La Eucaristía

miércoles, 17 de junio de 2009

    La fiesta de Corpus Cristhi tiene como finalidad proclamar este misterio, este gozo de saber que Jesús ha quedado en el Pan y el Vino, y también aumentar la fe en Jesús presente en Santísimo Sacramento.

    ¿Qué implica para nosotros cuando vamos a misa unirnos en la Comunión con Jesús sacramentado? A veces se tiene la impresión que el movimiento espiritual que predomina es el de pedirle cosas a Dios, pedirle que a través del Sacramento Dios me alimente. No siempre tenemos la conciencia de que al comulgar, nosotros no solo nos unimos a su proyecto del Reino de los Cielos, sino al modo en que El llevó a cabo ese proyecto: seguirlo hasta dar la vida. Esa fue su causa, y a ella nos invita.
    Recogiendo muchas causas del Antiguo testamente, las anudó, las llevó hasta su madurez, las hizo fruto para la humanidad. Cuando nosotros comulgamos, cuando tomamos la común unión, estamos de alguna manera haciendo lo mismo que El: votando su proyecto y poniendo el compromiso que mi vida se une a la suya para llevar a cabo ese proyecto.
    Su sacrificio es una invitación a que nosotros aunemos con el suyo nuestros pequeños sacrificios.

    Yo los invito hoy en que cambiemos la mirada: en lugar de pensar en ‘qué vamos a pedir’, pensemos en ‘qué vamos a ofrecer’, qué vamos a unir al gran sacrificio de Jesús. Todos tenemos pequeñas entregas para hacer.
    Jesús, después de haber partido y entregado el pan, tomó la copa y dijo “Este es mi Sangre, que será derramada por todos ustedes para el perdón de los pecados”. Después fue al huerto, y dijo a su Padre “si es posible, aparta de mi este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya”. ¿qué vio Jesús en ese cáliz que El tenía que beber y hasta el final? Sin embargo, lo bebió, y hasta la última gota. No lo probó y lo dejó para que otros tomen un poquito.
¡Cuántos cálices! ¡Cuántas cosas podemos ver en este cáliz!: que yo no llegué a ser la persona que quería ser, que yo hubiera soñado con tener otra familia, que mi familia no fue lo que yo hubiera querido que fuera, que yo no pude terminar mis proyecto –empezando por los tragos amargos de la vida- que no pude concretar mis sueños, que todavía lloro a mis seres queridos a pesar de que pase el tiempo y no me resigno a haberlos perdido. Que todavía lloro la herida de mi divorcio que aunque parece cerrada por momentos se abre con una furia y una envidia, y un rencor que ¡hasta cuándo Señor este cáliz!, que no encuentro trabajo, que nunca imaginé que mi patria se iba a convertir en esta suerte de infierno que estoy viviendo, que me quiero fugar, que estoy muy lejos de lo mío y extraño…¡cuántas cosas hay en este cáliz! Por eso le he orado tanto a Dios para que aparte de mi este cáliz, y no me ha dado lo que le he pedido. Y ¿qué son nuestros dolorcillos al lado de los dolores de las personas que carecen de hogar, que piden limosna en las calles, de los jóvenes que mueren por la droga, de los niños institucionalizados que muchas veces se dan la cabeza contra la pared porque no quieren vivir más, de las miles de personas que viven en las prisiones del mundo algunas de las cuales son infiernos creados por los hombres…¿qué son nuestros dolorcillos al lado de los enfermos incurables, de las familias rotas, de los innumerables discapacitados que dejan las guerras años tras años, de los niños que se venden para ejercer la prostitución…? ¿qué son nuestros cálices al lado de las millones de caras hambrientas vagando por el mundo?

Esa es la copa que Jesús miró: la copa del sufrimiento humano, universal. La eterna oscuridad del camino. Allí están todos nuestros sufrimientos. Esa es la copa que Jesús bebió hasta el final, y que nosotros estamos invitados a beber cada vez que bebemos el Cuerpo y la Sangre de Cristo.

