03/04/2018 – Compartimos un relato sobre cómo podría haber sido el encuentro entre Jesús Resucitado y María.
María ahora está postrada rostro en tierra. Parece un pobre ser abatido. Parece esa flor de que ha hablado, esa flor muerta a causa de la sed. La ventana cerrada se abre con un impetuoso golpeo de las recias hojas, y, bajo el primer rayo del Sol, entra Jesús. María, que se ha estremecido con el ruido y que alza la cabeza para ver qué ráfaga de viento ha abierto la ventana, ve a su radiante Hijo: hermoso, infinitamente más hermoso que cuando todavía no había padecido; sonriente, vivo, más luminoso que el Sol, vestido con un blanco que parece luz tejida. Y lo ve avanzar hacia Ella. María se endereza sobre sus rodillas y, uniendo las manos sobre el pecho, dice con un sollozo que es risa y llanto: «Señor, mi Dios». Y se queda arrobada, contemplándolo con su rostro lavado todo en lágrimas, pero sereno ahora, sosegado por la sonrisa y el éxtasis. Pero El no quiere ver a su Madre de rodillas como una sierva. Y la llama tendiéndole las Manos, cuyas heridas emanan rayos que hacen aún más luminosa su Carne gloriosa: « ¡Mamá!». Y no es esa palabra afligida de los coloquios y despedidas anteriores a la Pasión, ni el lamento desgarrado del encuentro en el Calvario y de la agonía. Es un grito de triunfo, de alegría, de liberación, de fiesta, de amor, de gratitud. Y se inclina hacia su Madre, que no osa tocarlo, y le pone sus Manos bajo los codos doblados, la pone en pie, la aprieta contra su Corazón y la besa. ¡Oh, entonces María comprende que no es una visión, sino que es su Hijo realmente resucitado; que es su Jesús, el Hijo que sigue amándola como Hijo! Y, con un grito, se le arroja al cuello y lo abraza y lo besa, riendo y llorando. Lo besa en la Frente, donde ya no hay heridas; en la Cabeza, que ya no está despeinada ni sangra; en los Ojos fúlgidos; en las Mejillas ahora sanas; en la Boca que ya no está hinchada. Y luego toma sus Manos y besa los dorsos y las palmas, en las radiosas heridas. Y, con un impulso repentino, se agacha a sus Pies, retira el vestido resplandeciente que los cubre, y los besa. Luego se levanta, lo mira, no se atreve… Pero Él comprende y sonríe. Retira levemente su vestido en la parte del pecho y dice: –¿Y esta llaga, Mamá, no la besas; esta que tanto te ha hecho sufrir y que sólo tú eres digna de besar? Bésame en el Corazón, Mamá. Tu beso me borrará el último recuerdo de todo lo que significa dolor, y me dará ese gozo que todavía le falta a mi Gozo de Resucitado. Y toma entre sus manos la cara de su Madre y apoya los labios de Ella en los labios de la herida del Costado, de donde manan chorros de luz vivísima. El rostro de María, sumergido en ese torrente de rayos, aparece aureolado por esa luz. Ella besa, besa, mientras Jesús la acaricia. No se cansa de besar. Parece un sediento que ha pegado su boca a la fuente y de la fuente esté bebiendo esa vida que se le escapaba.
María ahora está postrada rostro en tierra. Parece un pobre ser abatido. Parece esa flor de que ha hablado, esa flor muerta a causa de la sed.
La ventana cerrada se abre con un impetuoso golpeo de las recias hojas, y, bajo el primer rayo del Sol, entra Jesús.
María, que se ha estremecido con el ruido y que alza la cabeza para ver qué ráfaga de viento ha abierto la ventana, ve a su radiante Hijo: hermoso, infinitamente más hermoso que cuando todavía no había padecido; sonriente, vivo, más luminoso que el Sol, vestido con un blanco que parece luz tejida. Y lo ve avanzar hacia Ella.
María se endereza sobre sus rodillas y, uniendo las manos sobre el pecho, dice con un sollozo que es risa y llanto: «Señor, mi Dios». Y se queda arrobada, contemplándolo con su rostro lavado todo en lágrimas, pero sereno ahora, sosegado por la sonrisa y el éxtasis.
