Juan Pablo II: Raíces de la vocación

martes, 1 de noviembre de 2016
image_pdfimage_print

Wojtyla

01/11/2016 – El Cardenal Joseph Ratzinger, tras la muerte de Juan Pablo II, habló en su funeral del “Papa Grande”. Su grandeza plasmada en su extenso pontificado nace de los comienzos de su vocación.

«Antes de formarte en el vientre materno, yo te conocía; antes de que salieras del seno, yo te había consagrado, te había constituido profeta para las naciones».

Jr 1,5

A Juan Pablo II le gustaba repetir que su primer seminario había sido su casa, cuando aún vivía con su padre. Después fue el sastre Jan Tyranowky quien lo iluminó sobre el profundo significado de la oración e hizo que aumentase en él la devoción por lo divino. Tyranowski era, además, animador del grupo del “Rosario viviente”, que estaba integrado por quince jóvenes, cada uno de los cuales debía recitar a diario un misterio. Karol entró a formar parte del grupo y en esa escuela de espiritualidad tuvo la oportunidad de conocer el Tratado de la auténtica devoción a María, del francés sal Louis-Marie Grignion de Monfort, y las obras místicas del español san Juan de la Cruz.

A los veintidós años Wojtyla acabó de convencerse de que su camino pasaba por el seminario, el del arzobispado de Cracovia. Varios años antes se había resistido a la llamada del Señor, pese a que el arzobispo Adam Stefan Sapieha lo había invitado expresamente a ello el 3 de mayo de 1938, con ocasión de su visita pastoral a Wadowice, a la parroquia de la Presentación de la Beata Virgen María, y para dar la confirmación a los estudiantes de bachiller. La tradición polaca establecía que los jóvenes que recibían la confirmación añadiesen un segundo nombre al propio. Karol elegió Hubert (Umberto), en memoria del dramaturgo Hubert Rosztworowski, que había fallecido varias semanas antes y cuya obra le apasionaba.

“Mi maestro de religión, el padre Edward Zacher, me confió la tarea de darle la bienvenida –contaría más tarde Juan Pablo II-. Por primera vez me encontré delante de ese hombre, al que todos veneraban. Sé que, después de escuchar mi discurso, el arzobispo preguntó al maestro de religión a qué facultad pensaba acudir después del examen de bachiller. El padre Zacher le respondió: “Estudiará Filología polaca”. Según parece, el prelado respondió: “Lástima que no se dedique a la Teología”.

Harían falta todavía cuatro años para que la vocación de Karol se definiese con toda su plenitud. Un acontecimiento que, como él mismo afirmó “sigue siendo un misterio incluso para mí. ¿Cómo se pueden explicar los caminos de Dios? Y, en cambio, sé que en cierto momento de mi vida percibí claramente que Cristo me decía lo que había dicho ya a miles de personas antes que a mí: “Ven, sígueme”. Era evidente que lo que sentía en mi corazón no era ni una voz humana ni una idea mía. Cristo me estaba llamando para que lo sirviese como sacerdote”.

El rector del seminario, el Padre Jan Piwowarczyk, fue el encargado de recibirlo en el seminario, y al hacerlo le recordó que fuese absolutamente discreto incluso con las personas más allegadas a él. La situación era, cuanto menos, delicada. Se trata, desde el discernimiento, de una consolación sin causa como esa que arrebató a San Pablo camino a Damasco, o a San Francisco con la cruz de San Damián. El Papa Francisco, se refiere a la “consolación sin causa” de San Ignacio diciendo que “Dios te primerea”.

Desde que la Alemania de Hitler había invadido Polonia el 1 de setiembre de 1939, el edificio del seminario había sido requisado para albergar a la sección de las SS que se encargaba de garantizar la seguridad de las fuerzas de ocupación en Cracovia. Durante varios meses los seminaristas se habían alojado en el segundo piso del Palacio arzobispal pero, tras el cierre de todas las instituciones escolásticas que impuso el gobernador nazi, el arzobispo Sapieha había mandado a una parte de ellos a las parroquias, como ayudantes, mientras que los demás, que trabajaban en empresas sometidas al control de las autoridades alemanas, debían estudiar en casa. Los seminaristas clandestinos no se conocían entre ellos. Recibían los manuales para estudiar Filosofía y Teología directamente del prefecto don Kamizierz Klosak, y luego cada uno realizaba individualmente el examen con el profesor.

