Jesús nos invita a la humildad

martes, 21 de mayo de 2024

21/05/2024 – En el Evangelio de Marcos 9, 30-37, Jesús nos invita a reflexionar sobre la verdadera grandeza, que reside en la humildad y el servicio.

Al salir de allí atravesaron la Galilea; Jesús no quería que nadie lo supiera,porque enseñaba y les decía: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte, resucitará”.Pero los discípulos no comprendían esto y temían hacerle preguntas.Llegaron a Cafarnaún y, una vez que estuvieron en la casa, les preguntó: “¿De qué hablaban en el camino?”.
Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande.Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo: “El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos”.Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo:”El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a aquel que me ha enviado”.

La ambición por el poder: una tentación constante


El pasaje inicia con Jesús anunciando su pasión, muerte y resurrección a sus discípulos. Sin embargo, ellos no comprenden sus palabras y se enfrascan en una discusión sobre quién sería el mayor entre ellos. Esta ambición por el poder y el reconocimiento era una tentación común entre los discípulos, y refleja una tendencia humana presente en todas las épocas.

Ante la disputa de sus discípulos, Jesús toma un niño y lo coloca en medio de ellos, como modelo de la verdadera grandeza. El niño representa la humildad, la sencillez y la dependencia de Dios. Jesús nos enseña que para alcanzar la grandeza en el Reino de los Cielos, debemos despojarnos de la soberbia y abrazar la pequeñez evangélica.

La pequeñez evangélica no se trata de una actitud pasiva o resignada, sino de una disposición activa para servir a los demás. El servicio desinteresado, realizado con amor y humildad, es la expresión más auténtica de la grandeza cristiana.

Santa Teresita: ejemplo de pequeñez y servicio

Santa Teresita del Niño Jesús, conocida como “la pequeña flor”, es un ejemplo inspirador de la pequeñez evangélica. A pesar de su corta vida y frágil salud, Teresita dedicó su vida al servicio de los demás, ofreciendo sus pequeños actos de amor como ofrendas a Dios. Ella nos enseña que incluso las acciones más pequeñas, realizadas con amor y humildad, pueden tener un gran impacto en el mundo.

En Cést la Confience Francisco presenta la infancia espiritual como camino de santidad en sintonía con el Evangelio de hoy (números 14 al 17)

Uno de los descubrimientos más importantes de Teresita, para el bien de todo el Pueblo de Dios, es su “caminito”, el camino de la confianza y del amor, también conocido como el camino de la infancia espiritual. Todos pueden seguirlo, en cualquier estado de vida, en cada momento de la existencia. Es el camino que el Padre celestial revela a los pequeños (cf. Mt 11,25).

Teresita relató el descubrimiento del caminito en la Historia de un alma: «A pesar de mi pequeñez, puedo aspirar a la santidad. Agrandarme es imposible; tendré que soportarme tal cual soy, con todas mis imperfecciones. Pero quiero buscar la forma de ir al cielo por un caminito muy recto y muy corto, por un caminito totalmente nuevo».

Para describirlo, usa la imagen del ascensor: «¡El ascensor que ha de elevarme hasta el cielo son tus brazos, Jesús! Y para eso, no necesito crecer; al contrario, tengo que seguir siendo pequeña, tengo que empequeñecerme más y más». Pequeña, incapaz de confiar en sí misma, aunque firmemente segura en la potencia amorosa de los brazos del Señor.

Es el “dulce camino del amor”, abierto por Jesús a los pequeños y a los pobres, a todos. Es el camino de la verdadera alegría. Frente a una idea pelagiana de santidad, individualista y elitista, más ascética que mística, que pone el énfasis principal en el esfuerzo humano, Teresita subraya siempre la primacía de la acción de Dios, de su gracia. Así llega a decir: «Sigo teniendo la misma confianza audaz de llegar a ser una gran santa, pues no me apoyo en mis méritos —que no tengo ninguno—, sino en Aquel que es la Virtud y la Santidad mismas. Sólo Él, conformándose con mis débiles esfuerzos, me elevará hasta Él y, cubriéndome con sus méritos infinitos, me hará santa».