Qué sagrado alimento que es el cansancio y la fuerza divina de andar descalzo
El final del camino ¡que buen misterio!, Y es que nunca está fuera porque está dentro
De los Éxodos somos y los exilios hemos ido hasta Roma y hasta el Egipto
No hay aviones ni trenes ni autodineros que me lleven al sitio que yo mas quiero
Y Jesús caminaba sobre las aguas. Yo, su siervo, camino sobre mis llagas
Paso a paso cantamos por los caminos con las penas al hombro los peregrinos.

Entiéndase bien: beber la copa con Jesús no es , ni mucho menos, entrar en un ámbito de masoquismo. En los ámbitos religiosos muchas veces se ha hecho hincapié en esto de ‘el placer del sufrimiento’ ya sea porque nos da cierta distinción heroica, ya sea porque nos enseñaron que sufrir es la forma de ganar el afecto, ya sea porque pensamos que el sufrimiento es el precio permanente que debemos pagar para que Dios nos mira con benevolencia. Esas son todas distorsiones de la auténtica fe. Pero por eso, no hay que dejar escapar esta ‘hebra esencial’ del tejido del reino de los cielos, que es la entrega.
Jesús pregunta a sus amigos”¿podeis beber de la copa que yo beberé…?” ¿Cuándo se los pregunta. Cuando ve que ellos aspiran a manejar el poder que el amor, la alegría, la esperanza y los valores del reino contagiaban entre las personas. Y ven que esto es un poder: el reino es tremendamente más poderoso que cualquier mal. Embalados por este poder, le preguntan acerca de cómo se van a administrar las cosas, y es allí donde Jesús les hace esa pregunta: ¿pueden beber la copa de amargura que Yo he de beber?
Todos estamos con El, aún cuando El dice “Dios mío, por qué me has abandonado?” y cuando dice “cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí”. Ese es el poder de la entrega.
Ellos respondieron que sí, pero no tenían idea de la carga de sufrimiento que conllevaba esa respuesta afirmativa. La copa de Jesús es la copa del sufrimiento, del martirio. Y no solo sus sufrimientos en la cruz sino los de toda la humanidad: es una copa llena de angustias físicas, mentales, espirituales. Es la copa del hambre, de la tortura, de la soledad, del rechazo, del abandono, de la injusticia. ¿quién quiere beber de esa copa? Cuando Jesús ve esta copa, dice: siento una tristeza de muerte. Su agonía fue intensa. Sus amigos estaban allí, pero dormidos, incapaces de permanecer despiertos con El en su dolor. 
Jesús no arrojó la copa lejos de sí en un gesto de desesperación: la agarró en sus manos y deseó beberla hasta el final, y no fue una prueba de la fuerza de voluntad ni de firme decisión  ni un gesto de gran heroísmo. Lo hizo en un profundo, espiritual, generoso Sí al Padre. La vertiente de su sí es su amor por el Padre, su obediencia a El.
En este Corpus Cristhi, nos toca a cada uno beber un sorbito de esa copa. No nos toca a cada uno beberla toda. Nos toca solo nuestra pequeña copa: la de aceptar la cruz, amar en sí al Padre, no fugarse de los problemas del mundo, no evadirse, pedir un poquito menos, agrandar el pecho, fortalecernos como hombres y mujeres seguidoras de este Maestro, asumir en lo que nos toca nuestra parcela de sacrificio para la consumación del Reino entre nosotros.

Allí, en la Eucaristía, está la prueba de que Tú vives, Cristo
Allí, en la Eucaristía, está nuestra comunión
Allí en la Eucaristía está nuestra reconciliación

Tu Cuerpo, tu Sangre, me da vida, Señor
Tu Cuerpo vivo, Cristo, tu Sangre, me da vida
Y no puedo esperar hasta que estés aquí en mi
Porque es tu Cuerpo vivo, Cristo, estoy a punto de adquirir
Pues es el Cáliz de tu Sangre que me ayuda a vivir
El que coma de este Pan vivirá eternamente

