La misión del Espíritu

lunes, 17 de mayo de 2010
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Muy buen día para todos, iniciamos como cada mañana nuestra catequesis en Radio María Argentina.
En Cristo Jesús iniciamos una nueva jornada recibiendo su palabra, revistiéndonos del Espíritu Santo que viene a nosotros, nos invita el Señor a escuchar su palabra, a dejarnos llevar por el fuego de su amor y a encontrar la luz que nos da la posibilidad de reconocernos en nuestro pecado, y desde ese lugar de fragilidad abrirnos a la infinita misericordia del Padre.

La palabra que es luz en tu corazón y en tu vientre Madre se hicieron mensaje de amor que nos llegó a nosotros en Cristo, tu hijo. Por eso, a vos Madre, te confiamos la luz que él nos deja con su mensaje de amor de cada día y te pedimos que en la humildad de tu corazón, sintonicemos para que esa misma palabra que revela nuestra debilidad y nuestra fragilidad nos conduzca a construir y a fundar un nuevo modo de ser personal y comunitario. Danos la gracia, Madre, de reconstruir nuestra vida, de rehacerla a la luz de la palabra de tu hijo.

El texto del evangelio que compartimos está en Juan en el capítulo 16 del verso 5 al 11,

“Ahora me voy al que me envió, y ninguno de ustedes me pregunta: "¿A dónde vas?". Pero al decirles esto, ustedes se han entristecido. Sin embargo, les digo la verdad: les conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a ustedes. Pero si me voy, se lo enviaré. Y cuando él venga, probará al mundo dónde está el pecado, dónde está la justicia y cuál es el juicio. El pecado está en no haber creído en mí. La justicia, en que yo me voy al Padre y ustedes ya no me verán. Y el juicio, en que el Príncipe de este mundo ya ha sido condenado. Palabra del Señor”

La misión del Espíritu, revelarnos la verdad y ponernos de cara a la misericordia del Padre.
La luz de Espíritu ilumina nuestro ser y pone de manifiesto la fragilidad de nuestra condición humana, es a la luz del Espíritu donde lejos de sentirnos seguros, nos sentimos en camino sin lugar donde  – como el hijo de Dios – reposar la cabeza, en la precariedad del andar, en las certezas de la fe y en la inseguridad de lo humano o como última instancia para encontrar allí la justicia. Escondemos en nosotros la ilusión de ser justos, sin asombrarnos pero tampoco sin hacernos demasiado los ofendidos, tenemos que convencernos de una cosa, vivimos una extraña relación con la fuerza del mal, una relación que podríamos definir como de “amor/odio” sutil y a menudo inconcientemente somos atraídos y tentados por la presencia de la fuerza del mal. No queremos admitir nuestra falibilidad y nuestra tendencia, estamos atemorizados y recurrimos a mil y una estrategias para quitarnos la impresión de haber errado, como si fuese una mancha infamante. Lo extraño es que todo esto sucede a menudo por un deseo auténtico de perfección, de plenitud, y las consecuencias son graves. Debido a este modo equivoco de relacionarnos con nosotros mismos a menudo somos llevados a minimizar nuestros errores y a reducirlos a una simple trasgresión o a una serie de gestos fácilmente identificables. Cuando venga el Espíritu, dice hoy la palabra, él va a revelar dónde está el pecado. Este es uno de los dones con los que el Espíritu nos visita, no para hacernos sentir mal ni humillarnos dejándonos al margen del camino sino para que desde el reconocimiento sencillo de nuestra condición frágil poder ponernos de pie a la luz de su presencia.  Tenemos la pretensión, nosotros por nuestra propia fuerza, de eliminar la presencia del mal en la vida, es una primera forma posible de distorsión perceptiva en la relación al pecado, es la pretensión de eliminarlo del todo de nuestra vida. Es pretensión solamente, se trata de una pretensión implícita que difícilmente reconocemos frente a nosotros mismos, por eso es necesario que venga el Espíritu, él va a revelar donde está el pecado. En nosotros hay un impulso que surge de la propia estima y que está siendo amenazada por la constatación del propio error, y entonces como viniendo en socorro nace esta pretensión infantil de anular la realidad del mal en nuestra vida. Dios no ha venido a anular sino a transformar, Pablo va a reconocer esta fuerza transformadora de Dios y el valor que tiene la culpa en su propia vida porque sino fuera por el reconocimiento de esta verdad que perfora nuestro corazón, difícilmente podamos haber merecido un Redentor tan grande. Feliz culpa que nos mereció tan gran Redentor. El Espíritu vendrá a revelar dónde está el pecado, dónde está lo que va carcomiendo nuestra interioridad, ¿es la soberbia, es la envidia, es la lujuria, es la falta de templanza, es la gula, es la ira? Cuál de los costados diversos de la fuerza del mal atentan particularmente en nuestra vida, y lo vemos desde el Espíritu y entonces lejos de horrorizarnos y lejos de una sencilla auto introspección, por la presencia iluminadora del Espíritu y con paz reconocemos esa fuerza que sino la confrontamos con el poder del Cristo de la Pascua, muerto y resucitado, difícilmente podamos contra ella misma. Es el Espíritu el que viene a regalarnos esta gracia para que en el reconocimiento de nuestra debilidad, cuando nos reconocemos frágiles,  empieza a operar la fuerza de Dios capaz de transformar nuestra vida y hacer que de este barro surja un proyecto de vida nueva por la presencia del Espíritu que nos asemeja a Dios.
