05/11/2024 – Compartimos la catequesis del día reflexionando en torno al evangelio:
“En aquel tiempo:Uno de los invitados le dijo: “¡Feliz el que se siente a la mesa en el Reino de Dios!”.Jesús le respondió: “Un hombre preparó un gran banquete y convidó a mucha gente.A la hora de cenar, mandó a su sirviente que dijera a los invitados: ‘Vengan, todo está preparado’.Pero todos, sin excepción, empezaron a excusarse. El primero le dijo: ‘Acabo de comprar un campo y tengo que ir a verlo. Te ruego me disculpes’.El segundo dijo: ‘He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlos. Te ruego me disculpes’.Y un tercero respondió: ‘Acabo de casarme y por esa razón no puedo ir’.A su regreso, el sirviente contó todo esto al dueño de casa, y este, irritado, le dijo: ‘Recorre en seguida las plazas y las calles de la ciudad, y trae aquí a los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los paralíticos’.Volvió el sirviente y dijo: ‘Señor, tus órdenes se han cumplido y aún sobra lugar’.El señor le respondió: ‘Ve a los caminos y a lo largo de los cercos, e insiste a la gente para que entre, de manera que se llene mi casa.Porque les aseguro que ninguno de los que antes fueron invitados ha de probar mi cena'”. Lucas 14,15-24
Los primeros en ser invitados se excusan y no van. La sala de Dios se queda vacía; el banquete parece haber sido preparado en vano. Es lo que Jesús experimenta en la fase final de su actividad: los grupos oficiales, autorizados, dicen “no” a la invitación de Dios, que es él mismo. No acuden. Su mensaje, su llamada, acaba en el “no” de los hombres.
Sin embargo, tampoco aquí fracasa Dios. La sala vacía se convierte en una oportunidad para llamar a un número mayor de personas. El amor de Dios, la invitación de Dios, se extiende. San Lucas nos narra esto en dos fases: primero, la invitación se dirige a los pobres, a los abandonados, a los que nadie invita en esa misma ciudad. De ese modo, Dios hace ahora lo que dijo Jesús al fariseo: invita a los que no poseen nada, a los que realmente tienen hambre, a los que no pueden invitarlo, a los que no pueden darle nada. Entonces viene la segunda fase: sale de la ciudad, a los caminos, e invita a los vagabundos.
Podemos suponer que san Lucas con esas dos fases quiere dar a entender que los primeros en entrar a la sala son los pobres de Israel, y luego, dado que no son suficientes, pues la sala de Dios es más grande, la invitación se extiende, fuera de la ciudad santa, hasta el mundo de los gentiles.
Los que no pertenecen a Dios, los que están fuera, son invitados para llenar la sala. Y seguramente san Lucas, que nos ha transmitido este evangelio, ha visto en ello la representación anticipada ―mediante una imagen― de los acontecimientos que narra después en los Hechos de los Apóstoles, donde sucede eso precisamente: san Pablo siempre comienza su misión en la sinagoga, dirigiéndose a los que han sido invitados en primer lugar, y sólo cuando las personas autorizadas rechazan la invitación y queda solamente un pequeño grupo de pobres, sale y se dirige a los paganos.
Decía el Papa Benedicto XVI Dios no fracasa. “Fracasa” continuamente, pero en realidad no fracasa, pues de ello saca nuevas oportunidades de misericordia mayor, y su creatividad es inagotable. No fracasa porque siempre encuentra modos nuevos de llegar a los hombres y abrir más su gran casa, a fin de que se llene del todo. No fracasa porque no renuncia a pedir a los hombres que vengan a sentarse a su mesa, a tomar el alimento de los pobres, en el que se ofrece el don precioso que es él mismo. Dios tampoco fracasa hoy. Aunque muchas veces nos respondan “no”, podemos tener la seguridad de que Dios no fracasa. Toda esta historia, desde Adán, nos deja una lección: Dios no fracasa.
También hoy encontrará nuevos caminos para llamar a los hombres y quiere contar con nosotros como sus mensajeros y sus servidores.
Precisamente en nuestro tiempo constatamos cómo los primeros invitados dicen “no”. Los nuevos “primeros invitados” en gran parte ahora se excusan, no tienen tiempo para ir al banquete del Señor. Vemos cómo las iglesias están cada vez más vacías; los seminarios siguen vaciándose, las casas religiosas están cada vez más vacías.