                  
Vos nos das la mirada capaz de ver lo bueno aún siendo, sin tu gracia, ciegos de nacimiento
Vos nos das unos ojos silenciosos, serenos, que al mirar a tus hijos te van reconociendo
Ya Francisco de Sales, por dar un buen ejemplo sabía ver en lo humano lo amable, bueno y bello
Pues nuestro pueblo esboza tu rostro de universo y asoma en cada uno tu presencia y misterio
Y cambian los paisajes, y te reconocemos. Y la gente es distinta, y te reconocemos.
Si mirando el sagrario te amamos en silencio, a la vez te encontramos contemplando a tu pueblo.
Vos nos das la mirada, y te reconocemos

Ya se asomó la luna de noche en la montaña. De mis hermanos del noroeste es la mirada.
Hoy te reconocemos en su honda fortaleza: oro de fe silenciosa en la marcha, violín que alienta
Nos dicen que es la Iglesia, es como un  monte con abundancia de minerales
Y que es la Eucaristía una presencia, memoria y huella en las soledades

Y te reconocemos y cruzamos la rueda de la unidad
Y te reconocemos y en tu mesa partimos, Cristo , tu Pan
Si Argentina comparte el mismo pan

Es como lluvia blanda sobre suelo sediento el habla dulce de mis hermanos litoraleños
Hoy te reconocemos entre los del noreste, santa alegría para luchar cueste lo que cueste
Nos dicen que es la Iglesia como un gran río desnudo y lento de una esperanza
Y que es la Eucaristía como….siempre unidos y siempre alcanza

Y te reconocemos aunque nos amenace la oscuridad
Y te reconocemos y en tu mesa partimos, Cristo, tu Pan
Si Argentina comparte el mismo pan

Como un cielo turquesa limpio sobre los Andes, de mis hermanos cuyanos límpido es el talante
Hoy te reconocemos en su hidalguía humilde renacida y de pie aunque nos granice
Nos dicen que es la Iglesia…………………

Reflexionando sobre este tema nos preguntamos: ¿quién se anima a beber este cáliz? ¿de dónde saldrá en nosotros la fuerza para decir ese SI que cada uno tiene que decirle a su propio cáliz? ¿de dónde nos vendrá la fuerza para decir ‘que sea como Tú quieras y no como yo lo quiero’? ¿quién puede decir que sí al sufrimiento, al dolor, a la amargura propia y a la que se agrega del mundo cuando no ha oído la voz del amor? ¿quién puede decir un “Sí” cuando no existe un “Abba” a quien dirigirse? ¿quién puede decir sí cuando no vive un solo momento de consuelo?
La copa de la amargura, la copa del martirio, la copa del dolor humano parece inconcebible, inasumible por sus dimensiones cósmicas. Es también la copa del gozo. Solo cuando la descubrimos en nuestra propia vida la podemos pensar en beberla: es la misma copa, es el mismo trago: la vida es la copa del gozo tanto y en la misma medida como la copa de la amargura. ¿Cómo puede darse el gozo en el sufrimiento, en los moribundos, entre los hambrientos, entre los refugiados, entre los prisioneros, entre las prostitutas… Ahí también, donde nadie se atrevería a hablar de gozo, ahí también hay gozo.
Quien tenga valor de profundizar en el sufrimiento humano se va a dar cuenta de que el gozo de la vida se le revela escondido como una piedra preciosa en el muro de una cueva oscura. Seguramente más de uno debe estar asintiendo con la cabeza.
Podemos ver a Jesús como el hombre de los dolores, pero también como el hombre del gozo. Juan es el evangelista que nos muestra la cruz como un trono de poder.  De manera que la copa de la amargura que Jesús nos invita a beber, es también la copa del gozo. Entonces, cuando Jesús pregunta “podéis beber la copa de la amargura que yo he de beber…?” debemos responder “sí, podemos”, porque es también la copa del gozo.
“¿No era preciso que el Mesías sufriera todo esto antes de entrar en su gloria?” (Lc 24,26) Es que la copa del dolor y la del gozo no pueden separarse y Jesús lo sabía muy bien. Y por eso, necesitó un ángel para confortarlo en su tristeza de muerte, porque al final, quien rehusa el dolor, también rehusa el gozo de la vida.
Como la serpiente de Moisés en el desierto, la Cruz de Jesús es estandarte de sufrimiento, pero también estandarte de curación.
A veces me lo imagino como una diálisis, como una transfusión, como un cambio de sangre, como un laboratorio donde se va entregando nuestra propia voluntad y en una suerte de transformación nuestra propia voluntad se vuelve la suya, y así, hasta renovar todas y cada una de nuestras fibras.

