La casa es Jesús

jueves, 13 de mayo de 2010
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 “No se inquieten. Crean en Dios y crean también en mí. En la Casa de mi Padre hay muchas habitaciones; si no fuera así, se lo habría dicho a ustedes. Yo voy a prepararles un lugar. Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré otra vez para llevarlos conmigo, a fin de que donde yo esté, estén también ustedes. Ya conocen el camino del lugar adonde voy". Tomás le dijo: "Señor, no sabemos adónde vas. ¿Cómo vamos a conocer el camino?". Jesús le respondió: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre, sino por mí."
Juan, 14,1-6

La casa como lugar de encuentro y anticipo del Cielo

El pueblo judeo-cristiano desde sus orígenes se referencia a sí mismo como un pueblo peregrino, nómade, que no tiene su estancia definitiva en este mundo, sino que su camino está puesto en una tierra de promisión, en un lugar bendecido por Dios. Israel sale de Egipto, abriéndose paso por el Mar Rojo, orientado por la convicción de que Dios les tiene preparado un lugar: la tierra de promisión. Y de ese pueblo nosotros hemos nacido en Cristo y Él nos ha introducido en esa misma marcha. Jesús nos ha mostrado que la tierra de promisión es la casa del Padre, que tiene muchas habitaciones. Esa casa del Padre se ha anticipado ya en el Antiguo Testamento en la tienda de reunión. Tienda que el pueblo peregrino fue armando de distintas maneras como lugar de descanso, de encuentro.
En la Casa de mi Padre hay muchas habitaciones. Esa casa se anticipa de alguna manera en el encuentro. Ha sido la carpa del encuentro de Israel el lugar donde el pueblo -mientras iba hacia el lugar del Templo como lugar donde Dios tenía su casa, aunque no podía tener ninguna casa sino de manera simbólica- ha tenido el lugar del encuentro, el lugar de la construcción del cielo. El cielo se anticipa en el encuentro, y el encuentro supone un lugar, que es la casa.
Hay que recuperar la casa. Nos han ocupado la casa. Necesitamos liberarla de los “okupas” que han saboteado la casa y la han hecho inhabitable. La casa tiene que ser recuperada. Y la hacemos casa del Padre, anticipo del cielo, para que sea un lugar de encuentro.
A la casa la han ocupado los desencuentros, los apuros, los ruidos, las cosas, el tener… Hemos llenado la casa de cosas y la hemos deshabitado de nosotros mismos.
Tenemos casas grandes, o pequeñas, pero no siempre en el centro está la mesa como lugar de reunión. Necesitamos recuperar la mesa, y sacar del medio el ruido de los medios que nos impiden el encuentro y el diálogo. Se ha roto el diálogo en la casa, y debemos recuperarlo.
A la casa la ocupan los “okupas”… y éstos deben ser desalojados. Cuando Jesús llega al Templo ve que los “okupas” de aquel tiempo habían tomado posesión. “Ésta es casa de oración, lugar de encuentro con mi Padre, y ustedes la han convertido en una cueva de ladrones.” Jesús desinstala de aquel lugar a los que habían tomado posesión de lo que no les pertenecía.
La casa es un lugar sagrado. Cada uno de nuestros hogares es un lugar sagrado, bendecido por la presencia de quienes lo habitamos, que somos templo mismo de Dios. La casa es un reflejo de lo que somos nosotros mismos. Si nosotros interiormente estamos llenos de ruidos, abortados en el diálogo, insatisfechos con nosotros mismos, no hay lugar donde podamos verdaderamente encontrar reposo. Y la casa entonces es un lugar de paso y allí no se encuentran las fuerzas para seguir caminando, hasta que lleguemos a la eternidad, donde, como dice Jesús, en la Casa de mi Padre hay muchas habitaciones, mucho lugar para todos y para cada uno.

¿Cuál es la casa del Padre? Es el Cuerpo de Cristo. Él es el Templo nuevo. Por lo tanto, la casa del Padre que es Cristo, Él es el Camino, quiere decir que en Él todos tiene lugar. En Cristo todos tienen lugar, todos son bienvenidos.

Intentemos pensar en nuestra propia casa, en nuestro propio lugar: ¿dónde están los “okupas”, quienes son, cómo los vamos a desalojar, cómo le vamos a hacer lugar a Jesús en nuestro corazón, en nuestra casa, para que haga de ese lugar un anticipo del Cielo?

