13/10/2023- En Lucas 11,15-26 Jesús aparece liberando a un hombre mudo de un espíritu que lo tiene aprisionado. Allí el Señor nos invita también a nosotros a dejarnos liberar de lo que nos mantiene incomunicados.
Habiendo Jesús expulsado un demonio, algunos de entre la muchedumbre decían: “Este expulsa a los demonios por el poder de Belzebul, el Príncipe de los demonios”.Otros, para ponerlo a prueba, exigían de él un signo que viniera del cielo.Jesús, que conocía sus pensamientos, les dijo: “Un reino donde hay luchas internas va a la ruina y sus casas caen una sobre otra.Si Satanás lucha contra sí mismo, ¿cómo podrá subsistir su reino? Porque -como ustedes dicen- yo expulso a los demonios con el poder de Belzebul.Si yo expulso a los demonios con el poder de Belzebul, ¿con qué poder los expulsan los discípulos de ustedes? Por eso, ustedes los tendrán a ellos como jueces.Pero si yo expulso a los demonios con la fuerza del dedo de Dios, quiere decir que el Reino de Dios ha llegado a ustedes.Cuando un hombre fuerte y bien armado hace guardia en su palacio, todas sus posesiones están seguras,pero si viene otro más fuerte que él y lo domina, le quita el arma en la que confiaba y reparte sus bienes.El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama.Cuando el espíritu impuro sale de un hombre, vaga por lugares desiertos en busca de reposo, y al no encontrarlo, piensa: ‘Volveré a mi casa, de donde salí’.Cuando llega, la encuentra barrida y ordenada.Entonces va a buscar a otros siete espíritus peores que él; entran y se instalan allí. Y al final, ese hombre se encuentra peor que al principio”. San Lucas 11,15-26.
Jesús acaba de expulsar un demonio de un poseso, un demonio que era mudo; y apenas salió el demonio y habló el mundo. La multitud se quedó admirada; pero algunos de ellos dijeron: Si echa los demonios es por arte de Belzebú, el príncipe de los demonios. Jesús había realizado un signo, un milagro; pero todo signo es ambivalente y se puede interpretar en un sentido o en otro. Y también es verdad que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Jesús obra de un modo que se evidencia más allá de los milagros, sino por sus obras. Unos admiraban el poder liberador y la misericordia de Dios que Jesús manifestaba; pero otros lo atribuyeron a complicidad de Cristo con el demonio.
La única explicación válida es afirmar que otro más fuerte que el demonio, es decir, Jesús mismo, lo ha vencido. Jesús pone claridad sobre la ambivalencia interpretativa. Porque él echa los demonios “con el dedo de Dios”, es decir, con su poder y “por el Espíritu de Dios” -como dice el evangelista Mateo en el lugar paralelo (12,28)-, por eso ha llegado al mundo de los hombres el reinado y la misericordia liberadora de Dios. Es la explicación correcta, dice Jesús. Es su presencia, a veces sólo su mirada, su palabra o un gesto lo que libera. En este tiempo de octubre, mes de las misiones, lo vamos experimentando: “no lleven nada para el camino”. Celebramos los “mates por la paz” en cada lugar de la república Argentina con la fuerza de liberación propia de donde Jesús está presente.
Para aceptar como evidente tal interpretación se requería una luz especial, es decir, la fe, que era precisamente lo que faltaba a los adversarios de Cristo. La fe es don de Dios y no una conclusión racional; por eso no nacía necesariamente de los milagros que Jesús hizo. Si no, hubiera creído todo el mundo en él, pues las pruebas que dio del poder de Dios eran abrumadoras.
Además, todo signo de Dios, como palabras eficaz que es de Él mismo, apela a una decisión en favor o no en contra. Por eso añade Jesús: “El que no está conmigo, está contra mí”. Y tácitamente compara la suerte del pueblo elegido con la del poseso curado. Si no acoge el reino de Dios con un corazón abierto y agradecido, se colocará en una situación peor que al principio.
Ese pueblo elegido es hoy la Iglesia, somos nosotros. O nos abrimos a Dios por la fe, reconociendo la presencia de su Reino en la persona, vida y evangelio de Cristo, o nos situamos en contra de él.
Puesto que el Padre le dio todo poder a su Hijo y lo resucitó de la muerte por el Espíritu, la figura de Cristo se ha convertido para nosotros en signo y sacramento de lo que Dios nos reserva: la vida y no la muerte, la libertad y no la esclavitud, la felicidad y no la desesperación. “Jesús es la piedra que desecharon los arquitectos, y se ha convertido en piedra angular. Ningún otro puede salvar; bajo el cielo no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos” (He 4,11).
