11/07/2023 – En el Evangelio de hoy Jesús nos invita a salir de nuestra incapacidad para escuchar y nos desafía a abrirnos al diálogo para buscar en él la mejor suerte que nos convoca a todos. Jesús nos quiere caminando juntos, para encontrar las palabras que iluminan y dan fuerzas para enfrentar la crisis que nos toca atravesar.
Le presentaron a Jesús un mudo que estaba endemoniado. El demonio fue expulsado y el mudo comenzó a hablar. La multitud, admirada, comentaba: «Jamás se vio nada igual en Israel.» Pero los fariseos decían: «El expulsa a los demonios por obra del Príncipe de los demonios.» Jesús recorría todas las ciudades y los pueblos, enseñando en las sinagogas, proclamando la Buena Noticia del Reino y curando todas las enfermedades y dolencias. Al ver a la multitud, tuvo compasión, porque estaban fatigados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor. Entonces dijo a sus discípulos: «La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha.» San Mateo 9, 32-38
Decía el Papa Francisco en la Jornada de las vocaciones en el 2014 haciendo referencia a este evangelio: “Jesús recorría todas las ciudades y aldeas. Al ver a las muchedumbres, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas “como ovejas que no tienen pastor”. Entonces Jesús dice a sus discípulos: “La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos; rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha”. Estas palabras nos sorprenden, porque todos sabemos que primero es necesario arar, sembrar y cultivar para poder luego, a su debido tiempo, cosechar una mies abundante. Jesús, en cambio, afirma que la cosecha es abundante. ¿Pero quién ha trabajado para que el resultado fuese así? La respuesta es una sola: Dios. Evidentemente el campo del cual habla Jesús es la humanidad, somos nosotros. Y la acción eficaz que es causa del “mucho fruto” es la gracia de Dios, la comunión con él. Por tanto, la oración que Jesús pide a la Iglesia se refiere a la petición de incrementar el número de quienes están al servicio de su Reino. San Pablo, que fue uno de estos “colaboradores de Dios”, se prodigó incansablemente por la causa del Evangelio y de la Iglesia. Con la conciencia de quien ha experimentado personalmente hasta qué punto es inescrutable la voluntad salvífica de Dios, y que la iniciativa de la gracia es el origen de toda vocación, el Apóstol recuerda a los cristianos de Corinto: “Ustedes son campo de Dios”. Así, primero nace dentro de nuestro corazón el asombro por una mies abundante que sólo Dios puede dar; luego, la gratitud por un amor que siempre nos precede; por último, la adoración por la obra que él ha hecho y que requiere nuestro libre compromiso de actuar con él y por él.
Muchas veces hemos rezado con las palabras del salmista: “Él nos hizo y somos suyos, su pueblo y ovejas de su rebaño”; o también: “El Señor se escogió a Jacob, a Israel en posesión suya”. Pues bien, nosotros somos propiedad de Dios no en el sentido de la posesión que hace esclavos, sino de un vínculo fuerte que nos une a Dios y entre nosotros, según un pacto de alianza que permanece eternamente porque su amor es para siempre. En el relato de la vocación del profeta Jeremías, por ejemplo, Dios recuerda que él vela continuamente sobre cada uno para que se cumpla su Palabra en nosotros. La imagen elegida es la rama de almendro, el primero en florecer, anunciando el renacer de la vida en primavera. Todo procede de él y es don suyo: el mundo, la vida, la muerte, el presente, el futuro, pero -asegura el Apóstol- “ustedes son de Cristo y Cristo es de Dios”. He aquí explicado el modo de pertenecer a Dios: a través de la relación única y personal con Jesús, que nos confirió el Bautismo desde el inicio de nuestro nacimiento a la vida nueva. Es Cristo, por lo tanto, quien continuamente nos interpela con su Palabra para que confiemos en él, amándole “con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser”. Por eso, toda vocación, no obstante la pluralidad de los caminos, requiere siempre un éxodo de sí mismos para centrar la propia existencia en Cristo y en su Evangelio. Tanto en la vida conyugal, como en las formas de consagración religiosa y en la vida sacerdotal, es necesario superar los modos de pensar y de actuar no concordes con la voluntad de Dios. Es un “éxodo que nos conduce a un camino de adoración al Señor y de servicio a él en los hermanos y hermanas” .Por eso, todos estamos llamados a adorar a Cristo en nuestro corazón para dejarnos alcanzar por el impulso de la gracia que anida en la semilla de la Palabra, que debe crecer en nosotros y transformarse en servicio concreto al prójimo. No debemos tener miedo: Dios sigue con pasión y maestría la obra fruto de sus manos en cada etapa de la vida. Jamás nos abandona. Le interesa que se cumpla su proyecto en nosotros, pero quiere conseguirlo con nuestro asentimiento y nuestra colaboración.
También hoy Jesús vive y camina en nuestras realidades de la vida ordinaria para acercarse a todos, comenzando por los últimos, y curarnos de nuestros males y enfermedades. Me dirijo ahora a aquellos que están bien dispuestos a ponerse a la escucha de la voz de Cristo que resuena en la Iglesia, para comprender cuál es la propia vocación. Decía el Papa Francisco: Los invito a escuchar y seguir a Jesús, a dejarse transformar interiormente por sus palabras que “son espíritu y vida”.
María, Madre de Jesús y nuestra, nos repite también a nosotros: “Hagan lo que él les diga”. Les hará bien participar con confianza en un camino comunitario que sepa despertar en ustedes y en torno a ustedes las mejores energías. La vocación es un fruto que madura en el campo bien cultivado del amor recíproco que se hace servicio mutuo, en el contexto de una auténtica vida eclesial. Ninguna vocación nace por sí misma o vive por sí misma. La vocación surge del corazón de Dios y brota en la tierra buena del pueblo fiel, en la experiencia del amor fraterno. ¿Acaso no dijo Jesús: “En esto conocerán que son mis discípulos: si se aman unos a otros”?
Vivir este “alto grado” de la vida cristiana ordinaria, significa algunas veces ir a contracorriente, y comporta también encontrarse con obstáculos, fuera y dentro de nosotros. Jesús mismo nos advierte: La buena semilla de la Palabra de Dios a menudo es robada por el Maligno, bloqueada por las tribulaciones, ahogada por preocupaciones y seducciones mundanas. Todas estas dificultades podrían desalentarnos, replegándonos por sendas aparentemente más cómodas. Pero la verdadera alegría de los llamados consiste en creer y experimentar que él, el Señor, es fiel, y con él podemos caminar, ser discípulos y testigos del amor de Dios, abrir el corazón a grandes ideales, a cosas grandes. “Los cristianos no hemos sido elegidos por el Señor para pequeñeces. Vayan siempre más allá, hacia las cosas grandes. Pongan en juego su vida por los grandes ideales”.
Dispongamos nuestro corazón a ser “terreno bueno” para escuchar, acoger y vivir la Palabra y dar así fruto. Cuanto más nos unamos a Jesús con la oración, la Sagrada Escritura, la Eucaristía, los Sacramentos celebrados y vividos en la Iglesia, con la fraternidad vivida, tanto más crecerá en nosotros la alegría de colaborar con Dios al servicio del Reino de misericordia y de verdad, de justicia y de paz. Y la cosecha será abundante y en la medida de la gracia que sabremos acoger con docilidad en nosotros.
Fuente: Mensaje del Papa Francisco, 9 de Mayo 2014
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