Texto 1.
Vivimos en un mundo en el cual, cada vez, se van corriendo más los límites de todo, incluso los de la racionalidad, el sentido común y la cordura. Estamos perdiendo el equilibrio, intentando hacer pie en un "mundo al revés", donde todo se ha invertido, caminando en la cuerda floja sobre el abismo. Vemos a nuestro alrededor, observando el drama de la locura social, el caos, la agitación y la violencia donde –a duras penas- sobrevivimos.
No sólo tenemos esa sensación de vértigo y locura colectiva de la sociedad sino, además, cuando buscamos un cierto refugio interior para estar a salvo de tanta vorágine, la “lógica” de la vida espiritual y del actuar de Dios, también nos sorprende constantemente, dejándonos –en más de una ocasión- perplejos.
El Espíritu de Dios, actúa soberano de una manera cuyos criterios no son -ni de cerca- absolutamente los nuestros. Sus caminos no son los nuestros y nuestros pensamientos tampoco. Lo que nos enseña el Evangelio está como a contramano de los códigos culturales. Que sean “primeros, los últimos” o aquello de que “el que tenga poco, se le sacará” o “felices los pobres, los hambrientos, los que lloran y los perseguidos”, ciertamente nos parece que también Dios se volvió un poco loco; o al menos, maneja una “lógica” diferente, que no es la nuestra.
Pareciera que quien más se interna en los caminos del Espíritu, más tiene que ir dejando la cordura, la sensatez y la prudencia de los cánones humanos. Los senderos ordinarios de Dios suelen ser bastante extraordinarios para nosotros. Dios nos parece constantemente impredecible, asombroso, sorpresivo, inaudito, hasta “raro”.
Ciertamente hay algo de “locura” en el misterio de Dios. Algo que no podemos comprender, ni alcanzar, ni atrapar con nuestra razón y nuestro corazón, que se nos escapa continuamente.
El misterio de Dios que siendo divino y -sin ninguna necesidad- ha querido hacerse hombre y haber entrado en el espacio, en el tiempo, en la vida mortal -con todos sus padecimientos- y llegar hasta la muerte, la más ignominiosa posible, sufrir hasta el último grito y abrir las puertas del mismo infierno para decirnos que nos ama; ciertamente a nosotros nos parece algo inusual y exagerado.
Si nos dijeran “había una vez un Dios, pleno y colmado de todo, con infinitas perfecciones en las cuales se complacía y deleitaba, que – sin ninguna necesidad de su parte- en un acto de libertad, cambió eternidad por temporalidad, inmortalidad por mortalidad, riqueza por pobreza, sabiduría por aprendizaje, gloria por humildad. Que se sumergió -por años y años- en el lento crecimiento de lo humano, rutinario y anónimo, como uno más entre los otros. Que vivió en un pueblo oprimido y en una modesta familia. Que aprendió un oficio para vivir y sustentarse el pan cotidiano. Que hablaba y nadie le hacía caso. Que anunciaba a multitudes y sólo lo seguían escasamente doce. Que se sacrificó hasta dar la vida, entregándolo todo, y lo tomaron por blasfemo, malhechor y sinvergüenza. Que terminó siendo juzgado, encontrado culpable y sentenciado a muerte. Que lo traicionaron y lo abandonaron y que murió sólo, frente a la vergüenza y la humillación de todos”…
Si dijéramos que “había una vez un dios así”, nos parecería la fábula triste de un dios glorioso que se hace mendigo humano para decir que ama. Si lo contáramos como un relato de ficción, ciertamente nos parecería una narración de locura, muerte y amor. Una historia repleta de pasiones divinas y humanas.
Sin embargo, para quienes tenemos fe, ese relato no es una ficción fantástica sino una verdad tremenda, casi inverosímil, que permanentemente nos supera, cada vez que caemos en la cuenta de ella.
Ciertamente hay algo de locura en el misterio de Dios, algo de extremo delirio en su infinito e insospechado amor. Dios cruzó todos los límites posibles. Al hacerse lo que no era, al asumir nuestra humanidad como propia, se aventuró a lo que nunca había experimentado. No encontró otra forma de demostrar mayor amor a su Padre y a nosotros que haciendo todo lo que hizo. Viviendo y muriendo por nosotros. Ciertamente para hacer todo eso y olvidarse tanto de sí mismo, hay que estar un poco loco. Jesús –definitivamente- nos reveló con toda su hondura, la “locura de Dios”, su extravío de amor en la terrible Cruz. Esto nos enseñó Jesús: ese “Loco” de Dios.
