Jesús dijo a la multitud:”Les aseguro que no ha nacido ningún hombre más grande que Juan el Bautista; y sin embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es más grande que él. Desde la época de Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de los Cielos es combatido violentamente, y los violentos intentan arrebatarlo.Porque todos los Profetas, lo mismo que la Ley, han profetizado hasta Juan.Y si ustedes quieren creerme, él es aquel Elías que debe volver.¡El que tenga oídos, que oiga!”
Mateo 11,11-15
“Tras 500 años de espera, es fácil comprender la emoción que recorrió al circular la noticia: ¡Ha aparecido un profeta, uno verdadero!” — Radio María Arg (@RadioMariaArg) diciembre 11, 2014
“Tras 500 años de espera, es fácil comprender la emoción que recorrió al circular la noticia: ¡Ha aparecido un profeta, uno verdadero!”
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“La aventura era grande: la preparación de un reino de los cielos ya inminente. El hombre nunca ha temido pagar caras las cosas importantes” — Radio María Arg (@RadioMariaArg) diciembre 11, 2014
“La aventura era grande: la preparación de un reino de los cielos ya inminente. El hombre nunca ha temido pagar caras las cosas importantes”
“Juan, quemado su cuerpo por el sol del desierto, quemada su alma por el deseo del reino, es el anunciador, el fuego” Martin Descalzo — Radio María Arg (@RadioMariaArg) diciembre 11, 2014
“Juan, quemado su cuerpo por el sol del desierto, quemada su alma por el deseo del reino, es el anunciador, el fuego” Martin Descalzo
Cuando llegó, el pueblo ya casi pensaba que ésta de los profetas era una raza extinguida. Quinientos años habían transcurrido desde que Zacarías había descrito la ruina de los grandes imperios que caerían pulverizados ante la gloria futura del pueblo elegido. Y el pueblo de Israel clamaba con las palabras del Salmo (74, 9): Ya no vemos prodigios en nuestro favor, ya no hay ningún profeta, ya no hay nadie entre nosotros que sepa hasta cuándo. Sí; ¿hasta cuándo iba a durar la humillación de Israel, hasta cuándo iba Dios a olvidarse de los suyos? Habían perdido ya casi la esperanza, aunque recordaban que Malaquías, había anunciado en el nombre de Dios: Enviaré a mi mensajero y él preparará el camino delante de mí… Ya viene, ya llega, ha dicho Dios fuerte… Ya llega su luz, abrasadora como un horno. Los orgullosos y los malvados serán como el rastrojo, y la luz que llegue los devorará con su fuego (3, 1; 4, 1). Fuego. Se diría que esta palabra iba siempre unida al concepto del profeta. Fuego que da calor, que cuece el pan, que abrasa.
Este fuego esta presente en la vehemencia con la que Juan anuncia la llegada del Mesías: allanen los caminos, preparen el corazón. El anuncia la venida de este Dios que llega en medio de las sombras y las oscuridades, que se hace presente en medio de las tormentas.
Escribe Cabodevilla: El profeta es un hombre enardecido, terrible, tremendo, justiciero, arrebatado por la pasión de lo absoluto. Los profetas amenazaban y maldecían. Eran igual que una llama. Hablaban como quien sacude un látigo, como quien perfora las entrañas, como quien arranca una mujer amada de los brazos de su amante. Sacerdotes y reyes empavorecían ante ellos. No era, en verdad, grato oficio el suyo. Lo cumplían a veces de mala gana, sabiendo qué terribles peligros se cernían sobre su cabeza. “Envía a otros, soy sólo un niño” dirá Jeremías. Dios los utiliza como cooperadores de sus designios que son tan diversos a los nuestros. Existe una contrariedad entre los caminos de Dios que rompen paradigmas y por eso buscan querer callar porque es tremenda la voz de Dios, pero es imposible callarla. Pero no les era posible guardar silencio. Sus palabras, antes de encender los corazones, abrasaban su propia garganta. Tenían la misión de salvaguardar la esperanza mesiánica denunciando y corrigiendo cuantas depravaciones se oponían en el seno de Israel a esa esperanza. Habían sido encargados de curar por medio de la sal y del fuego.
Difícil oficio, sí, éste de cortar y quemar. Por ello casi todos los profetas aceptaban a regañadientes su vocación, dando coces contra el aguijón, rebelándose contra esa fuerza interior que les esclavizaba y les obligaba casi a —en frase de Guardini— decir a su tiempo contra su tiempo lo que Dios manda decir. Van contracorriente. Y sin embargo el pueblo los amaba, o, por lo menos los necesitaba. Siempre es preferible un Dios que nos quema a otro que pareciera olvidarnos. Y ahora ese olvido parecía durar quinientos años.
Después de todo ese tiempo aparece el hijo de Isabel y Zacarías, en donde Dios interrumpe en la esterilidad de esos padres. Ha llegado el tiempo, y Juan el Bautista ayudará a prepararlo.
