La fealdad

lunes, 5 de julio de 2010
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Espiritualidad para el siglo XXI (Cuarto y último ciclo)
Programa 14: La fealdad


Eduardo Casas

Texto 1.

    Vivimos en la era del culto al ego y a la propia imagen. El hechizo de narciso siempre flota en los espejos,  mostrando insobornablemente la belleza y la fealdad. Hay muchas personas que padecen una obsesión por encontrarse defectos cuando se contemplan en ellos. La cultura de la apariencia crea la necesidad excesiva y compulsiva de estar, sentirse y parecer bello. Muchos trastornos como la anorexia, la bulimia, la vigorexia -la obsesión por el aspecto físico- o  la tanorexia, la afición compulsiva a las operaciones estéticas, nacen porque queremos adecuarnos al imperativo estético y social, deteniendo el ritmo biológico y natural del tiempo y del envejecimiento. Algunos se preocupan obsesiva y excesivamente, por algún defecto real o imaginado del aspecto físico que les genera un intenso malestar emocional. Hay personas que mantienen un conflicto con el espejo. No quieren verse.  El  descontento con la propia imagen física genera disminución de la autoestima, ansiedad, depresión y trastornos alimenticios. Nuestra sociedad de los espejos, ser -o simplemente verse- feo, gordo, bajo o viejo, puede resultar fatal. Hay personas que no son feas pero se sienten feas. Pareciera que en  nuestra sociedad la fealdad "es una enfermedad", una “exclusión”.

    La estética y el gusto no se mantienen inmutables y estáticos a través de los tiempos y las culturas. Varían, son polivalentes, mutan de significado y apreciación. En general, consideramos la fealdad como un contravalor de la belleza, como su natural manifestación opuesta. Se considera que la fealdad es la antítesis de la belleza.

    En nuestra cultura también hay un culto por lo que se llama “fealdad estética”. Existe una reivindicación social  por lo feo, lo patético, lo denigrante, lo macabro y lo morboso. Las distintas manifestaciones de la fealdad -a través de los siglos- se han manifestado en pesadillas y terrores, donde los sentimientos de repulsión aparecen en primer plano estimulados por demonios, locos, enemigos terribles, presencias perturbadoras, seres repulsivos, deformidades, fantasmas y monstruos legendarios.

Todos estos seres revelan la fealdad natural y la fealdad espiritual: lo deforme, mezquino, vil, tosco, repugnante, horrendo, espectral, repelente, asqueroso, desagradable, grotesco, abominable, odioso, indecente, inmundo, sucio, obsceno, espantoso, abyecto, horripilante, terrorífico, tremendo, repulsivo, desagradable, nauseabundo, fétido e innoble.

    En la literatura, como en el arte en general -especialmente en la cinematografía y en la plástica- abundan los personajes célebres feos. Uno de los ejemplos más conocidos de fealdad se encuentra en la historia “El patito feo” de Hans Christian Andersen (1805- 1875). Un patito particularmente grande, torpe y feo que lleva una vida de burlas y penurias hasta que huye a un pantano con patos salvajes. En la primavera, el patito descubre, al ver su reflejo, que se ha convertido en un hermoso cisne. El cuento es metáfora de la autoestima humana y de los progresos que cada uno puede hacer en su propio crecimiento y transformación a través del sufrimiento y la superación.