¿Vos has experimentado esa ráfaga del amor de Dios que todo lo atraviesa?; ¿alguna vez has percibido con temor y temblor, con vértigo y estupor ese amor que todo lo toca y lo transforma?; ¿en tu vida qué amor humano tiene algo de locura?…
No vayas a creer que es un atrevimiento personal que me tomo el decir que Dios está un poco “loco”. La misma Biblia lo afirma así. En el Evangelio de Marcos, después que Jesús elige a los doce Apóstoles, textualmente se lee: “Jesús regresó a la casa. De nuevo se juntó tanta gente que ni siquiera podían comer. Cuando sus parientes se enteraron, salieron para llevárselo, porque decían: «está loco». Los escribas que habían venido de Jerusalén decían: «está poseído»” (Mc 3,20-22). En este texto, el Señor -con su predicación y su actividad- tanto a sus parientes como a los escribas, autoridades en la enseñanza de la ley religiosa, los desconcierta. Los de su propia sangre, lo acusan de loco y exaltado, y los escribas de endemoniado. Ciertamente ninguno de los dos epítetos resulta muy halagador. Los parientes, tal vez sentían vergüenza del actual trastornado de este joven impetuoso y las autoridades religiosas, todo lo que estaba más allá de las normas convenidas y se aventuraba con cierto riesgo, solía ser sospechoso, incluso no dudaban en relacionarlo con el desequilibrio, adjudicando el origen de todo desequilibrio -especialmente enfermedades y locura- al mismísimo demonio. Después de su muerte, la imagen de Jesús, en este punto no cambia demasiado. La “locura de Dios” es la mejor categoría que encuentra, nada menos que el Apóstol San Pablo, para hablar del momento culminante de la entrega en la Cruz. Él afirma que ese amor no puede entenderse de otra manera sino como extrema locura y debilidad. ¡Vaya que dúo!: locura y debilidad. Ciertamente con esa combinación no se puede tener un buen final. El amor se ha convertido -en la Cruz- en locura y debilidad extremas. El texto dice así: “nosotros anunciamos a un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos pero fuerza y sabiduría de Dios para los que han sido llamados porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres y la debilidad de Dios es más fuerte que la fortaleza de los hombres. Dios eligió lo que el mundo tiene por necio, para confundir a los sabios; lo que el mundo tiene por débil, para confundir a los fuertes; lo que es vil y despreciable y lo que no vale nada, para aniquilar a lo que vale. Así, nadie podrá gloriarse delante de Dios” (1 Co 1, 23-29). El Dios Crucificado es escándalo, locura y debilidad; sin embargo, en ellas –desde la apariencia derrotada de la Cruz- se esconde, sin que nosotros podamos explicar cómo, toda la fuerza y la sabiduría de Dios. Sólo los débiles y los tontos para el mundo pueden descubrir el misterioso secreto de la Cruz. Allí la locura se hace sabiduría y la debilidad, fortaleza. La Cruz invierte la “lógica” y el orden pre-establecido. Lo que estaba arriba se pone abajo, lo que estaba debajo ahora se coloca arriba. Lo horizontal se pone vertical y lo vertical se ubica horizontal. La locura de los hombres se vuelve sabiduría de Dios. Lo que los hombres mataron, Dios lo resucitó. La debilidad de los hombres –en la carne flagelada, martirizada y crucificada de Jesús- se transfigura en fortaleza de Dios para la victoria final. Dios no sólo eligió este camino para su Hijo sino que -después de la Cruz de Jesús- sigue eligiendo ese camino para sus elegidos, desconcertando el orden y la lógica meramente humanas, confundiendo a los que se creen sabios y a los que se sienten fuertes. De esta manera nadie puede presumir frente a Dios, pensando que es sabio porque es inteligente o que es poderoso porque se siente fuerte. Nadie puede gloriarse de sí mismo ante Dios. Si uno se enorgullece, el motivo es la Cruz de su Señor, el único privilegio del cristiano, el único camino de sabiduría y de fortaleza que Dios nos ha dejado para todos. El amor nos muestra así sus misteriosos y desconcertantes designios. La sabiduría es una aparente necedad. La fortaleza crece desde su propia debilidad. En definitiva, la locura del amor es la única sabiduría de Dios. ¡Cuánto nos falta captar hondamente estos misterios y criterios que usa el actuar divino!, ¡Cuánto nos falta comprender la locura de Dios!, ¡Cuánto tenemos que asumir para ser consecuentes con esa locura divina de amor!: ¿vos sentís en tu vida que la debilidad de Dios es el camino por el que se revela su fortaleza?; ¿en qué cosas Dios se manifiesta débil en tu existencia?; ¿cuáles son aquellas debilidades tuyas que más se te hacen acercarte a Dios?; ¿a veces los demás no te hacen sentir algo extraño, como si estuvieras un poquito loco si lo buscás mucho a Dios?
Texto 2. La locura de Dios que se manifiesta en su amor desmedido y en su obrar sorprendente –muchas veces- nos desconcierta, nos descoloca y hasta nos da vergüenza, nos intimida. Así como da vergüenza mostrar las propias debilidades y también las ajenas, y así como cuando nos sentimos públicamente avergonzados ante las manifestaciones de cariño y de locuras de aquellos que son capaces de amarnos; de igual manera, la extrema libertad de la “locura de Dios” no la queremos manifestar demasiado en nuestro testimonio, no sea que -a nosotros mismos- nos tomen por algo desvariados y enajenados. De allí que los santos nos parecen también algo díscolos, raros, y algunos hasta un poco excéntricos, exóticos y extravagantes. Ellos han vivido en todo como si Dios existiera, hasta las últimas consecuencias. Así les pasó a los habitantes de la ciudad de Asís cuando el joven Francisco, en la plaza pública, frente a la mirada de todos y en presencia de su Obispo, se desnudó íntegramente para renunciar a todo y sólo aceptar la paternidad de Dios y la universal fraternidad con los seres de la toda la Creación, abrazando a todos los seres humanos como hermanos. De hecho algunos lo llamaban “el loco de Asís”. Andaba mendigando y cantando al sol y a la luna, al aire y a la tierra. Todo el latido del mundo se convertía para él en alabanzas a Dios. Fue poeta y enamorado. Se convirtió en un mendigo de Dios, su pobreza revelaba al único Absoluto. Francisco no es el único santo que ha sido llamado “loco”.
El santo, el loco, el poeta, el enamorado y el pobre son personas que viven fuera de sí mismos: habitan en un “afuera”, en un “no-lugar”. Son habitantes de la utopía. Ellos nos hacen viajar más allá de los umbrales, nos remiten a los márgenes, a lo que está en los bordes y en las riberas de nuestro mundo, en esas orillas que –generalmente- no transitamos. El reino de la utopía es un horizonte de la belleza que aún no conocemos ya que uno generalmente siempre anda “buscando a Dios entre la niebla”1. Sin que la luz nos pueda alcanzar, sospechando que “la belleza siempre es otra” 2 y que pocas veces nos toca y nos deslumbra. Hay una belleza que no sólo deslumbra sino que también hiere.