Suele ser el equívoco de querer quitar del medio el pecado por la propia fuerza a través de métodos diversos como la negación o un plan de trabajo y de lucha espiritual, el motivo de una gran frustración, y a pesar de los buenos intentos y los buenos propósitos encontramos siempre en la propia fuerza y librados a nuestra propia disciplina el límite con el que Dios quiere que nos encontremos para abrirnos solo a su gracia, como la única capaz y posible de hacer de nosotros una criatura nueva, un hombre nuevo. Hay lugares de nuestra condición frágil donde necesitamos que se manifieste esta luz, no solo para ver con claridad lo que intuimos oscuro en nosotros, sino también para que a partir de allí, en un reconocimiento humilde a la luz de la presencia de Dios, comenzar un camino de transformación que nos lleve a superar el caos en el que nos introduce la fuerza del pecado participando de una nueva creación.
Así como al principio –dice la Palabra- el Espíritu aleteaba sobre el caos, así también sobre el desorden que ha generado la fuerza del mal en nuestra vida, reconociendo interiormente la presencia de Dios que ilumina ese lugar confiando en que él puede con nosotros, le damos lugar a la vida del Espíritu, Mientras preparamos nuestro Pentecostés, lo hacemos en el reconocimiento de nuestra fragilidad para que cuando venga sea el que hace nueva todas las cosas,
La consigna para nuestra catequesis de hoy: ¿donde hay oscuridad en mi vida y necesito de la luz del Espíritu para volver a nacer? 

El Espíritu viene a nosotros para aliviarnos de la tentación y ayudarnos a ignorar las fuerzas del mal. En “Vivir reconciliados” Amadeo Cencini dice: una actitud falsa frente al pecado consiste en la tentativa – quizá inconsciente – de ignorarlo o  minimizarlo. La persona simplemente relega al inconsciente la sensación de la propia negatividad, no se preocupa de identificarla concentrándola en una actitud personal precisa para después combatirla con vehemencia como ocurre a veces cuando armamos la artillería de destrucción del mal, como máximo,  la persona que niega la fuerza del mal, una vaga sensación de inquietud pero no se preocupa por eso. Es una persona tranquila, difícil de entrar en crisis pero también de entusiasmarse, satisfecha de sí misma y de la propia observancia, siempre propia a auto absolverse o a concederse compensaciones en caso de necesidad. Tranquila, mediocre, le basta saber precisamente aquello que no se debe hacer, vive para evitar el mal, no para vivir bien y en plenitud. A veces vivimos así, buscamos la forma de “no mezclarnos”. No podría ser de otro modo – dice Cencini –  para  tender a la santidad es importante el sentido del propio pecado. Los Santos de hecho se han considerado siempre y con plena sinceridad y verdad, grandes pecadores. Es notable que el camino hacia la perfección cuando es verdadero conlleva una creciente toma de conciencia del pecado.