    “Nuestra Señora de París” es una novela del escritor francés  Víctor Hugo (1802- 1885) donde se narra la historia de Esmeralda, la bailarina gitana y Quasimodo, un jorobado deforme, sordo y feo que se encarga de las campanas de la Catedral de Notre Dame en el París del siglo XV. Esmeralda simboliza la belleza y la gracia. Quasimodo, la monstruosidad física, aunque su corazón es bondadoso. Su protector despiadado –Frollo- igualmente atraído por la gitana Esmeralda, simboliza la perversidad moral. El caballero de esta historia, el capitán Febo, representa la dignidad y la nobleza. También está enamorado de Esmeralda. Todos los personajes masculinos sucumben ante el hechizo de la belleza de la gitana: Quasimodo, el feo; Frollo, el malo y Febo, el hermoso.
    “La bella y la bestia” es un cuento tradicional que -en Europa a lo largo de lo tiempos- ha tenido diferentes versiones y autores. Todas coinciden, de alguna manera, en la metáfora de la animalidad integrada a la condición humana. Se cuenta la historia de un príncipe convertido, por arte de hechicería, en un animal salvaje y monstruoso que es redimido por el beso y el amor de una doncella. Es una metáfora del amor más allá de cualquier convención.
    “El fantasma de la ópera” es una novela de Gastón Leroux (1868- 1927) en donde un fantasma enmascarado se descuelga desde las bóvedas del teatro de la Ópera de Paris y construye su propia morada en el subsuelo. Está profundamente enamorado de Cristine, la soprano del Teatro, prometida de el Vizconde de Chagny. El fantasma se siente celoso de la relación de Christine con  su prometido y la invita a visitar su mundo debajo del edificio. Cuando ella baja, descubre que el fantasma es un genio musical que lleva una máscara para ocultar su cara aberrante. Chistine está dividida entre el amor del joven vizconde y su fascinación con la misteriosamente hermosa música del fantasma.
    Mientras que el jorobado Quasimodo y el príncipe convertido en Bestia son feos por fuera -sin embargo- nobles y bellos por dentro; en cambio “el Fantasma de la Ópera” es un ser apasionado y ambiguo, capaz de amor, odio y venganza. Todos estos personajes feos son capaces de amor y de ser amados y que cada uno luchará por su amor, más allá de su aspecto, intentando doblegar el destino de cada uno.
    Igual sucede en el cuento clásico “La princesa y el sapo” donde un príncipe apuesto es convertido por un médico brujo en sapo y sólo se romperá el hechizo para volver a ser un príncipe humano, si la princesa lo besa. El aspecto repugnante del sapo esconde una belleza que no se advierte a los ojos.
    Hay otra fealdad –también testimoniada en la literatura y en el cine- que no tiene nada de bondad y constituye la monstruosidad en sí misma. Basta pensar en Frankenstein, obra de la escritora inglesa Mary Shelley  (1797- 1851) que explora temas tales como el límite ético de las ciencias, el audaz y ambicioso conocimiento humano que intenta competir con el poder con Dios e imitar la creación a través de la vida artificial; además aparece también la destrucción de la vida por la insubordinación de la obra creada artificialmente como respuesta al abandono y al desprecio.   
    Otro texto inquietante de la literatura que nos trae la cara de lo monstruoso es  el relato de  Franz Kafka (1883- 1924) llamado “La metamorfosis” que narra la historia de Gregorio Samsa, un comerciante que vive con su familia quien un día amanece convertido en una creatura algo así como un insecto gigante. Esto le impide trabajar provocando la ruina de su familia. Él decide ocultarse en su propio cuarto para no asustar. Vive solitario y recluido comiendo desperdicios y ante el desprecio y el cansancio de su familia, se deja morir. Tras su muerte la familia, indiferente, sale alegremente a la calle con nuevas esperanzas de un futuro mejor, liberada del gran peso que les atormentaba.

“La metamorfosis”, nos muestra la cara más deshumanizada del entorno familiar y el drama de la incomunicación. La desaprobación familiar de ese integrante por el cual se sienten avergonzados. La sociedad despersonaliza a los sujetos, asilándonos y sometiéndolos a identidades desdobladas, víctimas de la incomprensión y la exclusión, condenados a una vida que se deshumaniza.
    Otra obra literaria que aborda el tema de la monstruosidad del alma humana -en su bipolaridad de bien y de  mal- es “El extraño caso del Doctor Jekill y Mister Hayde” escrita por Robert Louis Stevenson (1850- 1894). El personaje de su novela es Jekyll,  un científico que crea una poción química con el objetivo de separar el bien y el mal de su persona. Este brebaje es capaz de transformarlo en un monstruo temible. Al comienzo, por su propia decisión y después incontroladamente donde su parte maléfica            -personificada en Hyde atesorará cada vez más poder y Jekyll perderá el control de sus actos y de su vida. La obra habla de un misterio de bipolaridad y dualidad que es intrínseca al espíritu humano.
    En la “Divina Comedia” de Dante Alighieri (1265- 1321) la descripción de los tormentos del infierno revelan un mundo monstruoso y terrorífico de torturas en el más allá.
    En cualquiera de estas obras literarias hay una profunda indagación sobre el misterio de la condición humana donde lo feo y lo terrible resulta inquietante. En todos estos relatos lo monstruoso es metáfora de la frialdad e indiferencia de una sociedad carente de inclusión, tolerancia, aceptación y  comprensión.