Los santos son aquellos que han contemplado la “suprema belleza, coronada de espinas y crucificada” y han experimentado “enloquecer por amor a esa belleza”3. Esos locos de Dios y de su amor, locos por el Evangelio, que se han dejado seducir por el Dulce y Divino Idiota de la Cruz –como algunos lo han llamado- nos parecen un poco extraviados y extraños. Preferimos santos más discretos y prudentes, más “normales” y “típicos”, más convencionales.——————————1 A. MACHADO, Poesías completas, Espasa-Calpe, Madrid, 19658, 97.2 H. MUJICA, Poesía completa, Seix Barral, Buenos Aires, 20053, 378.3 Ambas citas de H. U. VON BALTHASAR, Gloria. Una estética teológica. vol. V. Metafísica. Edad Moderna, Encuentro, Madrid, 1988, 35.
Los santos aún los que nos resultan más alejados y extraños “no son héroes, tampoco son, en principio, grandes guías, la mayoría de ellos han vivido en el silencio delante de Dios sin que su vida haya sido conocida. Su cultura, salud y psicología a veces han sido bien pobres y débiles… vidas intelectualmente medianas, psicológicamente vulnerables -muchas veces- socialmente ineficaces”. 4
El santo se emparienta con la figura del loco porque nadie lo comprende. Quien vive sólo de Dios y para Dios resulta un extraño. El poeta Antonio Machado escribió: “por los campos de Dios, el loco avanza/ esta alma errante, desgajada y rota; / purga un pecado ajeno: la cordura, / la terrible cordura del idiota”5. Los locos purgan las cargas sociales de todos nuestros lastres: “son ellos los que portan el castigo de sus hermanos y por ellos profieren la verdad. Los locos, por el exceso del dolor, saben y dicen las pocas palabras verdaderas que tenemos”6. El pobre loco es un “extranjero en su mundo propio, soledad de ajeno entre los suyos, incapacidad para amar y ser amado, aún cuando su corazón sea un volcán en llamas”. 7
Ellos son “hombres de ese otro mundo que es el realmente verdadero dentro del nuestro”8. Ellos padecen la locura de nuestro desamor.—————————— 4 O. GONZÁLEZ DE CARDEDAL, “Dios al encuentro del hombre en Jesucristo”, en A. GALINDO-J.M. SÁNCHEZ CARO, El hombre ante Dios. Entre la hipótesis y la certeza, Salamanca, 2003, 177-178.5 A. MACHADO, “Un loco”, en Poesías completas (op. cit.), 131-132.6
O. González de Cardedal, Cuatro poetas desde la otra ladera, Trotta, Madrid, 1996, 298. 7 Ídem.8 Ídem.
Los locos no siempre están asociados a nuestro lado sombrío sino también manifiestan el lado luminoso. El enamorado igualmente es una especie de loco aceptado socialmente: “el enamorado y el loco se parecen en que ambos, en alguna medida, han extraviado lo razonable y han destrozado la lógica. Y muestran que la vida es una desmesura que desborda normas y repeticiones.9
Antonio Machado afirma que “en el amor la locura es lo sensato”10. La cordura del amor es locura: ¿acaso los enamorados cuando están verdaderamente apasionados no parecen perdidos?, ¿no hacen locuras que -en estado de lucidez y sobriedad- no harían?——————————9 R. CAMOZZI, Aproximaciones al amor, Sígueme, Salamanca, 1980, 16. 10 A. MACHADO, Sonetos (de las Nuevas canciones), en Poesías completas (op. cit.), 352.
Quien ama corre riesgos, transita por donde los demás no se atreven a andar, no teme hacer el ridículo. Se expone, no le importa que lo tomen por idiota. Él sabe que incluso se aventura a caminos sin retorno posible, sin regreso alguno. Se siente libre de la común mediocridad en la que todos nos nivelamos por igual. De vez en cuando, perder la razón y la cordura haciendo alguna locura por amor a otros, es necesaria y saludable. De vez en cuando, hay que animarse y salir del anonimato y la mediocridad.