Pero El no quiere ver a su Madre de rodillas como una sierva. Y la llama tendiéndole las Manos, cuyas heridas emanan rayos que hacen aún más luminosa su Carne gloriosa: « ¡Mamá!». Y no es esa palabra afligida de los coloquios y despedidas anteriores a la Pasión, ni el lamento desgarrado del encuentro en el Calvario y de la agonía. Es un grito de triunfo, de alegría, de liberación, de fiesta, de amor, de gratitud. Y se inclina hacia su Madre, que no osa tocarlo, y le pone sus Manos bajo los codos doblados, la pone en pie, la aprieta contra su Corazón y la besa.
¡Oh, entonces María comprende que no es una visión, sino que es su Hijo realmente resucitado; que es su Jesús, el Hijo que sigue amándola como Hijo! Y, con un grito, se le arroja al cuello y lo abraza y lo besa, riendo y llorando. Lo besa en la Frente, donde ya no hay heridas; en la Cabeza, que ya no está despeinada ni sangra; en los Ojos fúlgidos; en las Mejillas ahora sanas; en la Boca que ya no está hinchada. Y luego toma sus Manos y besa los dorsos y las palmas, en las radiosas heridas. Y, con un impulso repentino, se agacha a sus Pies, retira el vestido resplandeciente que los cubre, y los besa.
Luego se levanta, lo mira, no se atreve…
Pero Él comprende y sonríe. Retira levemente su vestido en la parte del pecho y dice:
–¿Y esta llaga, Mamá, no la besas; esta que tanto te ha hecho sufrir y que sólo tú eres digna de besar? Bésame en el Corazón, Mamá. Tu beso me borrará el último recuerdo de todo lo que significa dolor, y me dará ese gozo que todavía le falta a mi Gozo de Resucitado.
Y toma entre sus manos la cara de su Madre y apoya los labios de Ella en los labios de la herida del Costado, de donde manan chorros de luz vivísima. El rostro de María, sumergido en ese torrente de rayos, aparece aureolado por esa luz.
Ella besa, besa, mientras Jesús la acaricia. No se cansa de besar. Parece un sediento que ha pegado su boca a la fuente y de la fuente esté bebiendo esa vida que se le escapaba.
Ahora Jesús habla. -Todo ha terminado, Mamá. Ya no tienes que llorar por tu Hijo. La prueba está consumada. La Redención se ha producido. Mamá, gracias por haberme concebido, criado, ayudado en 1a vida y en la muerte. He sentido llegar a mí tus oraciones, que han sido mi fuerza en el dolor, mis compañeras en mi viaje por este mundo y más allá de este mundo; tus oraciones han estado conmigo en la Cruz y en el Limbo. Eran el incienso que precedía al Pontífice que iba a llamar a sus siervos para llevarlos al templo que no muere: a mi Cielo. Tus oraciones han venido conmigo al Paraíso, precediendo como voz angélica al cortejo de los redimidos guiados por el Redentor, para que los ángeles estuvieran preparados para saludar al Vencedor que volvía a su Reino. El Padre y el Espíritu Santo las han oído y visto, y han sonreído como a la flor más hermosa y al más dulce canto nacidos en el Paraíso. Las han conocido los Patriarcas y los nuevos Santos, los nuevos, primeros, ciudadanos de mi Jerusalén. Y Yo te traigo el “gracias” de ellos, Mamá, junto con el beso de tus padres y su bendición, y la de tu esposo de alma, José. ¡Todo el Cielo entona su hosanna para ti, Madre mía, Mamá santa! Un hosanna que no muere, que no es falso como el que hace unos días la gente entonó para mí. Ahora voy al Padre con mi figura humana. El Paraíso debe ver al vencedor en esa figura de Hombre con que ha vencido al Pecado del Hombre. Pero luego regresaré. Tengo que confirmar en la Fe a quien no cree todavía y necesita creer para llevar a otros a creer; debo fortalecer a los pequeños, que tendrán necesidad de mucha fortaleza para resistir al mundo. Luego subiré al Cielo. Pero no te dejaré sola. Mamá, ¿ves ese velo? Aun dentro de mi abatimiento, he irradiado poder milagroso para ti, para darte ese consuelo. Y para ti cumplo otro milagro. Tú me tendrás, en el Sacramento, real como cuando me llevabas dentro de ti. Nunca estarás sola. En estos días lo has estado. Pero mi Redención requería también este dolor tuyo. Mucho ha de añadirse continuamente a la Redención, porque mucho será creado continuamente en el orden del Pecado. Llamaré a todos mis siervos a esta coparticipación redentora. Y tú eres aquella que, por si sola, hará más que todos los santos juntos. Por eso, se requería también este largo abandono. A partir de ahora, ya no. Ya no estoy escindido del Padre. Tú ya no estarás escindida del Hijo. Y, teniendo al Hijo, tienes a la Trinidad nuestra. Tú, Cielo viviente, serás portadora de la Trinidad en la Tierra, en medio de los hombres, y santificarás a la Iglesia, tú, Reina del Sacerdocio y Madre de los Cristianos. Luego Yo vendré a recogerte. Y ya no seré Yo en ti, sino que serás tú en mí, quien, en mi Reino, haga más hermoso el Paraíso. Ahora me marcho, Madre. Voy a hacer feliz a la otra María. Luego subo al Padre. Luego vendré a quien no cree. Mamá, tu beso por bendición, y mi Paz a ti por compañía. Adiós. Y Jesús desaparece en el sol, que desciende a chorros del cielo matutino y sereno.