Es fácil comprender la emoción que recorrió ciudades y poblados cuando comenzó a circular la noticia: ¡Ha aparecido un profeta, uno verdadero! Al principio la gente debió de recibir la noticia con desconfianza: en las últimas décadas habían surgido ya otros varios predicadores mesiánicos que se adjudicaban este título. Inmediatamente después de la muerte de Herodes el Grande se manifestó en Perea un tal Simón que arrastró tras de sí una multitud, quemó el palacio del rey muerto en Jericó y se proclamó rey.
En Judea emergió Athronges y en Galilea otros dos con el nombre de Judas. Pero todos ellos mostraban enseguida que eran más caudillos políticos que profetas, y que estaban mucho más interesados por la lucha contra los romanos que por el reino de Dios. Pero el que ahora gritaba en el desierto parecía distinto: su mensaje se centraba en las palabras «conversión» y «penitencia», no buscaba nada para sí y, sobre todo, comenzaba por dar ejemplo de esa penitencia que predicaba.
¿Conocían, quienes ahora acudían a él, las cosas ocurridas treinta años antes cuando el profeta nació? Es muy probable que no, aunque esto hubiera explicado aún mejor el que las multitudes se precipitaran en torno a él. Pero parece que todo ocurrió en el ámbito muy restringido de la familia de Juan.
Porque la mano de Dios le había señalado ya desde el seno materno, como a Isaac, como a Sansón. Ya hemos contado cómo su madre quedó embarazada cuando la edad parecía haber cerrado ya su seno y hemos comentado el misterioso pataleo con el que —desde el vientre de su madre— comenzó anticipadamente el anuncio que ahora gritaba en el Jordán. Así aparece el profeta, es un inesperado, y rompiendo con lo establecido, por mandato de Dios, contribuye a destruir para construir algo nuevo.
Y Lucas contará con todo detalle, aún dentro de un clima de fábula, los prodigios que rodearon el nacimiento del pequeño. Cómo a su padre se le soltó la lengua para profetizar el nombre y la misión del recién nacido con uno de los himnos más bellos de la Escritura: Bendito sea el Señor, Dios de Israel porque ha venido a liberar a su pueblo, suscitándonos una fuerza salvadora en la casa de David, su siervo… Y a ti, niño, te llamarán profeta del Altísimo porque irás delante del Señor a preparar sus caminos anunciando a su pueblo la salvación, el perdón de sus pecados. Por la entrañable misericordia de nuestro Dios nos visitará el sol que nace de lo alto para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte para guiar nuestros pasos por el camino de la paz (Le 1, 68-80).
Este era el niño-profeta que ahora gritaba en Betabara. Su nombre era Juan, Yohohanán en hebreo, que quiere decir «Yahvé fue favorable». Pero no era ya ciertamente un niño, sino un gigante de bronquedad y violencia.
Escribe con acierto Daniel Rops: Resulta bufo representarse al fanático santo bajo los rasgos de ese rubito de mejillas sonrosadas que, después del Correggio, muestran tantas amaneradas imágenes acariciando al Cordero místico o jugando con el niño Dios. Antes que la del adolescente de rostro delgado, tan encantador con sus largos bucles de «nazir» y su túnica corta de pastor, tal como lo esculpió Donatello, la figura que nosotros vemos como más cercana a la verdadera es la de ese individuo grandioso e hirsuto que, en el retablo de Matías Grünewald, tiende un dedo acusador hacia los pecados del mundo. Sí, éste es el joven ya adulto —30 años— que nos encontramos en el Jordán.
La pluma airada de Papini lo describe con exactitud: Solo, sin casa, sin tienda, sin criados, sin nada suyo fuera de lo que llevaba encima. Envuelto en una piel de camello, ceñido por un cinturón de cuero; alto, adusto, huesudo, quemado por el sol, peludo el pecho, la cabellera larga cayéndole por las espaldas, la barba cubriéndole casi el rostro, dejaba asomar, bajo las cejas selvosas, dos pupilas relampagueantes e hirientes, cuando de la escondida boca brotaban las grandes palabras con las que Dios hablaba en él. Este magnético habitante de las selvas, solitario como un yogi, que despreciaba los placeres como un estoico, aparecía a los ojos de los bautizados como la última esperanza de un pueblo desesperado.
Juan, quemado su cuerpo por el sol del desierto, quemada su alma por el deseo del reino, es el anunciador, el fuego. En el Mesías que va a llegar ve al señor de la llama. Sí, si todos los profetas eran fuego, Juan lo era mucho más, puesto que era más que un profeta (Mt 11,9), como más tarde dirá Cristo sin rodeo alguno. “No ha nacido hombre más grande que este sobre la tierra”.
Juan, el que quema con su palabra, nos invita a descubrir los fuegos que hay escondidos dentro nuestro con los que Dios clama para llevar al mundo una presencia luminosa que guía y conduce. Hay dentro de nosotros un fuego que arde y que el Señor ha puesto con la gracia de profetismo que recibimos en el bautismo. Ese fuego quema lo que en nosotros necesita ser purificado y a al vez se hace palabras para anunciar a otros sobre los tiempos nuevos que vienen.
