Mateo relata dos parábolas en las que muestra la diferencia tan enorme que existe entre la escala de valores de la autoridad religiosa y la de su Padre. En la primera de éstas, Jesús habla sobre la poca trascendencia del dinero para llegar a la perfección humana. La segunda, la de hoy, aborda el tema de la gratitud de la salvación. Estos dos temas eran muy importantes para los judíos del tiempo de Jesús. Según las autoridad religiosas de aquel tiempo, el dinero (el pago de los impuestos) y el estricto cumplimiento de la Ley eran dos maneras de ganarse la salvación. Tomando este contexto como punto de partida, podemos entender mejor la parábola que hoy estamos compartiendo: en ella Jesús no pretende darnos cátedra sobre justicia salarial, sino más bien utiliza el ejemplo para enseñarnos la gratuidad con la que el Padre otorga la salvación y el gozo que nos causa el recibir en gratuidad el don del amor de Dios. Jesús intenta destacar tres elementos: el llamado de Dios a trabajar en la viña (el Reino); la necesaria respuesta del hombre a este llamado, sin importar el tiempo (si es a la mañana, a la tarde, a la noche); y el gozo porque otros reciban este don en gratuidad. Dios nos llama a todos a trabajar en la construcción de su Reino, a todos nos promete recompensarnos con la vida en plenitud. Y la felicidad de sabernos que pertenecemos a Él como hijos es el mayor don.
¡Qué hermoso poder encontrar, en un mundo mercantilista, la gratuidad del amor de Dios! ¡Y qué hermoso poder redescubrir que la mayoría de las cosas en esta vida, las que importan, no tienen precio!
Alberto Hurtado, el santo chileno, en su día (18 de agosto), nos enseña: no es lo que tenemos lo que nos hace felices o infelices; es lo que pensamos de la vida. Dos personas pueden estar en el mismo sitio haciendo lo mismo, poseyendo igual, y, con todo, sus sentimientos pueden ser profundamente diferentes. Más aún, en los lanceteros en los hospitales de cáncer, se encuentran almas inmensamente más felices que en medio de las riquezas y de la plenitud de las fuerzas corporales. Una leprosa, a punto de morir ciega, deshechos sus miembros por la enfermedad, describía: “la luz me robó a mis ojos; a mi niñez, su techo; más no me robó a mi pecho, la dicha ni el amor”. La alegría no depende de fuera sino de dentro. El católico que medita su fe, nunca puede estar triste. El pasado pertenece a la misericordia de Dios; el presente, a la buena voluntad, ayudada por la gracia abundante de Cristo; el porvenir, al inmenso amor de su Padre del Cielo.Para quien sabe que no se cae un cabello de la cabeza sin que el Padre Dios lo sepa, ¿qué podrá entristecerlo?. Como decía Sta. Teresa, Dios lo sabe todo, lo puede todo, me ama. La gran receta para vivir alegre es la fe. Además, quien quiere ayudarse de medios naturales, comience por no dejarse tomar por una actitud de tristeza; sonría, aunque no quiera; y si no puede, tómese los cachetes y haga el paréntesis de la sonrisa. Sonría. No basta sonreír para vivir contentos, es necesario que creemos un clima de alegría en torno nuestro. Nuestra sonrisa franca, acogedora, será también de un inmenso valor para los demás.
La llamada de Dios a participar del gozo y la alegría de su Reino es tan fuerte que actúa por sí mismo. Es la llamada de Dios en la Palabra de Dios la que nos convoca al Reino y nos modifica el sentido de la vida. Y por eso, más que hacer el esfuerzo para encontrarle el valor a las cosas importantes, hay que dejarse llevar por la voz de Jesús que clarifica todo el horizonte y nos pone en orden, mostrándonos la diferencia entre lo urgente y lo importante. Sus palabras de vida suprimen toda duda y resistencia, y ponen claridad. Quien no haya tenido esta experiencia de encontrar en la Palabra de Dios la claridad que discierne y distingue una realidad de otra, es porque todavía no ha escuchado esa voz que, penetrando suave pero profundamente, nos abre los ojos y nos permite rápidamente encontrar lo que anhelamos y deseamos. Es el llamado del Maestro el que nos capacita para emprender el nuevo camino detrás de lo que importa. Son sus palabras de vida, que obran con eficacia y que transforman la vida desde dentro, devolviéndonos la alegría que perdimos entremezclados en cosas que, aparentemente, guardaban mucho valor y que lo único que hacían era vaciarnos de nosotros mismos. No puede haber discípulo llamado a trabajar en la viña de Jesús si antes Él no ha hecho sentir su llamada. La Palabra lo dice claramente: llamó a los que Él quiso. Si su Palabra no nos atrae irresistiblemente, si no nos fascina su persona ni nos seduce su mensaje, es que todavía en realidad no hemos encontrado al Señor de la Vida. Y entonces hay que pedirlo como gracia. Y, si en todo caso, en algún momento hemos sentido esa llamada y la hemos recibido, pero hemos perdido el fresco de aquel encuentro bello y transformante con su Persona, necesitamos renovarnos en ella igualmente, y hay que pedir que vuelva a llamarnos. A este llamado Dios lo hace desde un principio a todos. Hay algunos que escuchan en un primer momento; otros que son más tardos para responder; pero al final, todo el que haya respondido, tendrá la vida para siempre.Lo interesante es no esperar al final cuando se puede empezar a disfrutar desde ahora este sentido bello que da el encuentro con el Señor. La parábola es una invitación a gozarnos y alegrarnos porque hemos encontrado la plenitud y a no andar quejándonos, porque el otro se esforzó más o menos. Es una invitación a responderle al Señor, para trabajar en Él y así poder recibir de Él lo mejor: su presencia, la mejor paga. Si en realidad lo más importante es estar con el dueño más que recibir de Él lo que nos quiera dar en gratitud. Dispongámonos a recibir todos los dones que el Señor quiera darnos, pero por sobre todas las cosas, no nos olvidemos de Él y lo recibamos a Él, nuestra gran alegría, para alabarlo y para bendecirlo.