    ¿Nosotros qué hacemos socialmente con aquellos que –por alguna razón- nos intimidan, amenazan y asustan?; ¿qué temor nos hiere y atemoriza?

Texto 2.

    Para descubrir la belleza y la fealdad no bastan los ojos. Hay que tener “alma”, capacidad espiritual para contemplar. Quizás lo feo sea aquello que no nos satisface, ni nos llena, lo que cada uno considera contrario a lo armónico. Tanto la belleza como la fealdad se miden subjetivamente. Belleza o fealdad interior y exterior, no necesariamente se corresponden. La belleza interior se cultiva con el tiempo, la exterior se destruye con los años. La interior refleja los sentimientos y hace que cada persona irradie una energía espiritual especial. La exterior es algo cultural. La belleza interior siempre será universal. Esa que nos hace definitivamente singulares.  Una cosa es la belleza y otra la hermosura. Se puede ser bello sin ser necesariamente hermoso y viceversa. La belleza es siempre interior y esencial. La hermosura es exterior y apariencial.

    Cada época tiene su propia fealdad y monstruos. En la Edad Media se asociaba el desorden con el mal. El monstruo era el prototipo de lo insólito. Existían libros llamados “bestiarios”  que ilustraban y daban información de seres monstruosos supuestamente reales. En esa época,  un monje llamado Hugo de San Víctor (1096- 1141) sostenía  que espiritualmente era preferible considerar la fealdad antes que la belleza. Para él, lo feo era más apetecible que lo bello. Según su pensamiento, la belleza de Dios era más fácil encontrarla en las formas feas que en las apariencias bellas. La belleza siempre capta nuestra atención y nos obliga a detenernos en ella; la fealdad –en cambio- no nos permite detenernos en ella; al contrario, inmediatamente apartamos la mirada. Nos impulsa a salir, superándola; mientras que la belleza nos insta a sumergirnos en ella, olvidándonos que es limitada. La belleza puede ser una trampa en la que quedemos aprisionados y cautivos. La emoción estética nos conduce hacia sí misma; en tanto la fealdad, buscando salir de ella, nos impulsa a un camino ascensional.
   
    Muchas veces lo feo y lo monstruoso aparece en nuestras pesadillas. Lo horrible de una  pesadilla no consiste en las imágenes sino a ese sentir especialmente asfixiante y angustioso. La monstruosidad habita los sueños, los dramas y los cuentos. Incluso a veces se experimenta en cosas muy triviales una extraña sensación que nos invade, por ejemplo, cuando nos miramos al espejo. No es nuestra imagen -que bien conocemos- sino esa enigmática y escalofriante sensación del rostro que mira y es mirado cuando  el espejo prolonga el mundo transformándolo en incierto, desdoblando las figuras y permitiendo -de repente- la aparición del doble y el “yo” adquiere conciencia del “otro” dentro de sí.  El desdoblamiento como metáfora de la antítesis y de la oposición de contrarios, cada uno de los cuales encuentra en el otro su propio complemento. El desdoblamiento que surge con la aparición del “otro”,  no es más que el reconocimiento de la propia indigencia, del vacío que experimentamos en el fondo de nosotros mismos y la búsqueda del “otro” para intentar llenarlo. El doble se enmascara y se disfraza, vive entre el ser y la apariencia. Aparece siempre en los espejos, los de afuera o los de adentro.

