Jesús vivo me está dando vida

lunes, 13 de septiembre de 2010
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 “Al salir de la sinagoga, entró en la casa de Simón. La suegra de Simón tenía mucha fiebre, y le pidieron que hiciera algo por ella. Inclinándose sobre ella, Jesús increpó a la fiebre y esta desapareció. En seguida, ella se levantó y se puso a servirlos. Al atardecer, todos los que tenían enfermos afectados de diversas dolencias se los llevaron, y él, imponiendo las manos sobre cada uno de ellos, los curaba. De muchos salían demonios, gritando: "¡Tú eres el Hijo de Dios!". Pero él los increpaba y no los dejaba hablar, porque ellos sabían que era el Mesías. Cuando amaneció, Jesús salió y se fue a un lugar desierto. La multitud comenzó a buscarlo y, cuando lo encontraron, querían retenerlo para que no se alejara de ellos. Pero él les dijo: "También a las otras ciudades debo anunciar la Buena Noticia del Reino de Dios, porque para eso he sido enviado". Y predicaba en las sinagogas de toda la Judea.”

Lucas 4,38-44.

Jesús nos invita a redescubrir que hay aspectos de nuestra vida que necesitan de la sanidad: sanidad interior, física, espiritual, porque nosotros somos un complejo organismo psico-físico-espiritual-vincular-relacional, que tiene perspectivas de trascendencia. Éste es el ser hombre, con conciencia de la presencia de Dios en la creación; y las rupturas que generamos, en algún aspecto de este complejo organismo llamado a vivir armónicamente, hace que caigamos, nos enfermemos. Jesús viene a curar, como cura a la suegra de Pedro, viene también a sanarnos a nosotros. La Palabra es la que sana. La Palabra es Jesús. Que la Palabra, Jesús, venga a tu encuentro y te regale gracia de sanidad. ¿Cuáles son los lugares donde necesitamos la presencia de sanidad de Jesús? ¿La angustia, el agobio, situaciones que nos arrinconan, la tristeza…?

En cierto  modo, la medicina convencional ha tocado techo; con gran lujo y aparato tecnológico, combate en todo el mundo las enfermedades que van apareciendo; pero, al mismo tiempo, se descubre que el hombre, en su desequilibrio, reinventa nuevas condiciónes de insalubridad, de enfermedad. La medicina científica ha conseguido poner un dique eficaz al empuje de muchas enfermedades de tiempos pasados, especialmente de tipo infeccioso, pero hacen su aparición otras nuevas, indudablemente en dependencia y relacionadas con el tipo de vida que llevamos por estos tiempos. Se dice que una gran causa de las enfermedades tiene una condición sico-somática y en este sentido, la sociedad toda, con el avance de las distintas enfermedades, muestra su incapacidad para la gestión de una salud pública que sea acorde a la demanda que manifiesta el ser humano en su desequilibrio. Los políticos se esfuerzan por contener los costes sin ser capaces de llegar al verdadero núcleo del problema ni a situarse convenientemente frente al concepto de consumo en el ámbito de la salud. No es fácil hoy encontrar lugares donde el lei-motiv sea la salud como respuesta integral a las necesidades humanas.