¿Pero quién era ese hombre? ¿De dónde le venían su fuerza y su mensaje? ¿Quiénes habían sido sus maestros? El evangelio es, una vez más, extremadamente parco en detalles. Nos dice únicamente que vivió en el desierto hasta que se presentó a Israel (Le 1, 80). Pero ¿cuándo se fue al desierto: de niño, de muchacho, de adolescente, de joven? Y en el desierto ¿vivió siempre solo o en compañía?
Los descubrimientos del mar Muerto nos han aclarado que la zona del desierto era por entonces un bullir de vida religiosa. Y hoy son muchos los científicos que estiman que Juan Bautista fue o pudo ser, al menos durante algún tiempo, miembro de la comunidad religiosa de Qumram. Y, aunque la idea sigue estando en el terreno de las hipótesis, muchas cosas quedarían explicadas con ella. Lo que no puede en modo alguno negarse es que, de todos los personajes, neotestamentarios es el Bautista quien está más cerca del mundo espiritual de Qumram.
Y más cerca también en distancia física. El lugar donde Juan comienza su predicación está situado a dos kilómetros escasos del monasterio de los esenios y el castillo de Maqueronte, donde la tradición coloca su muerte, está situado justamente enfrente de Qumram. Hay, además, un dato que aclararía enormemente ese dato evangélico que dice que el muchacho «vivió en el desierto» hasta que se presentó a Israel. Sabemos por Flavio Josefo, el historiador de Israel, que los esenios renuncian al matrimonio, pero adoptan hijos ajenos todavía tiernos, la edad propicia para recibir sus enseñanzas; los consideran como de la familia y los educan en sus mismas costumbres. ¿No pudo ser Juan uno de estos niños? En el desierto se necesita de maestros. Allí el desierto es fascinante, está Dios a flor de piel, y a la vez el demonio ataca con fuerza.
Dos datos inclinan a una respuesta afirmativa: el hecho de que fuera de familia sacerdotal (y conocemos la preponderancia que el elemento sacerdotal tenía entre los monjes de Qumram) y el dato de que los padres del pequeño conocían que su hijo tenía una especialísima vocación de servicio a Dios: es perfectamente coherente que desearan que viviera su adolescencia en un clima plenamente religioso, en un verdadero seminario, como de hecho era Qumram. Digamos también, sin embargo, que no queda en los documentos de los esenios el menor rastro de la presencia de Juan, ni hay en los textos evangélicos la menor alusión a un enlace del Bautista con ellos.
Este es el hombre que un día, vestido con poco más que un taparrabos de piel de camello, se lanza Jordán arriba a predicar y en torno a quien se levantará una oleada de apasionado interés. Acudía a él —dice exagerando Marcos— toda la región de Judea y todos los habitantes de Jerusalén (Me 1, 5). ¿Por qué este entusiasmo? La respuesta —triple— parece muy sencilla: porque proponía un gran mensaje y lo hacía con tonos muy exigentes; porque comenzaba poniendo él en práctica lo que pregonaba; y porque había encontrado un signo visible, muy sencillo, que resumía muy bien lo que predicaba. El bautismo de conversión.
La aventura a la que invitaba era grande: nada menos que a la preparación de un reino de los cielos ya inminente. Por una causa así era lógico que se pidiera un buen precio de penitencia. El hombre nunca ha temido pagar caras las cosas realmente importantes. Por eso Jesús reafirma su propia causa diciendo que quien entiende tiene que ser capaz de dar no algo sino todo. Ese es el testimonio más fuerte, el martirio, que habla al valor que tiene la causa; incluso la vida misma queda subordinada al valor del reino.
Lo anunciaba, además, con lenguaje sencillo y conocido para sus oyentes. Las palabras de Isaías se entendían, mejor que en ningún otro sitio, en aquella accidentada geografía que Juan señalaba con su dedo: Preparad el camino al Señor, enderezad sus senderos. Todo valle será rellenado y toda montaña y colina será rebajada, y lo tortuoso se hará derecho, y los caminos ásperos serán allanados; y toda carne verá la salud de Dios (Is 40, 3-5).
¿Qué reino de los cielos era éste que el profeta anunciaba? ¿Cómo iba a llegar ese Señor cuyo camino urgía preparar? El profeta no lo aclaraba mucho. Pero esto mismo contribuía a crear un clima de misterio en torno a su mensaje.
Al tiempo aparecerá Jesús que sencillamente también se presentará para ser bautizado. Allí Juan se negará aludiendo que es él quien debe ser bautizado por Jesús. Para que se cumpliera lo mandado por Dios Juan accede. Allí se abrirán los cielos y se oirá la voz de Dios “Este es mi hijo muy querido, ¡escuchenlo!”.
Padre Javier Soteras
* Material elaborado en base a texto de José Luis Martín Descalzo en “Vida y misterio de Jesús de Nazareth”
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