Texto 3. El Apóstol San Pablo -hablando de la extrema locura de Dios en la Cruz- se da cuenta de que está utilizando un lenguaje que –tal vez- no pueda ser entendido por todos. Hasta es posible que alguno considere que es una manera de hablar de lo divino un tanto irrespetuosa. El mismo Apóstol aclara: “nosotros no hablamos de estas cosas con palabras aprendidas de la sabiduría humana sino con el lenguaje que el Espíritu de Dios nos ha enseñado. El hombre -en su condición natural- no valora lo que viene del Espíritu de Dios: es una locura para él y no lo puede entenderlo porque para interpretarlo, necesita del Espíritu” (1 Co 2, 13-14). El Espíritu de Dios el que crea un nuevo modo de hablar, un lenguaje distinto, un “idioma” espiritual considerado por el ser humano –desde una lógica puramente racional- como una locura y una tontería. Las cosas de Dios, sólo a la luz de Dios pueden captarse. Precisan del Espíritu. La “locura de Dios” requiere de un nuevo lenguaje y otro nivel de captación. La “locura divina” reclama el Espíritu de Dios. Hay que entrar en esa locura para saber interpretar lo que el Espíritu, en su arcano lenguaje, quiere decirnos. Dios -para hacerse entender- nos tiene que cambiar el corazón, la cabeza, el modo de entender y hasta el lenguaje. Conocer ese “idioma” de Dios es como una especie de “locura”, no todos la entienden. Para el Apóstol San Pablo, el Jesús de la Cruz, el Dios que allí se revela y el Espíritu que de allí brota, revelan una misma locura de amor gratuito, sobreabundante y excesivo. Dejarse tocar por ese amor es –de alguna forma- permitirle a Dios que nos haga partícipes de su propia locura. El Apóstol no tiene ningún reparo de decir eso –incluso- de sí mismo. Él también está loco. Se sabe y se considera alguien totalmente loco y pide a los demás que soporten su locura. Hay un texto en el que afirma: “¡ojalá quisieran tolerar un poco de locura de mi parte!” (2 Co 11,1) cuando habla de sí mismo para diferenciarse de otros que son falsos apóstoles. Como el Apóstol San Pablo, hay otros santos que a Dios lo consideran loco de amor por su creatura, ebrio, borracho, perdidamente enamorado, extraviado11. Tal vez no sea tan loco pensar así de Dios, si los santos lo han hecho12. Pareciera que el mismo Dios –desde la autoridad de su Palabra en la Biblia- nos lo permite. ¿Vos has sentido ese arrebato arrollador de amor incontenible e inexplicable de Dios?; ¿te ha animado alguna vez a pedirlo?——————————11 “Pusiste tu morada en la belleza de la criatura, de la que te enamoraste como un loco y un borracho”: SANTA CATALINA DE SIENA, Obras. El Diálogo. Oraciones y soliloquios, BAC, Madrid, 20023r, 457.12 SAN AGUSTÍN, Confesiones, X, 27, 38: “¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé!”; SANTA CATALINA DE SIENA, Obras (op. cit.), 520: “¡Oh, Eterna Belleza! ¡Por cuántos siglos permaneciste desconocida y escondida para el mundo!”; San Simeón el Nuevo Teólogo: “Tu belleza me ha embriagado y estoy asombrado”; citado en L. ALBAR MARÍN, La belleza de Dios. Contemplación del icono de Andréï Rublev, Desclée de Brouwer, Bilbao, 2001, 88-89.
En el amor siempre hay algo de locura y en la locura siempre hay algo de razón. La verdadera locura –quizás- no sea otra cosa que una de las formas de la sabiduría. De hecho, la ciencia aún se debate preguntándose si la locura es o no lo más sublime de la inteligencia. Las fronteras entre la locura y la cordura son tan imperceptibles, que nunca podemos saber con seguridad si nos encontramos en el territorio de una o de otra. Pareciera que los locos viven inventando mundos y los cuerdos viven en esos mundos inventados; los locos son mitad cielo y mitad tierra, los cuerdos son sólo tierra; los locos viven en muchos mundos y los cuerdos sólo viven en uno.
Los genios, los niños, los santos, los altruistas, los héroes, los artistas, los místicos y todos los apasionados por algo tienen una cierta y hermosa cuota perdonable y aceptable de exquisita locura. Son privilegiadamente tocados por el dedo de Dios. Esos “locos” nos hacen más soportable el mundo, lo vuelven más humano.
La preponderancia de la fantasía sobre la razón es –en alguna medida- un cierto grado de locura o ensoñación. Tal vez si el loco persiste en su locura, se vuelve más sabido porque la locura, a menudo, no es otra cosa que la razón, presentada bajo diferente forma para que no resulten tan sospechosas sus ideas.
Nosotros -que no siempre comprendemos ese proceder- creemos que han perdido la razón. El escritor inglés Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) alguna vez dijo que “loco es aquél que ha perdido todo, menos la razón”. Ciertamente es así porque los locos no es que no tengan razón, de hecho algunos utilizan una “lógica implacable” sino que su razón ha perdido conexión con lo que nosotros llamamos “realidad” o -al menos- han perdido el contacto o han cambiado el registro con la realidad. Siguen teniendo lógica pero están inmersos en “su” propia construcción de la realidad.
Hay una especie de locura necesaria para todos, una dosis y una cuota justa que todos necesitamos y que nos hace bien para sobrellevar la vida cotidiana con todas sus cargas. Nos hace sobrevivir y vivir más dignamente, nos concede persistir y resistir, nos permite soñar y crear utopías posibles, nos da fuerzas para seguir y revertir, crear y recrear, nos otorga posibilidades de un presente mejor y de un futuro más hermoso.
No haré consideraciones sobre la locura desde el punto de vista clínico y patológico ya que no me estoy refiriendo necesariamente a esa clase de locura. Hay una especie de locura perjudicial, ya sea personal o social que no nos hace para nada bien. La raíz de esa locura se encuentra en la actitud soberbia del ser humano que desprecia su creaturidad y sus límites. La falta de límites que caracteriza nuestra cultura no puede sino llevar a la demencia. El desenfrenado endiosamiento humano sólo cuando choca con los límites puede recuperar el sentido de las cosas. Queremos controlarlo todo y no aceptamos que algo no dependa de nosotros sin ser dominado. La soberbia y la omnipotencia se despiertan y se curan si pasan por el sufrimiento.
Un exceso de razón puede llevar a la locura, sobre todo cuando la razón se vuelve absolutamente autónoma e independiente para creerse y crearse como dios y hacedor. La razón absolutizada de ciertas filosofías, ideologías, posturas existenciales, cientificismos y tecnologicismos lleva a una especie de espiral de enajenamiento y alienación distanciada de la realidad, peligrosa en sus pretensiones desmesuradas. Se llega a un punto donde no se distingue claramente entre el pensamiento y la realidad, entre el sueño y la vigilia. Se ingresa a una duda persistente y una razón omnipresente y parece como si se proyectase el universo dentro del escenario del pensamiento. En esta experiencia, algunos sienten ser como Dios, llegando más allá de todo límite posible para la razón. Así nacen muchos escepticismos. La razón al empezar a dudar y no encontrar otra realidad fuera de sí, comienza a sospechar de toda la realidad y la contempla como si fuera un sueño dentro de otro sueño: el sueño de la realidad dentro del sueño del pensamiento. Algunos –en esa especie de somnífero lleno de dudas- no sólo se preguntan por la existencia de Dios sino también por la existencia de toda la realidad: el mundo, los otros y hasta la propia existencia.