Durante dos años, desde el otoño de 1942 hasta el verano de 1944, Wojtyla formó parte del segundo grupo, es decir, entre los que se formaron en la clandestinidad. Para evitar ser deportado a realizar trabajos forzados en Alemania era, de hecho, necesario el Ausweis, un salvocunducto que expandían las autoridades alemanas a los trabajadores “socialmente útiles”, de esta forma en 1940 empezó a trabajar también –tras un breve período como chico de los recados en un restaurante- en la cantera de piedra de Zakrzówek, que se encontraba a media hora a pie de su casa de Debniki, como ayudante del obrero que hacía explotar las cargas explosivas.

En la primavera de 1942 había pasado ya a la fábrica química Solvay, situada en Borek Falecki, como encargado de la depuración del agua de las calderas. De hecho, mientras era ya un seminarista clandestino, siguió trabajando en ella. Sus compañeros, que lo veían siempre con un libro, pensaban que se trataba de un universitario, de manera que lo protegían y le permitían que estudiase durante el horario de trabajo.

Por aquel entonces su director espiritual era don Stanislaw Smolenski, quien lo consideraba dotado de una gran preparación intelectual y moral, y además apreciaba su marcada disposición al sacrificio y al esfuerzo. Todo esto después se verá forjado en un pontificado de mucha lucha y combate, de sacrificio que casi lo lleva a la muerte en un atentado.

A principios de agosto de 1944 abandonó la Solvay para responder a la llamada del arzobispo Sapieha, quien nada más iniciarse la insurrección de Varsovia había ordenado que todos los seminaristas regresasen al Palacio arzobispal, justificándose ante los nazis con el argumento de que “he pedido que vengan algunos seminaristas porque dada mi condición de arzobispo, tengo derecho a disponer de alguien que intervenga en la celebración de la misa”.

Karol llegó al seminario vistiendo camisa blanca, pantalones de algodón y unos zuecos. Al día siguiente recibió una sotana de uno sacerdote de la diócesis. En octubre, tras la derrota de los insurgentes de Varsovia, el cardenal ofreció sus habitaciones a los sacerdotes que habían huido de la capital y albergó a todo el grupo de jóvenes en la sala de audiencias, adyacente a su apartamento. Estos últimos dormían en unos camastros prácticamente pegados unos a otros, y en ese mismo espacio seguían también las lecciones. Dios va purgando el corazón con estas circunstancias que permite para fortalecer y salir airosos.

La actividad diaria era intensa: se despertaban a las cinco de la mañana, luego venía el aseo personal y la gimnasia en el patio, la oración en la capilla, la meditación, la misa celebrada por el arzobispo, el desayuno y las lecciones de Filosofía y Teología. A la una se comía e inmediatamente y a continuación se podía pasear por el patio interior. Después se proseguía con la adoración al Santísimo Sacramento, el estudio y la lectura espiritual. A las ocho se cenaba, luego tenía lugar la función religiosa en la capilla y varias ocupaciones en silencio. A las nueve el arzobispo se dirigía a la capilla para una hora de adoración que realizaba tumbado en el suelo delante de la eucaristía, y a las diez regresaba a su apartamento no antes sin haber echado un vistazo a la sala para comprobar si los seminaristas dormían y estaban bien.

Uno de los compañeros de Wojtyla contó que de éste le habían impresionado sobre todo “su bondad, su benevolencia y su sentido de la camaradería. Se relacionaba fácilmente con sus interlocutores, intentaba comprenderlos y planteaba temas que nos interesaban a todos. Era callado, le gustaba escuchar historias cómicas que le hacían reír. Cumplía a rajatabla el reglamento del seminario. Se concentraba durante las lecciones, tomaba apuntes diligentemente y comprendía al vuelo la idea fundamental que el maestro pretendía transmitir. En los exámenes era lúcido y sus respuestas precisas satisfacían a los profesores y suscitaban la admiración de todos nosotros”.

 

Padre Javier Soteras