Ahora Jesús habla. -Todo ha terminado, Mamá. Ya no tienes que llorar por tu Hijo. La prueba está consumada. La Redención se ha producido.
Mamá, gracias por haberme concebido, criado, ayudado en 1a vida y en la muerte.
He sentido llegar a mí tus oraciones, que han sido mi fuerza en el dolor, mis compañeras en mi viaje por este mundo y más allá de este mundo; tus oraciones han estado conmigo en la Cruz y en el Limbo. Eran el incienso que precedía al Pontífice que iba a llamar a sus siervos para llevarlos al templo que no muere: a mi Cielo. Tus oraciones han venido conmigo al Paraíso, precediendo como voz angélica al cortejo de los redimidos guiados por el Redentor, para que los ángeles estuvieran preparados para saludar al Vencedor que volvía a su Reino. El Padre y el Espíritu Santo las han oído y visto, y han sonreído como a la flor más hermosa y al más dulce canto nacidos en el Paraíso. Las han conocido los Patriarcas y los nuevos Santos, los nuevos, primeros, ciudadanos de mi Jerusalén. Y Yo te traigo el “gracias” de ellos, Mamá, junto con el beso de tus padres y su bendición, y la de tu esposo de alma, José.
¡Todo el Cielo entona su hosanna para ti, Madre mía, Mamá santa! Un hosanna que no muere, que no es falso como el que hace unos días la gente entonó para mí.
Ahora voy al Padre con mi figura humana. El Paraíso debe ver al vencedor en esa figura de Hombre con que ha vencido al Pecado del Hombre. Pero luego regresaré. Tengo que confirmar en la Fe a quien no cree todavía y necesita creer para llevar a otros a creer; debo fortalecer a los pequeños, que tendrán necesidad de mucha fortaleza para resistir al mundo.
Luego subiré al Cielo. Pero no te dejaré sola. Mamá, ¿ves ese velo? Aun dentro de mi abatimiento, he irradiado poder milagroso para ti, para darte ese consuelo. Y para ti cumplo otro milagro. Tú me tendrás, en el Sacramento, real como cuando me llevabas dentro de ti.
Nunca estarás sola. En estos días lo has estado. Pero mi Redención requería también este dolor tuyo. Mucho ha de añadirse continuamente a la Redención, porque mucho será creado continuamente en el orden del Pecado. Llamaré a todos mis siervos a esta coparticipación redentora. Y tú eres aquella que, por si sola, hará más que todos los santos juntos. Por eso, se requería también este largo abandono.
A partir de ahora, ya no. Ya no estoy escindido del Padre. Tú ya no estarás escindida del Hijo. Y, teniendo al Hijo, tienes a la Trinidad nuestra. Tú, Cielo viviente, serás portadora de la Trinidad en la Tierra, en medio de los hombres, y santificarás a la Iglesia, tú, Reina del Sacerdocio y Madre de los Cristianos.
Luego Yo vendré a recogerte. Y ya no seré Yo en ti, sino que serás tú en mí, quien, en mi Reino, haga más hermoso el Paraíso.
Ahora me marcho, Madre. Voy a hacer feliz a la otra María. Luego subo al Padre. Luego vendré a quien no cree.
Mamá, tu beso por bendición, y mi Paz a ti por compañía. Adiós.
Y Jesús desaparece en el sol, que desciende a chorros del cielo matutino y sereno.
María Valtorta en “Poema del Hombre Dios”