Pretendiendo una razón que se despliegue en su máximo potencial, se va sin embargo estrechando, empequeñeciendo y enfermándose. La razón es un don poderoso y valioso pero no tiene que olvidarse que es solamente un instrumento. Si la razón no nos ayuda a encontrar el sentido de las cosas y a ser más felices, no nos sirve de mucho.
¿A vos qué cosas te hacen feliz?; ¿qué realidades de este mundo te producen ese escalofrío y vértigo que otorga la locura malsana y perjudicial en la que socialmente nos vemos envueltos?; ¿a veces n te parece que hay mucha “locura malsana” en la atmósfera social?, ¿No necesitamos un poquito de esa locura linda y buena que hace mejor el corazón?
Texto 4.
No sólo el exceso de razón puede llegar a límites en que seque la chispa divina que tiene el espíritu humano sino, además, el exceso de sensibilidad puede hacernos sentir las ráfagas escalofriantes de la locura. Las personas muy sensitivas viven con el alma a “flor de piel”. Sin máscaras, sin defensas, sin armaduras que amortigüen los impactos. Todo les llega de una manera profunda. Todo los conmociona y los desarma. A menudo, hasta los hiere. Es preciso aprender a contener y controlar esa exquisita y extremada sensibilidad; de lo contrario pueden desbarrancarse en su propio precipicio. Cuando se va más allá de una aguda sensibilidad, no sólo que se perciben grados cada vez más crecientes de soledad e incomunicación –porque el registro medio de la sensibilidad de las personas no es tan fino- sino que, además, se advierte como un extraño y extremo dolor, en donde se abre una puerta que ya nunca más se cierra y se pasa una línea de la cual ya no se regresa. Muchos grandes y verdaderos artistas, genios insuperables, han tenido esa sensibilidad superior extrema y han padecido –también- esta especie de tremenda soledad, incomprensión y locura.
El exceso de razón y de sensibilidad –las dos características del espíritu humano- pueden desatar un viaje sin regreso si sólo tienen como referencia la propia subjetividad. El secreto de una inteligencia poderosa y una sensibilidad profunda está en abrirse más allá de sí y humildemente dejar que Dios haga de “eje” y “centro”, nos salva de la locura cuando ésta se convierte en el disfraz patético de la razón y de la sensibilidad nadando en el vacío.
La fe nos ayuda a interpretar y a sentir el mundo, auxilia la razón y el sentimiento para darles a conocer el secreto de la verdadera cordura. El equilibrio y la objetividad que nos comunica la fe nos abre el horizonte más allá de nuestro propio alcance intelectual o sensible. Nos dilata el corazón y nos hace comprender que no somos el mundo, que no tenemos para todo una explicación, que no somos los dueños de la existencia, que no manejamos los hilos de la vida y de la muerte, que no dominamos el tiempo, que –en definitiva- sólo somos pequeñas creaturas.
Mientras haya misterio, habrá salud. El ser humano no puede captarlo todo y si lo hace es sólo mediante aquello que no puede captar. La fe nos asiste para que todo lo demás resulte un poco más aceptable y no se cierre en la sola razón y en la mera sensibilidad.
La alucinante ensoñación de la excesiva fantasía o los destellos rutilantes de la imaginación no son la causa de la locura sino la razón y la hipersensibilidad desconectadas de lo real. Es cierto, no obstante, que vivimos en un mundo que hemos perdido la fe porque, en verdad –también entre otras cosas- hemos perdido la razón. Tanto la fe -como la razón- tienen similar autoridad ser explicaciones legítimas de la realidad. Ambas tienen sus propios métodos de prueba. Si la fe y la razón pierden su autoridad para intentar interpretar la realidad entonces vivimos en un mundo descreído e irracional.
El lenguaje de la fe, tan cercano al idioma del misterio, siempre se ha nutrido de la belleza de la poesía, una mezcla de lenguaje entre realidad y fantasía. La poesía es saludable siempre flota sobre el mar infinito del misterio; la razón –en cambio- trata esforzadamente de cruzar a nado esas aguas, teniendo por resultado el total agotamiento.
Loco es el que siempre piensa que tiene razón y empequeñece lo infinito y lo eterno en su obsesión. Hay una pretensión de universalidad que termina siendo estrecha. La locura es una combinación extraña de lógica perfeccionista y estrechez espiritual que desea, casi inocentemente, explicarlo todo coherentemente, pero -en el fondo- no explica nada porque la vida va por otra parte, se abre paso por otro lado. Hay quienes hacen depender y encierran todo en sus cabezas y en su pequeño corazón y no se dan cuenta que sólo sueñan su propio sueño hasta que el sueño se convierte en pesadilla. . Ser como niños –tal como nos recomienda Jesús- aceptar el regalo de la existencia, maravillarse, dar gracias, disfrutar, experimentar esa especie de estupor confiado que nace del asombro, el sentirse creatura, sabiéndose en deuda, en perpetua gratitud y alabanza nos enriquece el sentido común, la rectitud de pensamiento y la sensatez como secretos para mantenernos cuerdos.
La locura tiene algo de inocencia y candidez, de sencillez y simplicidad genuina, de su suprema esencialidad. Está más allá de los límites y los cánones, de la prudencia y la diplomacia, la cortesía y los buenos modales, de lo políticamente correcto. La locura genera hijos auténticos y transparentes. A veces nos duelen.