Puede faltar todo en la vida, me puede faltar hasta la vida
Pero nunca quiero que me falte el deseo de amarte hasta el final.

Hasta la locura te amo Señor. Ya no quedan dudas en mi corazón
De que te amo, de que te amo, Señor.

Quiero amarte hasta el extremo sin recetas, darme por entero.
Como los que se han enamorado, yo te canto mi Amado hasta el final

Solo Cristo puede dar la respuesta a nuestras dificultades. El mundo está necesitado de nuestra respuesta personal a las palabras de vida del Maestro: “levántate, continúa” (Juan Pablo II)

PALABRAS DE VIDA (Reflexión del Padre Angel Rossi, sacerdote jesuita)

Esta presencia del Señor en la Eucaristía es ciertamente un misterio grande. Diciendo con San Ignacio “es el misterio de un profundo y total ‘abajamiento’, el misterio de un Dios que ha querido encarnarse”. Como decía Martín Descalzo, “se dio cuenta que se ama solo aquello que se puede abrazar”. Un Dios que a tal punto se hace como nosotros, asume nuestra carne, nuestra fragilidad, que llega hasta esta locura de la Eucaristía: lo omnipotente, lo innombrable, el infinito, el inalcanzable, el que era motivo de temor para el Antiguo testamento, ante el cual había que taparse el rostro para no caer muerto al verlo cara a cara, el Admirable para los filósofos, en fin: este Dios inmenso comete la amorosa imprudencia de quedarse con nosotros y para nosotros en las apariencias de pan y vino: algo tan cotidiano. ¿No hubiera podido hacerlo bajo la forma de otro alimento más caro, más difícil de conseguir, más escondido, para que accedan a El solo los que lo buscan arduamente, inteligentemente, y no tengamos que vivir dudando de los méritos de muchos de los que llegan a El con facilidad (la misma facilidad con que llegamos nosotros, diríamos irónicamente). Haciéndose tan “a la mano” ¿no se desvaloriza? Así pensamos nosotros, pero Dios no piensa así. No hay duda que la Eucaristía es misterio de descalabro: de celebración gozosa para los pequeños, y de escándalo para los fariseos, que si por ellos fuera 8y se repite la historia a través de los siglos) pedirían “certificado de conducta intachable” para los que arman la cola de la Comunión.
Dios se deja tomar entre las manos, se deja pasar de mano en mano con el riesgo de que no siempre estén lo suficientemente limpias como ciertamente merecería algo tan sagrado. El lo sabe, e insiste en quedarse. Y no se arrepiente. Ser solo un motivo de reverente admiración, cuidadoso de no rozarse con nuestras miserias para no ensuciarse.
Desde el fondo de nuestro corazón, podríamos decirle: “Señor, no te entendemos, pero te agradecemos”. Jesús no le tiene miedo a las heridas del corazón, que frecuentemente supuran más que las heridas del cuerpo. Y por no entenderlo, muchas veces confundimos la preparación del alma para recibir la Eucaristía: en vez de sacar a la luz nuestras heridas, las maquillamos. En vez de acercarnos a comulgar en debilidad, lo hacemos enarbolando los títulos de “buenos cristianos”. En vez de buscar a Jesús sedientos, lo hacemos empachados de méritos a veces.
O la contraria: viéndonos tan poca cosa, tan indignos, no nos acercamos. Como si la Encarnación y la Eucaristía dependiera de nuestra carpeta de meritos y olvidándonos de que son dos presencias totalmente gratuitas motivadas por nuestra fragilidad, y no de recompensa por nuestros buenos comportamiento.
Es cierto que no debemos acercarnos a comulgar de cualquier modo. Tenemos que ser delicados en esto, pero no esperemos pureza de ángeles para recibirlo. De lo contrario, como dice el poeta, “nos moriremos de sed al lado de la fuente”.
