24/04/2024 – 📖𝗘𝗻 𝗝𝘂𝗮𝗻 𝟭𝟮, 𝟰𝟰-𝟱𝟬 Jesús se revela como la luz. En la adhesión de fe a Jesús, encontramos la claridad que estamos buscando.
Jesús clamó diciendo: “El que cree en Mí, no cree en Mí, sino en Aquel que me envió; y el que me ve, ve al que me envió. Yo la luz, he venido al mundo para que todo el que cree en Mí no quede en tinieblas. Si alguno oye mis palabras y nos las observa, Yo no lo juzgo, porque no he venido para juzgar al mundo, sino para salvarlo. El que me rechaza y no acepta mi palabra, ya tiene quien lo juzgará: la palabra que Yo he hablado, ella será la que lo condenará, en el último día. Porque Yo no he hablado por Mí mismo, sino que el Padre, que me envió, me prescribió lo que debo decir y enseñar; y sé que su precepto es vida eterna. Lo que Yo digo,, lo digo como el Padre me lo ha dicho”. Juan 12,44-50
Estamos ante el epílogo de la vida pública de Jesús: es el último fragmento del «libro de los signos» de Juan. El propio Jesús dirige una clara y definitiva llamada a todos los discípulos para que orienten su propia vida en lo esencial con una adhesión convencida y vital a su Palabra.
Recuerda Cristo que el objeto de la fe reposa en el Padre, que ha enviado a su propio Hijo al mundo. Entre el Padre y el Hijo hay una vida de comunión y de unidad, por lo que «el que crea» en el Hijo cree en el Padre, y «el que ve» al Hijo ve al Padre. Existe una plena identidad entre el «creer» en Jesús y el «ver» a Jesús, entre el «creer» en el Padre y el «ver» al Padre. Para el evangelista, nos encontramos frente a un ver sobrenatural que experimenta el que acoge la Palabra del Hijo de Dios y la vive. Cristo, es decir, la plena revelación de Dios, es el «rostro» de Dios hecho visible. Quien se adhiere a él reconoce y acepta el amor del Padre.
Desde el Padre y el Hijo, pasa Juan, a continuación, a considerar «el mundo» en el que viven los hombres. Quien tiene fe en Jesús entra en la vida y en la luz. Ahora bien, la necesidad de creer en el Hijo y en su misión está motivada por el hecho de que él es «la luz del mundo» (Jn 8,12; 9,5; 12,35s). Quien acoge la luz de la vida escapa de las tinieblas de la muerte, de la incomprensión y del pecado, y se salva a sí mismo de la situación de ceguera en la que con frecuencia se encuentra el hombre. En efecto, el verdadero discípulo es el que cree, guarda en su corazón y pone en práctica las palabras de Jesús. Por el contrario, el que no cree permanece en las tinieblas
Andar en tinieblas es Vivir sin un propósito. El que anda en en tinieblas “no sabe a donde va” (Juan 12:35)
En la Exhortación Pastoral Evangelio Gaudium se advierte de alguna esta sombra en los agentes pastorales. Ahí afirma el Papa Francisco: “Hoy se puede advertir en muchos agentes pastorales, incluso en personas consagradas, una preocupación exacerbada por los espacios personales de autonomía y de distensión, que lleva a vivir las tareas como un mero apéndice de la vida, como si no fueran parte de la propia identidad. Al mismo tiempo, la vida espiritual se confunde con algunos momentos religiosos que brindan cierto alivio pero que no alimentan el encuentro con los demás, el compromiso en el mundo, la pasión evangelizadora. Así, pueden advertirse en muchos agentes evangelizadores, aunque oren, una acentuación del individualismo, una crisis de identidad y una caída del fervor. Son tres males que se alimentan entre sí.