Esto es lo que hoy Jesús nos dice en la palabra, nos dice que el Espíritu Santo nos va a venir a mostrar dónde está el pecado, no a acusarnos del pecado sino a mostrarnos donde está para que su fuerza de destrucción, de oscuridad, de muerte no sea la que se lleve puesto nuestro ser personal sino que en la conciencia de su presencia con humildad, sencillez  y a la luz del Espíritu y su fuerza, podamos ir encontrando caminos de liberación a partir de la aceptación de la fuerza destructora que esconde la presencia del mal en nosotros. La actitud del publicano en el templo, el se para delante de Dios para decirle: Soy un pecador, no se anima a levantar la mirada. Y la no actitud del fariseo que delante de Dios se auto justifica a sí mismo pensando que son sus obras y su quehacer, con su oración, con su ayuno, con su comportamiento de caridad, ya está todo hecho, no hay mas nada por hacer. Dios no tiene lugar en un corazón así. El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad y para que podamos recuperar el vínculo que con el pecado hemos perdido la relación de filiación, por eso clama dentro de nosotros con gemidos inefables llamándolo a Dios por el nombre que tiene Padre. Este clamor del Espíritu nos libera de la orfandad y nos pone de cara a la fraternidad porque el Padre en el que creemos, es el Padre de todos y por lo tanto nos hermana el vínculo con él, con todos sin excluir a nadie. El Espíritu viene a obrar en nosotros la reconciliación con nosotros mismos y nuestra propia verdad, con el padre Dios que nos hermana en el vínculo con los demás. El Espíritu viene a poner las cosas en su lugar, en orden. Hay una fuerza escondida del pecado en nosotros que desdibuja su verdadera presencia porque tiene el poder de modificar nuestra percepción de la realidad. Es cuando el pecado se reviste de la culpabilidad y nos deja sin la posibilidad de ser salvados y una vez más bajo la ilusión de auto redimirnos.

Uno de los modos con los que nosotros solemos vincularnos mal a la fuerza del espíritu destructor que gira alrededor nuestro, a veces vive dentro de nosotros mismos, como decíamos es la obsesión de la culpa – entramos allí justamente  cuando no nos animamos a permanecer en la presencia del Espíritu como aquel que mostrándonos la fuerza del mal nos libera de la misma con la conciencia de su presencia y más aún con la fuerza que viene a liberarnos por la gracia del plan redentor. La conciencia de muchas personas es a veces agredida por los fantasmas de un pecado que quizá nunca se cometió o de las angustias de no merecer el perdón. Vivimos bajo la sombra de fantasmas sin terminar de encontrar realmente dónde está eso que nos oprime, por eso es tan importante abrirnos a la gracia del Espíritu para ponerle nombre y apellido a lo que nos pasa y desde ese lugar dar los pasos que necesitamos  para vivir en paz. Sería como una definición descriptiva de los escrúpulos, lo que nos hace falta para librarnos de esos fantasmas. La conciencia escrupulosa es algo así como un sentimiento inconciente de auto condenación y de una necesidad consecuente de expiación. Se manifiesta en dudas obsesivas que tienen como objeto la conducta del individuo, la gravedad moral de sus actos, las posibilidades de ser perdonado. Se manifiesta también en gestos repetitivos con finalidad expiatoria y requerimientos continuos de reafirmación desde lo exterior. Aparecen dos elementos centrales – dice CencinI – en la conciencia escrupulosa, el subjetivismo exasperante y un sentimiento de culpa que invade toda la conciencia psicológica. Es el mismo sujeto que se siente culpable, se condena, se tortura por una culpa que existe – sobre todo – en su mente pero que invade todo su ser. De hecho esta conducta auto punitiva representa otra forma de no integración del mal. Si el hombre – como dice Buber – es el que es capaz de hacerse culpable de explicar su culpabilidad, el escrupuloso es una excepción, no se hace sino que se siente siempre culpable y de una culpabilidad que no puede explicarse porque esta obligado a pensar siempre en ella. Es como un punto de partida para dar razón a su ser. La evolución psicológica del escrupuloso tiene por un lado una ilusión por otro lado una pretensión, además