En la antigüedad se planteó, a partir de la vida monacal, una “medicina” para curar el desequilibrio humano que se llamó la dietética, ciencia de una vida sana. Consiste en el recto uso de la luz, del aire, de la comida y la bebida, del ejercicio físico y del descanso, del orden del sueño y la vigilia, de las secreciones y también de los afectos, de los sentimientos, las pasiones.
A veces nosotros, en la pastoral de la salud, hemos puesto el acento demasiado en la salud espiritual, del alma, y hemos descuidado la dimensión de la corporeidad y de la vincularidad y de la trascendencia saludable. Incluso hay apotegmas que afirman “salva tu alma”, como lei-motiv que ha guiado por tiempo un modo y un estilo “espiritual” del ejercicio de la pastoral, descuidando otras dimensiones de la salud que, en la mirada integral e integradora que nos ofrece el Evangelio, necesitan ser particularmente atendidas.
Clemente de Alejandría lo presenta a Jesús como el verdadero pedagogo y educador, que enseña el arte de una vida sana. Las reglas de los monjes de los siglos IV y VI eran justamente eso: un intento de crear un marco vital en el que se pudiera vivir, gozando de salud del alma y del cuerpo. Todos nosotros, de una u otra manera, expresamos nuestros desequilibrios y necesitamos de este ejercicio antiguo de la dietética como parte de la ascética, es decir, de la respuesta saludable a la llamada de Dios que viene a recuperarnos integralmente, a salvarnos en todo.
¿En qué necesito sanarme?, ¿dónde se ha producido un desequilibrio en mi vida o a mi alrededor?, ¿dónde la acción sanante de orden debe venir Jesús a actuar con poder, junto con mi participación y mi compromiso a cambiar de vida en un sentido integral? La Palabra viene hoy a nuestro encuentro para sanarnos y ponernos de pie para el servicio.

Anselm Grum en su libro La salud como tarea espiritual plantea en el capítulo II la enfermedad como símbolo. La medicina sico-somática insiste cada vez más en que las alteraciones sico-somáticas no se producen fortuitamente, así porque sí, ni son meros fenómenos exteriores, sino que reflejan situaciones del sujeto sobre deseos y necesidades inconscientes, represiones; el cuerpo exterioriza muchas veces deseos reales del alma.
Cuando uno se enferma, tiene que aprender a leer los síntomas que la enfermedad deja como expresión de realidad es que están por detrás en el ámbito de lo espiritual de lo sicológico, incluso de lo laboral y organizacional.
Cuando nosotros buscamos salud, la primera lectura que debemos aprender a hacer es ¿de dónde viene esta enfermedad, qué de la dietética no ha sido bien cuidado?