¿Has pensado que el Evangelio de Jesús en su radicalidad tiene algo de locura que no todos entienden?; ¿tener fe en un mundo escéptico y descreído no es también estar un poco loco?; ¿qué locura ingenua y fresca tiene la niñez que ya hemos perdido?
Texto 5.
La locura encarna la permanente paradoja de la contradicción humana. Hay quienes encuentran libertad y seguridad en la locura porque hay momentos que quienes nos comprenden, terminan sujetándonos, nos amarran y nos esclavizan.
La locura mora a solas en el interior de la casa del perpetuo silencio y desde allí, sus diversos egos, aparecen en los sueños y hablan en la hora más silenciosa de la noche y nos descubren sus verdades, sin máscaras. Esos egos, cada uno con su propio nombre, vive escondido en lo más recóndito de cada uno de nosotros, susurrando en el oculto silencio. La noche va llamando -con su inconfundible voz- uno a uno de esos egos, haciéndolos pasar por el escenario de la conciencia. El alma –agobiada y resignada- se duerme, con su imperativo a cuestas y con el angustiante peso por cargar continuamente esos hijos deformes. El último ego, el más terrible y solitario, con su cínica mirada y con una congelada mueca que se asemeja a una fría sonrisa, permaneció allí toda la noche despierto y vigilando, dueño de la oscuridad más espesa y señor de nuestras pesadillas, da -en la oscuridad- a luz a sus hijos -los miedos- y nos mira, desde su hueco, con un solo ojo inmóvil. De vez en cuando, parpadea y se fija en la nada, la que está disfrazada detrás de cada cosa, la que todos llevamos sobre la frente y en el corazón, sin darnos cuenta: el sinsabor y sin sentido de los vacíos del alma.
“Me preguntan cómo me volví loco. Ocurrió así: un día desperté de un profundo sueño y descubrí que me habían robado. Se habían llevado todas mis máscaras. Las siete máscaras que yo mismo había modelado minuciosamente, durante largo tiempo y que había usado a lo largo del tiempo de siete vidas. Al darme cuenta, huí por las atestadas calles, sin máscara alguna que me cubriera, aterrado de sentir esa extraña desnudez. Algunos hombres y mujeres se reían de mí y algunos niños corrieron a sus casas temerosos y espantados. Cuando llegué a la plaza, un muchacho de pie sobre el techo de una casa, gritó: "¡es solamente un loco, un loco nada más!". Alcé entonces la vista para mirarlo y -por primera vez- el sol besó plenamente mi rostro desnudo y mi alma se inflamó de amor por esa luz bendita que yo nunca había conocido y nadie nunca me había enseñado. Fue en ese preciso instante cuando ya deseé nunca más tener máscara alguna. Fue como estar embriagado de vida, entonces grité como nunca antes lo había hecho: "¡Benditos, benditos sean los ladrones que me han robado todas mis máscaras!, ¡Benditos sean!". Así fue, así fue cómo me volví loco para siempre”. Khalil Gibrán (1883-1931). Ensayista, novelista y poeta libanés.
“Una vez, en un tiempo inmemorial, cuando el mundo apenas comenzaba, se reunieron todos los sentimientos que luego habitarían por siempre en el alma humana. El Aburrimiento ya había bostezado por tercera vez en largos siglos, la locura entonces propuso divertirse un poco y jugar a las escondidas. La Curiosidad preguntó cómo era el juego. La Locura explicó que cuando todos estuvieran escondidos y ella hubiera terminado de contar, el primero en ser encontrado, ocuparía su lugar. La Euforia bailó entusiasmada por la propuesta ya que sería el primer juego, la primera gran fiesta sobre la tierra. La Alegría trató de convencer a la duda y la cobardía prefirió no arriesgarse. Ciertamente no todos quisieron participar. La verdad prefirió no esconderse sino siempre mostrarse. La Envidia, en cambio, se encubrió tras la sombra del Éxito. La Generosidad no alcanzó a taparse demasiado. La humildad casi no se veía de tan oculta que estaba. El Deseo se internó en un corazón que encontró solitario. El Amor, después de un largo rato de buscar, no halló lugar alguno: todo estaba ocupado. Al final vio un rosal y se puso tras de él. La Locura, al terminar de contar, fue descubriendo a todos, uno por uno, pero el Amor no aparecía por ningún lado. La Locura buscó y buscó por todos los sitios sin poder encontrarlo. Casi cuando estaba por rendirse, escuchó de pronto un grito desde un hermoso rosal. Las espinas, sin querer, habían herido al Amor, habían dañado sus ojos hermosos y profundos, dejándolo completamente en la oscuridad. La Locura se sintió culpable por haber propuesto el juego sin medir las consecuencias y los peligros y llorando le prometió al amor ser su lazarillo. Desde entonces, a partir de aquella vez que por primera vez se jugó a las escondidas en la tierra, el Amor es ciego y La Locura siempre lo acompaña”.
Podemos preguntarle a la locura, fiel acompañante del amor, si –en verdad- éste es realmente ciego o no lo es. Quizás nos responda diciendo que Eros -dios del Amor- hijo de la diosa Afrodita en la mitología griega, el mismo dios Cupido de la mitología romana, se lo representa como un niño o un bello joven -a veces con alas- y con un arco, capaz de inflamar los corazones con sus flechas de oro para enamorar o con sus flechas de plomo para desenamorar. Su apariencia infantil simboliza la conducta -a veces inmadura y libre- que adquieren los amantes, las alas indican lo volátil de ciertas relaciones amorosas y las flechas, las heridas que deja el amor en el alma.
