La misericordia y la benevolencia para juzgar

lunes, 30 de marzo de 2009
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“Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso. No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados, perdonen y serán perdonados. Den y se les dará. Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante. Porque la medida con que ustedes midan también se usarán para ustedes”.

Lucas 6, 36 – 38

El primer punto de reflexión de nuestro encuentro, se titula así: El perdón nos asemeja a Dios.

Por el pecado hemos perdido la semejanza con Dios. El pecado hace que no reflejemos el rostro de Dios en nuestra vida. El pecado que es ruptura de alianza con Dios que se hace amigo nuestro, nos aparta de ese misterio de comunión y no permite que se muestre nuestro parecido a Él, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Es decir en la ruptura del vínculo con Dios con el pecado, desaparece la capacidad del nosotros que está en el yo más profundo de cada uno en particular. En aislamiento y apartados de todo y de todos vamos como quedando sumidos en la solitariedad. La misericordia de Dios nos devuelve la posibilidad de reparar la imagen de Dios en nosotros. La misericordia nos permite recuperar los vínculos fraternos, dañados.

Cuando pecamos sea cual sea el pecado, el vínculo con los demás se ve disminuido, empezamos como a desentendernos se pierde la capacidad de cordialidad en el trato. La gracia de la misericordia además de darnos vitalidad fraterna nueva, nos hace ser señores de lo creado, sacándonos de la esclavitud rastrera con la que desde el materialismo y el consumismo nos hacemos pendientes de las cosas olvidándonos de nosotros mismos.

La gracia de la misericordia nos recupera en el trato de hijos con Dios, como el hijo pródigo en el retorno a la casa del padre, sentimos el abrazo fraterno lleno de calor, de amor, de ternura y de paternidad con la que Dios nos recibe. La misericordia de Dios es reparadora, restauradora. De ahí que en su llamada a la conversión, Dios diga en este tiempo cuaresmal, una y otra vez, Misericordia quiero y no sacrificio.

El perdón nos hace semejantes a Dios. Nos hace parecer a Dios. La misericordia nace de las entrañas de Dios, que por fidelidad y amor a sí mismo actúa a favor nuestro para devolvernos lo que perdimos. Ser como Él. Es desde el amor misericordioso desde dónde se reconstruye el ser uno mismo, es en la presencia del amor de la misericordia dónde somos reconstituidos en la profundidad de nuestro yo dañado, afectado, golpeado, abollado, por la fuerza de iniquidad que se esconde en el pecado.

De ahí la insistencia hoy de la palabra de perdonar, de ser compasivos, especialmente nosotros lo entendemos con los más débiles, ¿porque?, porque ese es el trato de Dios para con toda la humanidad, la compasión. La compasión es la capacidad empática en este caso de Dios de sentir con el dolor humano en su desvarío por el pecado, para librarlo de él, dando su propia vida.

El amor nos hace parecido a Dios, cuando actuamos ese amor en clave de misericordia y compasión.

El segundo punto de nuestro encuentro de hoy, es: Conversión al amor y al perdón.

En el camino del seguimiento discipular de Jesús, o crecemos en estatura espiritual mediante el amor que perdona y acepta a los demás con sus limitaciones humanas, o disminuimos hasta enquistarnos en lo que podríamos llamar, el enanismo de una actitud egoísta que se encierra en sí mismo y que no encuentra en el otro un lugar de referencia. La misericordia nos abre a lo otro, aún cuando lo otro no nos resulte cercano y amigable, y siempre es el otro y lo otro también en su condición frágil lo que termina por construir nuestra identidad si vivimos la relación con esa realidad desde el amor de misericordia.

Por el amor de misericordia superamos los obstáculos, las limitaciones y el rechazo que nos generan algunos vínculos con los demás. Nos capacitamos para ser testigos de lo que Dios quiere de nosotros, como testigos de su amor.

Ese amor suyo que no tiene frontera llamado a llegar a todos, llamado a llegar hasta los confines del mundo. Si con humildad ante el Señor, entendemos que nosotros mismos necesitamos ese perdón gratuito de Dios, más todavía, que efectivamente somos objeto de ese amor, las cosas cambian, porque podemos perdonar con el amor que hemos sido perdonados.

Cuando nos sintamos profundamente exigidos por un vínculo que requiere de nosotros una entrega mayor en la misericordia, en el perdón, en la compasión, volvamos a la fuente de la misericordia, pongámonos con sinceridad de cara a Él, y descubramos cuanto amor de compasión y de perdón a tenido Dios para con nosotros.

La ley de perdón no puede ser una imposición, sino el fruto de una dinámica de perdón de Dios a nosotros y desde ese lugar, nosotros poder en compasión perdonar, como una consecuencia necesaria que nace de nuestra condición de pecadores perdonados.

Comencemos nosotros por convertirnos, cómo hacemos, desmontemos el orgullo que dice no reconocer falta alguna, que dice no tener pecado, que dice no ser tanto, que dice, bueno, después de todo, y desde la humildad quitándonos la careta de la mentira, a toque de sinceridad, vayamos como desgranando la coraza del egoísmo.

A fuerza de generosidad, esta de la que nos habla la palabra cuando nos dice, sean compasivos, como el padre del cielo es compasivo. Ese es el modelo a seguir, el motivo es recuperar lo parecido de Dios en nosotros. Esta indicación de ser compasivos como el Padre del cielo, facilita el camino del perdón fraterno, de la tolerancia mutua, la comprensión que evita los juicios condenatorios y la reconciliación que abraza al hermano.