    Lo monstruoso y la fealdad a menudo nos invaden en esas extrañas sensaciones internas pero para quienes tenemos fe, en última instancia, la verdadera fealdad es la que se causa o resulta consecuencia del pecado. Jesús no asumió el pecado pero sí la fealdad de todas las consecuencias que se derivan del pecado. La belleza y la fealdad no son sólo cuestiones estéticas sino también éticas y espirituales. Así como la belleza tiene intensidades y grados, también la fealdad lo tiene: lo grotesco, lo ridículo, lo patético, lo abyecto, lo deforme, lo amorfo y lo monstruoso. Todas son magnitudes  de la fealdad.

    No hay mayor fealdad que la espiritual, la que está asociada a la oscuridad, al pecado, a los malos sentimientos y a la muerte. La vida espiritual y la actitud estética ayudan con su capacidad transfiguradora y transformadora a sublimar todo. Hoy hay una “estética de lo feo” en los medios: imágenes fuertes, avasalladoras, chocantes, repugnantes, agresivas, caóticas, desagradables. La morbosidad es una exageración social enfermiza y adictiva.
    La belleza puede devolvernos la paz del corazón y de la mirada. Ayuda para calmar las laceraciones de tanto dolor, pobreza e injusticia. Redime y abre los caminos del alma. Sin embargo, la sola estética no alcanza para que el mundo sea mejor.  Para que la estética sea realmente transformadora, transfiguradota y redentora, hace falta la gracia. La vida espiritual, en última instancia, es esa misteriosa alquimia de la gracia de Dios que transforma todo lo feo en hermoso para que la oscuridad se vuelva definitivamente esplendente luz.

Texto 3.

Hay dos textos del Antiguo Testamento que a lo largo de la historia, los cristianos hemos leído relacionándolos a Jesús abriendo dos corrientes de opiniones. Un texto es el que se encuentra en el Salmo 45 que dice: “eres el más bello de los hombres, en tus labios se derrama la gracia. El Señor te bendice eternamente” (44,3) y el otro texto es del libro del profeta Isaías, que la liturgia cristiana lo lee en el Viernes Santo, aquél que dice: “como una raíz que brota de una tierra árida, sin forma ni hermosura que atrajera nuestras miradas, sin un aspecto que pudiera agradarnos. Despreciado, desechado por los hombres, abrumado de dolores y habituado al sufrimiento, como alguien ante quien se aparta el rostro, tan despreciado, que lo tuvimos por nada. Él soportaba nuestros sufrimientos y cargaba con nuestras dolencias. Nosotros lo considerábamos golpeado, herido por Dios y humillado. Él fue traspasado por nuestras rebeldías y triturado por nuestras iniquidades” (53, 2-5).
    Por un lado está el texto del Salmo que -interpretado para Jesús- nos afirma que es el más bello de los hijos de Adán y, por el otro, el texto de Isaías que -adjudicado también a Jesús como Siervo Sufriente de Dios- lo muestra sin hermosura, ni presencia, casi sin apariencia, de tan desfigurado que estaba por sus sufrimientos. Entre la hermosura y la desfiguración, entre la forma armoniosa y la deformación –en este caso hecho por la violencia y el maltrato- se encuentra, a medio camino, la fealdad.

    Ciertamente la tradición espiritual y artística nunca ha querido considerar a Jesús como un hombre feo; al contrario, aún agonizante, flagelado y martirizado en la Cruz tiene cierta belleza y armonía. A menudo tenemos ideas preconcebidas que se nos ha transmitido tradicionalmente para con la imagen de Jesús: el  semblante claro y sereno, rasgos firmes y belleza varonil, casi perfecta. ¿De dónde vienen esas imágenes que lo ensalzan como un hombre de gran belleza?, ¿acaso alguien retrató su verdadera imagen alguna vez?

    Tal vez Jesús tenía el aspecto de un hombre típico judío, de aspecto común y normal,  un varón de trabajo, rudo, pobre y sufrido, para quien la vida no le fue para nada fácil, un trabajador forzado con el duro oficio de su padre adoptivo. Hay una pregunta que podemos hacerla y puede que nos movilice: ¿y si Jesús era feo?

    Seguramente se vestía y se peinaba como un judío de su época. Tal vez, con la apariencia de todos los de su tiempo. De hecho, los soldados romanos cuando fueron a capturarlo en el huerto de los olivos  no sabían cómo distinguirlo en medio de todos.  Judas lo identifica con un beso.