vive bajo el temor y tiene la certeza de que siempre va a decepcionarse a sí mismo. Vive bajo la figura de la condena y de la duda, es todo un sistema que se crea para no dar lugar a aquel que viene a poner luz para sacarnos de nosotros mismos y ser un punto de partida nuevo  para una nuevo nacimiento. La ilusión está construida en base de toda conciencia escrupulosa, existe un escrúpulo fundamental inconsciente, “no tengo que equivocarme”, “no puedo equivocarme” El deseo de perfección se confunde con un sueño de inhabilidad, este es un error peligroso – dice Cencini – porque induce a soñar lo imposible, mientras tanto repliega al individuo sobre sí mismo y concentra la atención de un modo meticuloso y casi obsesivo sobre sus acciones y sus progresos. La ilusión es inconsciente pero los progresos deberían ser bien visibles, bien palpables. Hay una pretensión del sueño de impecabilidad a la pretensión de definir el propio yo ideal y el paso – dice Cencini – es breve. Sin darse cuenta el individuo casi sustituye a Dios en la definición de lo que está bien y lo que está mal porque vive bajo la conciencia del bien y el mal en términos subjetivos. Se esconde en la conciencia escrupulosa un gran temor, con estas premisas es lógico esperar un temor tonto, el de admitir el propio pecado. Reconocerse pecador sería admitir el propio fracaso, sería como el fin del sueño, y en realidad es entorno al sueño de la impecabilidad donde permanece atado la conciencia del que es escrupuloso. Lo que se sigue de ello es la decepción, cuanto mayor es la expectativa perfeccionistas de la conciencia escrupulosa mayor es la caída, sea porque la pretensión es irrealizable, sea porque la persona vive en una tensión insoportable que le quita energía y lo hace mas vulnerable. Por querer tener todo en orden, por querer vivir de manera perfecta, por algún lado la cosa se escapa porque no es Dios, porque es humano y en el encuentro con la propia fragilidad surge entonces  la conciencia de la fuerza del mal que habitan por dentro y que hacen imposible constituirse o auto determinarse en el propio dios para vencerlo, solo Dios puede con esta realidad. Y nosotros podemos vivirla en paz cuando a la luz del Espíritu en el reconocimiento de nuestra propia fragilidad dejamos que sea Él quien nos reconstruya y nos redima.
Cuando se ha fracasado, cuando en el intento de la perfección que hemos construido nos dejamos vencer por la propia humanidad entonces en la vivencia del escrupuloso aparece la condena y aparece la auto acusación de no haber alcanzado lo que nos habíamos prometido en el sueño de permanecer impecables, allí aparece la angustia como un sentimiento que hunde. Todo nace de un lugar, un errada manera de concebir la perfección, de considerarnos perfectos o de creernos perfectos. Tal vez en esto la sociedad en que vivimos nos ofrece muchos modelos de supermujeres y superhombres llamados a la gran competencia para permanecer impecables delante de los demás en una auto construcción de nosotros mismos fuertemente narcisista para que al mirarnos delante del espejo, según aquel modelo, podamos definir qué es lo que verdaderamente es perfecto según lo que habíamos soñado y que no. Seguramente porque es una ilusión, porque no corresponde a la verdad de lo que somos, nunca alcanzaremos lo que supuestamente estamos llamados a ser, y a partir de ese desencuentro viene la depresión. Esto de la conciencia escrupulosa o esto del llamado al perfeccionismo exagerado, convive fuertemente en esta sociedad que se autodenomina a sí misma lejana de Dios. En realidad la escrupulosidad que viene de la mano de la auto perfección está asociada a un mecanismo de defensa que no le permite a Dios penetrar en lo mas profundo del ser para que, como dice hoy el evangelio, el Espíritu viene a mostrarnos donde está el pecado.
Cuando Dios viene a mostrarnos donde esta el pecado, no viene para gozarse de nosotros o para refregarnos el pecado. Cuando es Dios verdaderamente el que  muestra donde esta el pecado, el pecador o sea nosotros nos reconocemos abrazados por su infinita misericordia, y lejos de negar nuestra condición pecadora, con Pablo también decimos: Feliz culpa que nos mereció semejante encuentro!