¿Qué es lo que favorece todo esto? La mirada de compasión del Padre del cielo, el Padre de la misericordia. ¿Qué es la compasión? sin duda nos es la lástima, esa mirada de superioridad con que los más frágiles se encuentran delante de nosotros, que entre comillas, por momentos sentimos que lo tenemos todo y podemos como en una dádiva, en una limosnita, vincularnos a ellos porque nos dan pena, eso no es compasión, esa es la lastimosa pena centrada en una mirada de superioridad que no existe.

La compasión es la capacidad de sufrir en el sentir del otro, vincularse a él y desde ese lugar de dolor, animarnos a ponernos de pie juntos, animarnos a ser nosotros poniéndonos de pie frente al hermano y con el hermano. Cuando la madre Teresa decía, hay que amar hasta que duela, no era que había que hacer muchas cosas y cuando ya estábamos exhaustos terminar por decir no doy más.

Amar hasta que duela es amar al punto de que yo me haga uno con el dolor del hermano. Sea que haga mucho o no tanto, en realidad lo mucho, lo poco, en esta clave no se mide por la cantidad de acciones cuanto por la hondura o la intensidad del amor con que amamos a los hermanos. Amemos hasta llegar ese lugar dónde hacemos sintonía con el corazón del otro y desde ese lugar con compasión nos animemos a volver a Dios convirtiéndonos. Conversión al amor, conversión al perdón.

El tercer punto de nuestro encuentro de hoy tiene que ver con encontrarse en la misericordia desde el Dios que vive en el otro y promocionarlo.

Cuando decimos que no perdonamos desde un mandato externo, estamos sosteniendo que el que nos mueve a la compasión y al perdón, es una razón de interioridad en el vínculo. Soy imagen de Dios. Mi hermano es imagen de Dios, mi vida en comunión y hermanados es fruto de la presencia de Dios que nos habita interiormente. Cuando perdonamos nos hacemos custodios entonces de esa presencia del Señor y reflejamos su mirada a un mundo que tiene una profunda necesidad de su presencia y de su amor, de ese que reconcilia, de ese que pacifica hermanando.

La empatía compasiva no es como decíamos la lastimosa relación desde la superioridad con el que a veces nos relacionamos con los más débiles. En la compasión se siente con el que sufre para desde el lugar de debilidad del otro, animarnos a puesto en su lugar promocionarlos, alentarlos, buscando los resortes desde los vínculos para que pueda salir por sí mismo.

Cuando somos compasivos realmente, el otro se pone de pie, el otro se siente dignificado en el amor, la lástima lo hunde más al otro en su dolor, en su miseria, en su situación de desprotección, de fragilidad. La compasión pone de pie. La compasión logra gracias a ese vínculo de amor que nos hace estar al lado del otro, dónde el otro está, desde el lugar en dónde se encuentra, permitirnos, sostenidos en el amor, a que el otro vaya despertando los resortes que le permiten ponerse de pie dentro de su posibilidades y no según a partir de alguien que diga que hacer, dentro de sus posibilidades, siempre con límites, siempre con claridad, con aliento, fortaleza, con compromiso, con presencia.

Ésta es la diferencia entre la dádiva y la promoción. Por allí cuando se habla de la distribución de la riqueza y el sostenimiento de los más frágiles, en clave política todos descubrimos rápidamente a la luz de los acontecimientos que estamos más en presencia de una situación de clientelismo que de verdadera promoción.

Claro, está esa razón de querer salir al paso de situaciones límites y la verdad que hay que hacerlo, pero no pude durar eso tanto tiempo que no tenga un proyecto de por medio sostenido, acompañado, comprometido, que haga que el otro se valga por sí mismo para salir adelante, para salir del paso.

Es verdad son situaciones de coyuntura estructural de pobreza y merecen toda una política y dinámica fuerte de compromiso de todos detrás de esto. No solamente de quién gobierna sino de todo un pueblo. Lo que no está del todo bien es llenarnos la boca y el discurso de expresiones que supuestamente han dejado todo puesto en su lugar a partir de contar con un poquito más de recursos materiales que en otro tiempo y con eso creer que ya hemos solucionado el problema.

Hemos paleado tal vez situaciones de mucho dolor, pero en muchos casos también es verdad que hemos postergado detrás de esa dádiva la posibilidad de que las personas se valgan por sí mismas y desde una relación paternalista hemos olvidado la posibilidad que el otro tiene de generar su propia salida.

Generamos entonces nuevas esclavitudes, nuevas dependencias a partir de un vínculo que no es genuino sino que es en términos de cubre necesidades fundamentales que establece una relación de disparidad, no de fraternidad. Por eso hay que encontrarse en la misericordia desde el Dios que vive en el otro, ese es el que verdaderamente dignifica y a partir de ahí, en la conciencia de que Dios vive en el otro, acercarme al otro, que tiene necesidad, como yo también la tengo, con los pies descalzos, como lugar sagrado y esperar en el vínculo a que aparezca el resorte que haga que mi hermano y yo podamos promocionarnos, salir adelante, por la fuerza resucitadora que tiene el amor.

Padre Javier Soteras