El simple beduino, aunque cambia de lugar, es un hombre de interioridad que permanece voluntariamente sentado en su tienda, en su casa, especialmente si posee pastores que cuidan de su rebaño. Así en el Antiguo Testamento, en la antigüedad. El cazador, por el contrario, es el hombre de los grandes espacios y su habilidad en el manejo de las armas lo convierte de un modo natural en un guerrero. Los hijos de Isaac tienen estas doble característica: “crecieron los muchachos -dice la Palabra- Esaú llegó a ser un cazador experto, un hombre montaraz; y Jacob un hombre muy de la tienda, muy de la casa.” La tienda, la casa, es un lugar íntimo, que oculta muchos secretros. La casa es el lugar para los secretros que la vida nos esconde como lugar de revelación. La casa, la intimidad, el encuentro, el espacio del diálogo, el lugar de la fraternidad en torno a la mesa en la que nos reunimos es el lugar de la revelación. Por eso Jesús ha querido poner en la casa donde se preparó la última cena, y alrededor de la mesa, el lugar de la máxima revelación en el compartir fraterno del pan, cuando vino a decirnos que se iba y se quedaba al mismo tiempo definitivamente con nosotros en ese gesto de pan compartido, de pan celebrado.
En el andar, en el Antiguo Testamento, el espacio de la casa es un refugio precario, no es un lugar definitivo, porque en realidad el lugar definitivo es la tierra prometida. Y la casa del Padre, como dice Jesús en el Evangelio, es el lugar último. Aún cuando estemos en el lugar más confortable, en el espacio más gozoso, en el lugar más delicadamente preparado para el encuentro, siempre será un lugar precario a la luz de lo que nos espera, ante la expectativa del ENCUENTRO, que será eterna y definitivamente gozo, paz, alegría. ¿Qué quiere decir? ¿Qué porque sea precario no hay que cuidarlo? ¡No!, por el contrario, al ser tan precario hay que cuidarlo más. La precariedad a veces ha sido identificada como lo descartable, pero no. Es precario, merece ser cuidado con mayor atención, necesita mayor delicadeza de nuestra parte. Como precarios somos nosotros, y por lo tanto necesitamos mayor cuidado de nosotros mismos, mayor velar. Sí, no es todo a lo que aspiramos lo que vamos viviendo, pero de alguna manera el poder sostener hacia donde vamos viviendo merece una atención particular y delicada sobre lo que vamos compartiendo en el camino. Y a este espacio hay que recuperarlo, hay que recuperar la casa en los vínculos, en la relación, en la mesa compartida, en el diálogo, en el perdón. Hay lugares de nuestra propia casa que no hablan del cielo y por ello merecen ser reformados.
Cuando la casa está en orden, es de puertas abiertas. En esta época, no sólo hemos puesto cerrojo por fuera, sino también por dentro, porque nos sentimos inseguros, porque sentimos que hay lugares peligrosos aún dentro de nuestro hogar. Por ejemplo, cuando los niños están en su habitación conectados con Internet, sin que nadie los controle. O cuando en el enojo cerramos con un portazo nuestra habitación y nos encerramos, clausurando así un espacio de la casa. A veces en nuestra casa cada uno tiene sus cosas, su T.V., su computadora, su agenda, su ritmo; no se comparte, no se sabe cuándo hay un momento para compartir el ser familia.
Hay que recuperar la marcha del compartir en la casa. Cuando la casa está en orden, es de puertas abiertas. Hay lugar, además de los que ahí viven, para que la habite con ellos un huésped, posiblemente un ángel que nos visita. Justamente la Palabra de Dios pondera el valor de la amabilidad y de la hospitalidad y lo bendice. Porque en la antigüedad este valor era sagrado, estaban convencido que a través del huésped era el mismo Dios que pedía entrar. Y Dios obsequiaba al anfitrión dones divinos. El evangelista Lucas muestra a Jesús visitando una y otra casa, Jesús es el gran peregrino que va a Jerusalén, que asciende hacia el Templo y mientras tanto busca dónde hacerse hospedar. Así también los primeros cristianos practicaron mucho esta hospitalidad: quien da lugar al que peregrina se parece al Padre, que en su Casa nos tiene preparado un lugar. La Carta a los Hebreos invita a no olvidar la hospitalidad y dice que, sin saberlo, muchos hospedaron a ángeles. Luego, cuando el peregrino, el ángel, sigue su camino, en la casa queda su presencia en lo compartido. En todo relato antiguo hay una fuerte conexión entre hospitalidad y ángeles. Las personas a las que en casa les damos la bienvenida, siempre terminan siendo para nosotros una bendición.
En los últimos tiempos he descubierto, con los peregrinos de Hombre Nuevo, que la mesa de la Eucaristía, solamente puede celebrarse en plenitud cuando uno la extiende sobre los pobres, dando la bienvenida al sin techo, al que no tiene lugar donde habitar. La casa del Buen Samaritano es un hogar para el que no tiene donde estar. Si recibimos con hospitalidad, seguramente ángeles habitarán en medio nuestro.

Padre Javier Soteras