La cultura mediática y algunos ambientes intelectuales a veces transmiten una marcada desconfianza hacia el mensaje de la Iglesia y un cierto desencanto. Como consecuencia, aunque recen, muchos agentes pastorales desarrollan una especie de complejo de inferioridad que les lleva a relativizar u ocultar su identidad cristiana y sus convicciones. Se produce entonces un círculo vicioso, porque así no son felices con lo que son y con lo que hacen, no se sienten identificados con su misión evangelizadora, y esto debilita la entrega. Terminan ahogando su alegría misionera en una especie de obsesión por ser como todos y por tener lo que poseen los demás. Así, las tareas evangelizadoras se vuelven forzadas y se dedican a ellas pocos esfuerzos y un tiempo muy limitado.
Se desarrolla en los agentes pastorales, más allá del estilo espiritual o la línea de pensamiento que puedan tener, un relativismo todavía más peligroso que el doctrinal. Tiene que ver con las opciones más profundas y sinceras que determinan una forma de vida. Este relativismo práctico es actuar como si Dios no existiera, decidir como si los pobres no existieran, soñar como si los demás no existieran, trabajar como si quienes no recibieron el anuncio no existieran. Llama la atención que aun quienes aparentemente poseen sólidas convicciones doctrinales y espirituales suelen caer en un estilo de vida que los lleva a aferrarse a seguridades económicas, o a espacios de poder y de gloria humana que se procuran por cualquier medio, en lugar de dar la vida por los demás en la misión. ¡No nos dejemos robar el entusiasmo misionero! EG 78 ,79, 80
No aborrecer a los hermanos vivir para los demás n. “El que dice que está en luz, y aborrece a su hermano, está todavía en tinieblas” (1 Juan 2:9)
Cuando más necesitamos un dinamismo misionero que lleve sal y luz al mundo, muchos laicos sienten el temor de que alguien les invite a realizar alguna tarea apostólica, y tratan de escapar de cualquier compromiso que les pueda quitar su tiempo libre. Hoy se ha vuelto muy difícil, por ejemplo, conseguir catequistas capacitados para las parroquias y que perseveren en la tarea durante varios años. Pero algo semejante sucede con los sacerdotes, que cuidan con obsesión su tiempo personal. Esto frecuentemente se debe a que las personas necesitan imperiosamente preservar sus espacios de autonomía, como si una tarea evangelizadora fuera un veneno peligroso y no una alegre respuesta al amor de Dios que nos convoca a la misión y nos vuelve plenos y fecundos. Algunos se resisten a probar hasta el fondo el gusto de la misión y quedan sumidos en una acedia paralizante. EG 81
Cristo como Luz del mundo sigue dividiendo a la humanidad. También hay hoy quien prefiere la oscuridad y las sombras para actuar, ya que la luz compromete y pone al descubierto lo que hay en el corazón.
Ser hijos de la luz supone caminar en la verdad y sin trampas, caminar en el amor sin odios ni rencores, el que ama al hermano permanece en la luz 1 Jn 2,10.
Cuando en la noche de la vigilia pascual entramos con los cirios encendidos cantando esta es la luz de Cristo anunciamos que el amor había triunfado en nuestras vidas y nos comprometíamos a luchar para que ese amor permaneciera vivo invitándonos a ser participes en la construcción de la civilización del amor.
La Civilización del Amor es una propuesta total. Es un proyecto de vida que implica todos los ámbitos de la existencia: la familia, las relaciones personales, la vivencia de fe, la comunidad eclesial, el compromiso sociopolítico, el trabajo, el tiempo libre, la ciencia, el arte, la cultura… y da un sentido y una plenitud nuevos a quienes dedican su vida a hacerla realidad.
La Civilización del Amor es un compromiso. Exige un esfuerzo decidido y organizado: “el Reino de los Cielos está en tensión y sólo los que se esfuerzan llegan a él” (Mt 11,12).
La Civilización del Amor es, al mismo tiempo, utopía y realidad. Es un ideal que se va concretando y haciéndose histórico en los pequeños y grandes compromisos de cada día, que anuncian y hacen creíble la posibilidad de su plena realización.
La Civilización del Amor es tarea y esperanza. Es tarea diaria, es paciente construcción de dinamismos que motivan opciones, compromisos y proyectos que van transformando lenta pero radicalmente la realidad. Es tiempo de siembra, de esperanza permanente, en el que los pasos dados y los logros alcanzados invitan a seguir adelante.
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