A veces escuchamos de la gente “yo no voy a misa porque los que van después durante la semana son iguales o peores que nosotros”. Yo respondo a esto: somos iguales, y justamente por eso vamos. Es cierto que nuestro testimonio será cristiano en la medida en que sean más coherentes con nuestra fe manifestada públicamente a través del culto, y es cierto que normalmente escandalizamos y dejamos a la gente cuando advierten ese quiebre entre lo que pensamos o proclamamos y lo que vivimos. Pero justamente porque queremos que esa grieta, esa distancia entre mi querer y mi obrar, lo que en el templo deseamos y lo que afuera hacemos, entre lo soñado y llegado a hacer, desaparezca o al menos disminuya en el tiempo, por eso es que vamos a rezar, por eso es que vamos a escuchar la palabra y a fortalecernos con la Eucaristía. Ir a misa no es garantía de santidad. Al contrario, yo diría que es garantía de debilidad. El que entra a misa con perseverancia y sinceridad, al traspasar la puerta de la Iglesia hace un acto de humildad: se reconoce públicamente débil. Si no lo hacemos, nos quedamos en casa regodeándonos de ser fuertes. La misa es reunión de débiles que necesitan ser fortalecidos con la Palabra y la Eucaristía. Es reunión de heridos que necesitan ser curados o aliviados, es reunión de pequeños que necesitan sentir la paternidad de Dios, de ciegos que necesitan luz, de hombres y mujeres que por esas vueltas de la vida han perdido el camino y entonces venimos a encontrarnos con El Camino para que nos saque con delicadeza de los acantilados a donde fuimos a parar, nos entablille los huesos rotos por la desbarrancada y nos ponga de nuevo en la buena senda. O si vamos bien –porque no hay por qué andar siempre mal- podamos perseverar y no tentarnos de abandonar el sendero estrecho para ir a  probar recodos o atajos falsos, o cansarnos y quedarnos al costado del camino.
En definitiva, la misa no es para los que se creen buenos sino para los que estamos convencidos de que necesitamos mucha ayuda de Dios y de nuestros hermanos. Por eso la celebramos en comunidad: para seguir deseando ser buenos. Y esto lo hacemos en ámbito de celebración, de fiesta, porque con San Pablo, nos gloriamos de nuestra debilidad, porque “cuando soy débil, entonces soy fuerte”, porque en mi debilidad se muestra su fuerza. Aquí nadie viene a ‘sacarle la tierra al cuadro de honor de cristiano’. Si lo vivimos así, no hemos entendido nada.
Debemos valorar la Eucaristía, que muchas veces por tenerla tan a mano la dejamos a un costado. Uno siente muchas veces una sana ‘vergüenza’ al pensar en nuestras Eucaristías por mera inercia, o pero aún, nuestras ausencias por tener algo ‘mas importante o mas urgente que hacer’. ¡Que Dios nos libre de este drama de ‘no tener hambre y sed del Señor’, se sentirnos satisfechos, de no darnos cuenta que tal vez a metros de mi casa cada día tengo el tesoro inmenso de la Eucaristía para mí y no voy a buscarlo, como los discípulos de Meaux, que también lo tuvieron tan cerca y no lo reconocieron. Nosotros te decimos, Señor, desde lo más hondo del corazón “quédate con nosotros” a pesar de no reconocerte, a pesar de nuestras frialdades e indiferencias, a pesar de nuestra ingratitud, o quizá, justamente por eso. Quédate con nosotros, Jesús. Que podamos vivir esta fiesta con mucha humildad pidiéndole a Dios que no nos quite el hambre, y si por una de esas vueltas nos sentimos saciados, que El nos devuelva el hambre de su intimidad con este Señor que ha querido quedarse de este modo tan misterioso para alimento nuestro. Y a la vez, que esa Eucaristía nos lleve siempre a otra presencia: la presencia más importante de Cristo entre nosotros, que es la presencia en los más débiles, de los pobres, para que realmente tenga sentido y nuestra Eucaristía  no quede a mitad de camino.
Encomendémonos en esta misa unos a otros.