguien que cerca de ti esté gritando. Ten compasión de mi. Y quizás necesite que vos le digas; “ánimo, levántate que te llama”.

Cristo es la luz del mundo. Pero también nos encargó a nosotros que seamos luz. Y que la lámpara está para alumbrar a otros. Para que no tropiecen y vean el camino.

Jamás se enciende una lámpara para guardarla en el cajón. Jamás se enciende una luz y se la esconde para que no se la vea. La luz siempre tiene que estar en un lugar bien abierto, amplio, alto, para que ayude al otro a ver el camino.

Así como le damos gracias al Señor por tantas veces que nos sacó de la banquina, de la orilla del camino, de nuestra ceguera, descubramos desde la humildad que es la verdad, a cuántos hemos ayudado nosotros a que vean. ¿A cuántos podemos ayudar? ¿A cuántos hemos podido decir en nuestra vida ánimo, Él te llama?

 Tal vez esté presente encuentro con Jesús a través de tu encuentro con estos ciegos al costado del camino, a alguien que no hace mucho ayudaste a acercarse a Jesús. Y es lindo dar gracias y reconocer que en este camino detrás de Jesús podemos ser útiles para el Señor.

Todos de alguna manera somos ciegos, y todos podemos ayudarnos a caminar. Es preciso anhelar la salvación. Anhelarla. Es el ejemplo de este ciego, gritando. Aunque los que nos rodean nos exhorten a callar. Gritar para romper y superar las murallas que nos rodean.

Martín Valverde, con su manera de anunciar el evangelio, tiene una expresión sobre la actitud de Bartiméo, que es interesante. Siempre, me llamó la atención. Martín Valverde, invita, comentando este milagro, a copiar lo que hizo el ciego. Se hizo el sordo. Era ciego, pero se hizo el sordo. No escuchó a los que le decían que no moleste. El evangelio no será nunca acogidos por los que creen ver, sino por los que se saben ciegos, paralíticos, leprosos. Es la gran lección del evangelio de este día. El ciego ve porque quiere ver. Porque tiene fe. Porque sabía que Jesús podía darle una respuesta. Porque se sabía necesitado y mendigo de la misericordia. Y por eso puede seguir el camino de la vida. Que es el mismo Jesucristo con quien se encuentra.