Ante todo debemos plantearnos la pregunta: ¿por qué sucede precisamente eso? En su parábola, el Señor cita dos motivos: la posesión y las relaciones humanas, que absorben a las personas hasta el punto de que creen que no tienen necesidad de nada más para llenar totalmente su tiempo y, por consiguiente, su existencia interior.
San Gregorio Magno, en su exposición de este texto, trató de ir más a fondo y se preguntó: “¿Cómo es posible que un hombre diga “no” a lo más grande que hay, que no tenga tiempo para lo más importante; que limite a sí mismo toda su existencia?”. Y responde: en realidad, nunca han hecho la experiencia de Dios; nunca han llegado a “gustar” a Dios; nunca han experimentado cuán delicioso es ser “tocados” por Dios. Les falta este “contacto” y, por tanto, el “gusto de Dios”. Y nosotros sólo vamos al banquete si, por decirlo así, lo gustamos. “Gustad y ved”; gustad y entonces veréis y seréis iluminados. Nuestra tarea consiste en ayudar a las personas a gustar, a sentir de nuevo el gusto de Dios.
En otra homilía, san Gregorio Magno profundizó aún más la misma cuestión, y se preguntó: “¿Cómo es posible que el hombre no quiera ni tan sólo “probar” el gusto de Dios?”. Y responde: cuando el hombre está completamente ocupado con su mundo, con las cosas materiales, con lo que puede hacer, con todo lo que es factible y le lleva al éxito, con todo lo que puede producir o comprender por sí mismo, entonces su capacidad de percibir a Dios se debilita, el órgano para ver a Dios se atrofia, resulta incapaz de percibir y se vuelve insensible. Ya no percibe lo divino, porque el órgano correspondiente se ha atrofiado en él, no se ha desarrollado. Cuando utiliza demasiado todos los demás órganos, los empíricos, entonces puede ocurrir que precisamente el sentido de Dios se debilite, que este órgano muera, y que el hombre, como dice san Gregorio, no perciba ya la mirada de Dios, el ser mirado por él, la realidad tan maravillosa que es el hecho de que su mirada se fije en mí.
San Gregorio Magno describió exactamente la situación de nuestro tiempo. En efecto, su época era muy semejante a la nuestra. Aquí nos surge otra vez la pregunta: ¿qué debemos hacer? Lo primero que debemos hacer es lo que san Pablo nos recomienda encarecidamente en nombre de Dios: “Tened los mismos sentimientos de Jesucristo” Aprended a pensar como pensaba Cristo; aprended a pensar como él. Este pensar no es sólo una actividad del entendimiento, sino también del corazón. Aprendemos los sentimientos de Jesucristo cuando aprendemos a pensar como él y, por tanto, cuando aprendemos a pensar también en su fracaso, en su experiencia de fracaso, y en el hecho de que incrementó su amor en el fracaso.
Si tenemos sus mismos sentimientos, si comenzamos a ejercitarnos en pensar como él y con él, entonces se despierta en nosotros la alegría con respecto a Dios, la convicción de que él es siempre el más fuerte. Sí, podemos decir que se despierta en nosotros el amor a él. Experimentamos la alegría de saber que existe y podemos conocerlo, que lo conocemos en el rostro de Jesucristo, el cual sufrió por nosotros. Lo primero es entrar nosotros mismos en contacto íntimo con Dios, con el Señor Jesús, el Dios vivo; que en nosotros se fortalezca el órgano para percibir a Dios; que percibamos en nosotros mismos su “gusto exquisito”.
Eso dará alma a nuestra actividad, pues también nosotros corremos el peligro de trabajar mucho, haciéndolo todo por Dios, pero totalmente absorbidos por la actividad, sin encontrar a Dios. Los compromisos ocupan el lugar de la fe, pero están vacíos en su interior.
Por eso, debemos esforzarnos sobre todo por escuchar al Señor, en la oración, con una participación íntima en los sacramentos, aprendiendo los sentimientos de Dios en el rostro y en los sufrimientos de los hombres, para que así se nos contagie su alegría, su celo, su amor, y para mirar al mundo como él y desde él. Si logramos hacer esto, entonces también en medio de tantos “no” encontraremos de nuevo a los hombres que lo esperan y que a menudo tal vez son caprichosos ―como dice claramente la parábola―, pero que desde luego están llamados a entrar en su sala.
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