Emiliano Tardiff (fallecido en Córdoba), fue miembro de la Renovación Carismática, un hombre realmente santo (tiene incluso ya iniciado el proceso para su beatificación). Él estaba en Córdoba predicando un retiro de la Renovación Carismática y de pronto falleció, lo encontraron muerto en su pieza, y para nosotros en Córdoba ha sido una gracia haberlo tenido tantas veces predicando (yo nunca pude encontrarme con su persona, pero he recibido el testimonio de las personas que se han vinculado a él).
Él fue asistido personalmente con gracia de sanidad y con poder de sanidad en nombre de Jesús para con quienes se acercaban a su ministerio. Tardiff cuenta en su libro Jesús está vivo cómo es que Dios lo curó a través de la oración y de la presencia  de la vida de la gracia en él: “En el año 1973 yo era provincial de mi congregación misionera del Sagrado Corazón en la República Dominicana. Había trabajado demasiado, abusando de mi salud; y en los dieciséis años que tenía como misionero en el país, había pasado mucho tiempo en actividades materiales, construyendo Iglesias, edificando Seminarios, Centros de Promoción Humana, de Catequesis; siempre estaba buscando dinero para edificar casas y dar alimentos a nuestros seminaristas. El Señor me permitió vivir todo ese activismo y, por el exceso de trabajo, caí enfermo. El 14 de junio de ese año, en una Asamblea del Movimiento Familiar Cristiano me sentí mal, muy mal. Tuvieron que llevarme inmediatamente al Centro Médico Nacional. Estaba tan grave que pensaban que no podría pasar la noche. Creí realmente que me iba a morir pronto.  Muchas veces había meditado sobre la muerte y predicado sobre ella, pero nunca había hecho el ensayo de morirme y, la verdad, esto no me gustó. Los médicos me hicieron análisis, muy detenidos, detectándome tuberculosis pulmonar aguda. Al ver que estaba tan enfermo, pensé en volver a mi país, Canadá, donde nací y vivía mi familia, pero estaba tan delicado que no podía hacerlo entonces. Tuve que esperar 15 días de tratamiento con reconstituyentes para realizar el viaje. En Canadá me internaron en un Centro Médico Especializado, donde los médicos me volvieron a examinar, pues querían estar bien seguros de cuál era mi la enfermedad. El mes de julio lo pasaron haciendo análisis, biopsias, radiografías. Después de todos estos estudios, confirmaron de manera científica que la tuberculosis pulmonar aguda había erosionado gravemente los dos pulmones. Para animarme un poco me dijeron que tal vez después de un año de tratamiento y reposo, podría volver a mi casa. Un día recibí dos visitas muy peculiares: primero llegó el sacerdote director de la Revista Notre Dame, quien me pidió permiso para tomarme fotografías para ilustrar su artículo Cómo vivir con su enfermedad. Aún él se despedía cuando entraron cinco laicos de un grupo de oración de la Renovación Carismática. En República Dominicana me había burlado mucho de la Renovación Carismática, afirmando que América Latina no necesitaba don de lenguas, sino promoción humana. Y ahora ellos venían a orar desinteresadamente por mí. Estas visitas tenían dos enfoques totalmente diferentes: el primero para aceptar la enfermedad, el segundo para recobrar la salud. Como sacerdote misionero pensé que no era edificante rechazar la oración pero, sinceramente, la acepté más por educación que por convicción. No creía que una simple oración pudiera conseguirme la salud. Ellos me dijeron muy convencidos: Vamos a hacer lo que dice el Evangelio: “impondrán las manos sobre los enfermos, y estos quedarán sanos”. Así que oraremos, y el Señor te va a sanar. Acto seguido, se acercaron todos a la mecedora donde yo estaba sentado y me impusieron las manos. Yo nunca había visto algo semejante, y no me gustó. Me sentí ridículo debajo de sus manos y me daban pena por la gente que pasaba por afuera y se asomaba por la puerta que había quedado abierta. Entonces interrumpí la oración y les propuse: “Si quieren, vamos a cerran la puerta”. “Sí, padre, cómo no”, respondieron. Cerraron la puerta, pero ya Jesús había entrado. Durante la oración yo sentí un fuerte calor en mis pulmones, y pensé que era otro ataque de tuberculosis y que me iba a morir. Pero era el calor del amor de Jesús que estaba tocando y sanando mis pulmones enfermos. Durante la oración, hubo una profecía. El Señor me decía: Yo haré de ti un testigo de mi amor. Jesús vivo me estaba dando vida, no solo a mis pulmones, sino también a mi sacerdocio y a todo mi ser. A los tres o cuatro días, me sentía perfectamente bien. Tenía apetito, dormía bien, no había dolor alguno. Los médicos estaban preparados para comenzar inmediatamente el tratamiento. Sin embargo, ningún medicamento les respondía a mi supuesta enfermedad. Entonces mandaron traer unas inyecciones especializadas para gente cuyo organismo no es normal, pero tampoco hubo reacción alguna. Yo me sentía bien, quería regresar a casa, pero ellos me obligaban a pasar el mes de agosto en el hospital, buscando por todos lados la tuberculosis que se les había escapado y no podían encontrar. A final del mes, después de muchos experimentos, el médico responsable me dijo: Padre, vuelva usted a su casa, está perfectamente, pero esto va en contra de todas nuestras teorías médicas. No sabemos qué es lo que ha pasado. Luego, encogiendo los hombros, añadió: Padre, usted es un caso único en este Hospital.” “En mi congregación también”, le respondí yo sonriendo.

Recomiendo este libro de Tardiff, Jesús está vivo, donde cuenta testimonios de cómo Jesús obra sanidad. Vamos a orar, entonces, por sanidad interior.

Padre Javier Soteras