Cupido a menudo está desnudo y ciego. Desnudo porque nos va privando de todo lo que no es él y ciego porque no hace distinciones entre pobre y rico, feo y hermoso, joven o viejo. Puede tocar a todos por igual. Aparece con sus ojos cubiertos por una venda. Algunos interpretan que Cupido ve pero que esa cinta sobre los ojos simboliza el amor espiritual, más elevado que prefiere no contemplar, ni consentir la pasión sensual. Otros sostienen que Cupido, aún debajo de su venda o sin ella, es verdadera y totalmente ciego, amor de corazón débil y ojos cegados.
El amor, el destino y la muerte a menudo son representados como ciegos porque aciertan o se equivocan en sus golpes, dados aparentemente -al azar- sin ver la edad, la posición y el mérito personal de cada uno. Otros han sugerido que la venda –si está puesta- representaba el amor espiritual y si, en cambio, cubre los ojos es señal de una sensualidad y desnudez que hay que ocultar.
Muchos se preguntan, si el amor -en verdad- es ciego, ¿hace falta su venda?, ¿acaso ésta no se vuelve inútil para un ciego? Hay quienes dicen que la venda –la cual indica ceguera- no es para él sino para aquellos que ven al amor o se encuentran con él. La venda es una advertencia, para que tengan cuidado y respeto con el amor, siempre desvalido y vulnerable.
El niño o el joven alado, desnudo y ciego –a lo largo de la vida de cada uno- en un determinado momento, deja paso a la visión plena del amor. Cupido -con los ojos al descubierto- puede ver a aquellos que ya están preparados para recibirlo y aquellos que lo reciben, también pueden verlo a él. Hay momentos en que hay que quitarse la venda y aceptar la dicha o el dolor del amor, hay que ver su rostro y también las heridas que nos ha infligido con sus dardos y flechas. Siempre eso será mejor que no haberlo conocido nunca o no dejar que jamás nos haya visto o reconocido. Hay que permitir que el amor vea nuestro rostro y pronuncie nuestro nombre, si queremos –alguna vez- ver su rostro y pronunciar su misterio. Seguramente todo esto nos contará la locura si le preguntamos por su fiel compañero, el amor.
¿Hay algún amor en tu vida que se haya comportado locamente?; ¿sentís que en tus caminos el amor ha sido ciego o vidente?; ¿ha pasado regalándote una cita o que aún lo estás esperando?; ¿tu alma que está deseando ahora?; ¿podrías acaso entender mi locura?
Texto 6.
En la literatura, los locos –como personajes y protagonistas principales- han tenido un lugar especial. Algunos son muy famosos. Si empezamos por los clásicos infantiles tenemos que mencionar la Obra de Lewis Carroll (1832- 1898), “Alicia en el País de las Maravillas”. Ciertamente la pequeña Alicia no está loca pero va a conocer un mundo extravagante donde lo normal es la locura. Al perseguir a un conejo blanco que encuentra, cae en una conejera, llega al centro de la tierra, en un cuarto sin salida, come y bebe, se estira y se encoge, cambia de tamaño y naufraga en sus propias lágrimas. Tiene diversas aventuras con extraños personajes. En un mundo donde ella es la única cuerda resulta para los demás la única loca. La llevan a juicio. En el momento de mayor peligro, se despierta comprobando que todo es un sueño.
Muchos de los personajes son animales humanizados que representan las excentricidades humanas, el absurdo total y la inversión de la lógica. Ella está sometida a un continuo cambio de estatura, de tamaño y de estados de ánimo. Esa metamorfosis constante la atormenta y siente que pierde su identidad. El libro manifiesta el reflejo de la infancia mal adaptada en el mundo adulto que busca un lugar desde donde construir su identidad. Alicia es la metáfora de cualquier niño que -en sus juegos- fantasea con la realidad y crea mundos propios e imaginarios, donde sus juguetes cobran vida, el tiempo transcurre con un ritmo distinto y todo es posible con tan sólo desearlo o imaginarlo.
También entre los clásicos contamos –tanto en la lengua española como en la inglesa- dos grandes autores, con dos Obras distintas y dos personajes emparentados con la locura. Uno que lo es realmente y el otro, se hace. Don Miguel de Cervantes Saavedra (1547- 1616) escribió su “Don Quijote de la Mancha” y William Shakespeare (1564- 1616) escribió su “Hamlet”.
El género de locura es diferente en Don Quijote y en Hamlet. Don Quijote enloquece después de haber leído demasiadas novelas de caballería. Adopta un nuevo nombre, decide enamorarse de Dulcinea de Toboso, a la que nunca ha visto y sale de su casa en busca de aventuras para mejorar el mundo con su escudero Sancho Panza. Don Quijote es un caballero andante que traba batallas que no son necesarias, sale mal parado de todas ellas, ya que ve la realidad de forma diferente a lo que es en verdad. Es un hombre de bien; no le gusta el mundo así como está y lo quiere mejorar. No le importa que sus batallas resulten siempre calamitosas. Su locura proviene de la tristeza provocada por la ausencia del amor, Dulcinea de Toboso: él está loco de amor. Su locura es inocente. Se lo llama "el Caballero de la Triste Figura" lo que dice mucho de su género de locura y melancolía. Don Quijote es un personaje tragicómico como la vida misma.
Hamlet, en cambio, padece una locura fingida. Se hace pasar por desvariado para esconder su verdadero objetivo: vengar la muerte del rey, su padre y escarmentar así la pasión de la reina y de su tío que se han unido tramando el asesinato. La amada de Hamlet –Ofelia- se vuelve loca de verdad. No se sabe si es él quien con su obrar la desconcierta hasta volverla loca o es ella la que desvaría por la muerte de su propio padre en manos del mismo Hamlet. El príncipe de Dinamarca -a través de su locura- manipula a todos. Él ya no puede soportar la realidad familiar y –por lo mismo- finge que se vuelve loco, hasta que –por último- también, envuelto en su propia trampa de venganza, muere por la espada.