Dondequiera que impere el mal y sus consecuencias: pecado y miseria, orgullo e injusticia, explotación y opresión, anulación de la persona y violación de los derechos humanos, allí puede transformarse todo por la salvación de Cristo, porque Él es el más fuerte. Claro que es mayor la presencia y la certeza de su presencia mientras más a prueba nos encontramos y más debilidad sentimos. Lo dice claramente el apóstol Pablo “me glorío en mi debilidad porque cuando soy débil entonces soy fuerte”. En medio de lo de todos los días el Señor obra con poder poniendo las cosas en su lugar.
Para ser libres nos liberó Cristo
La tarea misionera es liberadora. Si somos misioneros de corazón nos convertimos en personas liberadoras, o mejor, en instrumentos de Jesús liberador.
Cuando anunciamos el Evangelio, ayudamos a los demás a descubrir las falsas propuestas que reciben del mundo. Los poderosos quieren convertirlos en criaturas insatisfechas y necesitadas para venderles cosas, para sacarles dinero, para tener poder sobre ellos. De esa manera, muchas personas se vuelven tristes esclavos de muchas cosas.
Anunciarles el Evangelio es ayudarles a descubrir lo que realmente vale la pena, para que sepan decir que no a los que quieren esclavizarlos, engañarlos o aprovecharse de ellos, para que se liberen de esa máquina que los adormece y no les permite desarrollarse ampliamente. Misionamos sabiendo que en la misión, mate de por medio, Dios nos permite ir más allá gracias a la fuerza de descubrir que unos y otros, juntos, podemos. Ser misionero es convertirse en un liberador de esclavos.
Lo que ofrece el mundo es apariencia y engaño. Nos hace creer que, teniendo dinero, comprando cosas, buscando placer, aislándose o llamando la atención de los otros, uno será feliz. Pero de ese modo nos mantiene distraídos y no nos deja desarrollar lo más profundo y valioso de nuestra vida:
“La avidez del mercado descontrola el deseo de niños, jóvenes y adultos. La publicidad conduce ilusoriamente a mundos lejanos y maravillosos, donde todo deseo puede ser satisfecho por los productos que tienen un carácter eficaz, efímero y hasta mesiánico. Se legitima que los deseos se vuelvan felicidad. Como solo se necesita lo inmediato, la felicidad se pretende alcanzar con bienestar económico y satisfacción hedonista” (DA, 50).
Así nos convertimos en seres que dedican mucho tiempo a cosas superficiales y poco tiempo a las cosas que valen la pena. Por eso el anuncio del Evangelio es sanador, es liberador, es una bendición para la gente. Lo que sucede es que si uno se encuentra con el amor de Jesùs y empieza a vivir el amor fraterno, entonces deja de necesitar tantas cosas para ser feliz, y se vuelve libre por dentro.
Entonces vale la pena anunciar a los demás el Evangelio, de manera que se les amplíen las perspectivas y reconozcan que la vida es mucho màs:
“El consumismo hedonista e individualista, que pone la vida humana en función de un placer inmediato y sin lìmites, oscurece el sentido de la vida y la degrada. La vitalidad que Cristo ofrece nos invita a ampliar nuestros horizontes, y reconocer que, abrazando la cruz cotidiana, entramos en las dimensiones màs profundas de la existencia . El Señor, que nos invita a valorar las cosas y a progresar, también nos previene sobre la obsesión por acumular: “No amontonen tesoros en esta tierra” (Mt 6,19). “¿De què le sirve a uno ganar todo el mundo, si pierde su vida?” (Mt 16,26). Jesucristo nos ofrece mucho, incluso mucho màs de lo que esperamos. A la Samaritana le da màs que el agua del pozo, a la multitud hambrienta le ofrece màs que el alivio del hambre…” (DA, 357).
No podemos poner por excusa que los demás tienen sus decisiones y que no podemos interferir en sus vidas. Porque muchas veces están tan esclavizados por las cosas del mundo que ya no son capaces de reconocer sus angustias profundas y ya no pueden pensar en otra cosa màs que en sus necesidades. Necesitan un llamado que les ayude a ver mejor, y ese llamado es el Evangelio, eso es Jesùs, eso es el Espìritu Santo. Nosotros no podemos obligarlos a aceptarlo, pero tenemos el deber de ofrecerles la liberación. Si no lo hacemos, los falsos profetas no les pedirán permiso para cultivarlos y para encadenarlos con sus propuestas engañosas.
Pero para ser misioneros, necesitamos vivir nosotros mismos esta experiencia de liberación. Hace falta detenernos en la oración para entregarle a Jesùs las cosas que nos esclavizan.