    El Nuevo Testamento nos dice que “fue uno de tantos, como un hombre cualquiera” (Flp 2,7). Hasta es posible que haya querido, siguiendo una secreta ley de solidaridad, ser feo ya que la pobreza, la indigencia,  la precariedad y la vulnerabilidad –muchas veces- se hermanan con la fealdad.

    El Señor sufrió el desprecio y la humillación. Fue marginado y excluido. Tal vez Jesús fue feo y pobre para solidarizarse con el que sufre y para enseñarnos el valor y la grandeza que puede esconderse en lo que  despreciamos. Tal vez fue bello sin ser hermoso para revelarnos así otra mirada de la realidad y de las personas, traspasando la máscara y la cáscara superficial con la que todos nos revestimos y nos cubrimos, ocultando nuestras fragilidades e indefensiones porque tenemos miedo que los demás nos vean tal cual somos y se asusten o nos dejen de querer o nos tengan lástima y compasión.

Ser feo es estar a la intemperie y conocer una desnudez y una exposición que todos queremos ocultar. Nos asusta la mirada y la reprobación de los otros. Nos da miedo la discriminación. Nos defendemos del otro y de su posible ataque. Queremos la belleza como protección y como aprobación social. No importa lo que llevemos dentro. Los seres humanos somos fácilmente engañables. Basta una apariencia hermosa para que creamos que adentro también es así. No siempre sospechamos que hay bellezas que no se ven y hay fealdades ocultas en disfraces hermosos. Hay personas desafortunadas en su aspecto físico y de una personalidad incomparable, verdaderamente talentosas e inteligentes.

    Tenemos que aprender la sabiduría de la aceptación. Los jóvenes de la belleza que tienen. Los mayores del paso de los años con dignidad. Hay belleza en las arrugas si son los surcos de la vida vivida y atesorada. La piel tiene memoria de vida en sus arrugas.    En realidad, la fealdad existe pero no existen los feos. Todo es una invención humana, un producto de nuestros prejuicios. Nos empeñamos absurdamente en clasificarlo todo y de comparar. Con falsas apreciaciones juzgamos a las personas, incluso por lo que de ella aparece a nuestros ojos. Cada uno tiene sus características particulares, cada uno es absolutamente singular y único, incluso desde el punto de vista físico, con sus particularidades y sus diferencias. Cada uno es exclusivo para Dios y para los que nos aman. Mirado cada uno en sí mismo y en su dignidad de persona, nadie es feo. Nunca nadie es feo a los ojos de la hermosura de Dios. Nadie es feo para el amor verdadero.  Nadie es feo para aquél que lo ama. Nadie es feo si es amado.


Texto 4.

Oración para un Jesús feo

Señor Jesús es muy probable que hayas querido nacer feo.
Ya que  aceptaste para tu vida el ser excluido y marginado,
tal vez también hayas aceptado ser feo.

En tu pasión -crucificado y desnudo-
te hemos visto desfigurado por nuestras propias manos.

Tu alma permaneció siempre hermosa,
mostrando –hasta el último aliento- tu inmensa belleza interior.
En la desnudez de tanto horror estaba intacta la belleza de Dios.

Y así como no quisiste ser rico,
¿por qué ibas a querer ser hermoso?
¿solamente por  simple belleza?

Demasiada belleza, distancia.

Tú has querido solidarizarte con todas las heridas humanas:
la pobreza y la exclusión, el repudio y el rechazo.
Quisiste asumir todo lo feo,
menos el pecado.

Nos has  mostrado las consecuencias de nuestras  fealdades
en tu propia carne.

Vos, Jesús, te unes y te identificas con  todos.
Amas a todos:
altos y bajos,
gordos y flacos,
jóvenes y viejos,
y a los que nuestra torpeza humana clasifica
de lindos y feos.

Vos  sos justo y no haces distinción de personas,
tu inmenso amor  acoge a todos.

Gracias Señor,
permíteme que siga contemplando belleza en todo
y también en vos,  más allá de cómo haya sido tu aspecto físico.

Déjame admirar toda tu luz,
incluso aunque hayas sido feo
para  nuestro limitado gusto estético.

EC