Por otra parte, Erasmo de Rotterdam (1466-69 / 1536) en la época del Renacimiento escribió su “Elogio de la locura”. Al personificar y darle voz a la locura, convierte su obra en una especie de crítica moral mediante la cual, se da el gusto de atacar todo lo que considera incorrecto, argumentando que la locura es una suerte de castigo del saber, para quienes creen conocerlo todo. Crítica al ser humano y a la sociedad por el apego, la incapacidad de ver y la mentira, entre otras cosas. Insiste en recuperar la inocencia y la verdadera esencia de las cosas. Realidad y verdad sólo son posibles de contemplarlas a través de una mirada que no esté dominada por la soberbia. La razón, para ser razonable, debe verse a sí misma –de vez en cuando- con los ojos de una locura irónica. Sólo así -a través de la locura- el ser humano podrá razonar correctamente y ser un poco más sabio.
Más cercano a nosotros, en el tiempo y en el espacio, está la obra “Los 7 locos” del argentino Roberto Arlt (1900- 1942). Cada uno de los personajes vive encerrado en la propia cárcel del fracaso, con una expectativa de salvación que sólo puede llegar por medio de un acontecimiento extraordinario, fruto de una idea genial o un golpe de fortuna remoto. En esta obra, la aceptación de la locura es también la dura asunción existencial de una vida sin sentido.
También proliferan en la literatura de ciencia ficción los innumerables científicos locos que juegan a ser Dios haciendo un gran invento o los genios malvados que quieren destruir la humanidad. En estos personajes la genialidad y la perversión se unen mostrando el lado oscuro y peligroso de la locura humana.
Como podemos ver, la presencia de la locura recorre las letras de todos los tiempos. ¿Te acordás alguna historia, algún libro, alguna obra de teatro o de cine que haya tenido por protagonista a un loco?; ¿por qué la locura tiene tanta fascinación para la creatividad de los pensadores y artistas?; ¿qué libertad encierra que todos se sienten atraídos por esos personajes?, ¿a vos qué te suscita la locura: miedo, horror, compasión, admiración, extrañeza?; ¿qué sentimientos te produce?
Alguien dijo una vez que la única diferencia que existe entre las personas que están dentro de las instituciones mentales y nosotros que estamos fuera, es que –nosotros- somos la mayoría. Si ellos fueran la mayoría, nosotros estaríamos dentro. Algunos filósofos, psicólogos y sociólogos 13 afirman que los que tienen el poder son los definen socialmente qué es normal y qué no lo es. La locura entonces se caracteriza de una determinada manera sólo para que ciertas personas estén dentro de esa categoría y se mantengan aisladas. Es el poder el que determina convencionalmente la normalidad y la locura, lo sano y lo patológico. También es el que establece los parámetros del conocimiento. El conocimiento produce poder y el poder genera a su vez conocimiento, configurando así qué es lo normal, lo justo y lo verdadero solamente para mantener el control. En un sistema así, los que afirman conocer algo inmediatamente se convierten en sospechosos. ——————————13 Como, por ejemplo, Michel Foucault (1926-1984).
En el mundo occidental, la locura -que alguna vez se pensó infundida por inspiración divina en la Antigüedad llegó –con el tiempo- a ser considerada enfermedad mental para poder ser reprimida, institucionalizándose determinados lugares de encierro y exclusión, ámbitos –supuestamente- de curación. La locura, la cual es incurable, no hay que intentar vanamente que pueda ser sanada sino solamente tiene que ser socialmente aceptada.
Los locos, los ridículos, los pícaros, los idiotas, los payasos, los enajenados, los desquiciados, los descentrados del eje –o como los llamemos con cierta discriminación- se han convertido en el imaginario social en aquellos que viven entre la “cordura” de la realidad y la “sublimidad” de los ideales. Tendríamos que decir entre la “locura” de la realidad y la “cordura” de los ideales. Para los que tenemos fe, el loco es símbolo de los que viven entre la “cordura” de la vida humana y la “locura” de la vida cristiana; o, mejor entre la “locura” de la vida humana y la “cordura” de la vida cristiana. Ellos son los que tienen cabal consciencia de “la absoluta distancia entre Dios y el hombre”14. Cuando en una cultura se pierde la referencia a lo infinito y a lo trascendente, lo sublime se abre paso mediante las figuras insólitas que dibuja la locura. ——————————14 H. U. VON BALTHASAR, Gloria V (op. cit.), 171.
También este camino puede recuperarse el misterio del amor de Dios, que no es otro que el sendero de aquella belleza que procede de la locura de la Cruz a los ojos de quien tiene fe. El santo (y el loco, que es signo y figura de él) son pioneros del camino, adelantados expedicionarios que van haciendo senderos nuevos.
El que verdaderamente ama, el que está realmente loco y el que es auténticamente santo tienen algo en común: se sienten permanentemente heridos soportando el peso de todo. Nosotros tenemos que hacerles un lugar en este mundo porque se han convertido en expresiones de una gratuidad absoluta, de la cual nosotros estamos muy poco acostumbrados. Ellos nos dicen que a mayor percepción de belleza, mayor –a veces- resulta la locura. El secreto está en descubrir que solamente ése camino nos ayuda a seguir manteniéndonos vivos, en medio de un mundo agitado. Una dosis de locura es casi necesaria para seguir estando cuerdos en un mundo difícil. Un poquito de locura hace más habitable este mundo de sueños por conseguir. ¿A dónde guardas tu cuota de locura?; ¿con quién la compartís?; ¿dónde habitás con tus sueños?, ¿decíme dónde te puedo buscar?