Por el camino del sentimiento de culpa  generado por la perfección que nunca vamos a alcanzar según la imagen que nos hemos construido a nosotros mismos, lejos de la que Dios quiere para nosotros está escondida la imposibilidad de abrirnos a la palabra de Dios como aquella que puede guiarnos y darnos luz, traernos presencia pacificadora para el encuentro con el propio mal. La verdad de la presencia del mal en nosotros es grande y la  fuerza para negarlo también, o en todo caso para darle mas lugar del que se merece, la angustia en uno y en otro caso nos da en el corazón. Cuando la palabra de Dios en cambio viene a nuestro encuentro nos libera de la auto perfección, nos conduce la misma por el camino de la perfección entonces el sentimiento de liberación, de gozo, de alegría y de paz es grande, y el alcanzar lo que estamos llamados a ser, no deviene de una auto afirmación de nosotros mismos en la construcción de lo que estamos llamados a ser según un ideal que nos hemos hecho sino según un modelo que plantea la presencia de la palabra que en lo cotidiano viene a conducirnos, a guiarnos y a sostenernos. En realidad la conciencia escrupulosa que brota de la autoafirmación de nosotros mismos detrás de un ideal que nos hemos construido lejos de lo que estamos llamados a ser, como en un castillo de cristal se vence a partir de un encuentro que libera y que transforma al mismo tiempo. Es Dios que con verdad viene a mostrarnos donde está el pecado, no para ser condenado o liberado de el, sino porque a través de él Dios puede hacer las veces de Padre de misericordia. Sino reconocemos esto permanecemos en la mentira, dice Juan, quien dice que no tiene pecado es un mentiroso y Dios no puede obrar en su vida, la verdad no puede actuar. Es Dios el que tiene que mostrar, no yo el que tiene que definir por motu propio de que se trata.
En este sentido es bueno recuperar el examen de la vida o el examen de la conciencia a la luz del discernimiento, no a la luz de lo que está mandado o lo que me mandaron ser, sino de lo que estoy llamado a ser. En los mandatos que hemos recibido, en la educación a veces confundimos la presencia de los divino en uno mismo sin haberlo purificado y por lo tanto sencillamente bajo lo que aprendimos como deberíamos ser, nos quedamos infantilmente sin animarnos a ser lo que estamos llamados de la mente a ser. Sin duda que cuando la educación ha sido buena, cristiana, bajo valores que están contenidos en el evangelio, aún cuando no haya sido cristiana específicamente, nosotros encontramos allí mismo la presencia de Dios que nos ha acompañado a través de los mandatos recibidos en la misma educación, pero no es suficiente, Dios quiere mas que eso y ha venido a mostrarnos en una condición adulta lo que es proyecto de vida para nosotros valiéndose de todo lo que ocurrió en nuestra educación y yendo más allá, haciéndonos – ahora sí, como adultos – dueños de nuestro propio quehacer a la luz de su palabra. No según un modelo aprendido o reconstruido como mecanismo de defensa  a su intervención en nuestra propia vida. Para eso tiene que producirse un encuentro y puede ser el examen cotidiano de conciencia o el examen de vida en clave de discernimiento a la luz de la palabra de Dios, confrontando con ella, lo que nos ayuda a ir haciendo un proceso de liberación de las autoconstrucciones que hemos hecho de perfección en nosotros mismos y a partir de allí un camino de liberación de la culpa construida bajo la minuciosa perfección a la que estamos llamados a ser según algunos mandatos a los que hemos permanecido atados. Y allí Pablo va a decir que ya no siente culpa de nada porque la ley ha sido superada por la gracia y la justificación no viene de ninguna obra sino de la vida de la gracia que actúa en el corazón del que ha tenido un encuentro que rompió con todos los códigos que hasta aquí le contenían para comenzar a construir un nuevo códice bajo el signo de la caridad y del amor como única ley que lleva a la plenitud. De allí que la palabra con la que confrontamos para mirar, contemplar, observar nuestra propia conducta en camino a la plenitud debe ser siempre leída bajo el signo de la caridad, bajo la mirada del amor, el único capaz de transformar. Solo el amor transforma, solo el amor es capaz de hacer nuevas todas las cosas. No va por el camino de la ley, no va por los caminos de los mandatos, no es en la mirada obsesiva de lo que nos falta por alcanzar para ser perfectos donde vamos a encontrar la plenitud, es por la mirada contemplativa del amor de Dios en nuestra vida que en nuestra propia debilidad y fragilidad y sintiendo en nosotros la hincasón de un espíritu fuerte del mal que nos hace sentir la debilidad donde nos abrimos a la experiencia de plenitud en la misericordia de Dios, a eso viene el Espíritu Santo, a mostrar dónde está el pecado.