La mujer, testimonio de la presencia de Jesús

lunes, 21 de septiembre de 2009
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Catequesis del Viernes 18 de Setiembre

1.      «Lo acompañaban los Doce y algunas mujeres»

Desde el comienzo de la misión de Cristo, la mujer muestra, con relación a él y a todo su misterio, una particular sensibilidad que corresponde a una de las características de su feminidad. Además conviene señalar que esta verdad se confirma de manera particular en el misterio pascual, no solamente en el momento de la crucifixión sino todavía más al amanecer del día de la resurrección. Las mujeres son las primeras en estar junto al sepulcro. Son las primeras que lo encuentran vacío. Son las primeras en oír: «No está aquí: ha resucitado, como había dicho» (Mt 28,6). Son las primeras en abrazar sus pies (Mt 28,9). También son las primeras llamadas a anunciar esta verdad a los apóstoles (Mt 28,1-10; Lc 24,8-11).

 
El Evangelio de Juan (cf también Mc 16,9) pone de relieve el papel particular de María de Magdala. Es la primera que se encuentra con Cristo resucitado… Por eso mismo se la ha llamado «apóstol de los apóstoles». María de Magdala fue, ante los apóstoles, testimonio ocular de Cristo resucitado y, por esta razón, fue también la primera en dar testimonio de él ante los mismos.
 
Este acontecimiento es, en un sentido, como el coronamiento de todo lo que se ha dicho anteriormente sobre la transmisión, hecha por Cristo, de la verdad divina a las mujeres, en un plano de igualdad con los hombres. Se puede decir que así se han visto cumplidas las palabras del profeta: «Derramaré mi Espíritu en toda carne. Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán» (Jl 3,1). Cincuenta días después de la Resurrección de Cristo, estas palabras son de nuevo confirmadas en el Cenáculo de Jerusalén, al descender el Espíritu Santo, el Paráclito (Hch 2,17). Todo lo que aquí se ha dicho sobre la actitud de Cristo respecto a las mujeres confirma e ilumina, en el Espíritu Santo, la verdad sobre la igualdad del hombre y la mujer.
 

 
2.      María modelo de mujer

Afirmaron los Obispos en Puebla: “María es mujer. Es “la bendita entre todas las mujeres” En ella Dios dignificó a la mujer en dimensiones insospechadas. En María el Evangelio penetró la feminidad, la redimió y exaltó. Esto es de capital importancia para nuestro horizonte cultural, en el que la mujer debe ser valorada mucho más y donde sus tareas sociales se están definiendo más clara y ampliamente. María es garantía de la grandeza femenina, muestra la forma específica del ser mujer, con esa vocación de ser alma, entrega que espiritualice la carne y encarne el espíritu”(DP 299)

“En María el Evangelio penetró la feminidad”, tremenda afirmación para destacar cuánto de digno y de sagrado hay en cada mujer. En María tenemos la garantía de la verdadera espiritualidad cristiana por la “espiritualización de la carne y de la encarnación del espíritu”.

En Santo Domingo los Obispos dicen: “María ha representado un papel muy importante en la evangelización de las mujeres latinoamericanas y ha hecho de ellas evangelizadoras eficaces, como esposas, madres, religiosas, trabajadoras, campesinas, profesionales. Continuamente les inspira la fortaleza para dar la vida, inclinarse ante el dolor, resistir y dar esperanza cuando la vida está más amenazada, encontrar alternativas cuando los caminos se cierran, como compañera activa, libre y animadora de la sociedad” (SD 104)
 
La identidad de la Virgen y Madre de María ha calcado hondamente en nuestro pueblo latinoamericano, hasta el punto de ser parte constitutiva de su identidad cultural.

Las mujeres latinoamericanas asumen su compromiso evangelizador. Este compromiso se desarrolla comenzando por las familias, donde las mujeres, desde su rol de esposas y madres, vehiculizan la transmisión de los valores culturales y de la fe. Sumemos a esto, que en la tarea de la educación y formación de los hijos, son las mujeres las que más los acompañan y son interlocutoras con las instituciones y autoridades correspondientes.

 

3.      El papel de la mujer a la luz de María

María ilumina la vocación de la mujer en la vida de la Iglesia y de la sociedad, definiendo su diferencia con respecto al hombre. El modelo que representa María muestra claramente lo que es específico de la personalidad femenina.

En tiempos recientes, algunas corrientes del movimiento feminista, con el propósito de favorecer la emancipación de la mujer, han tratado de asimilarla en todo al hombre. Pero la intención divina, tal como se manifiesta en la creación, aunque quiere que la mujer sea igual al hombre por su dignidad y su valor, al mismo tiempo afirma con claridad su diversidad y su carácter específico. La identidad de la mujer no puede consistir en ser una copia del hombre, ya que esta dotada de cualidades y prerrogativas propias, que le confieren una peculiaridad autónoma, que siempre ha de promoverse y alentarse.

Estas prerrogativas y esta peculiaridad de la personalidad femenina han alcanzado su pleno desarrollo en María. En efecto, la plenitud de la gracia divina favorecía en ella todas las capacidades naturales típicas de la mujer.

El papel de María en la obra de la salvación depende totalmente del de Cristo. Se trata de una función única, exigida por la realización del misterio de la Encarnación: la maternidad de María era necesaria para dar al mundo el Salvador, verdadero Hijo de Dios, pero también perfectamente hombre.

La importancia de la cooperación de la mujer en la venida de Cristo se manifiesta en la iniciativa de Dios que, mediante el ángel, comunica a la Virgen de Nazaret su plan de salvación, para que pueda cooperar con él de modo consciente y libre, dando su propio consentimiento generoso.

Aquí se realiza el modelo más alto de colaboración responsable de la mujer en la redención del hombre -de todo el hombre-, que constituye la referencia trascendente para toda afirmación sobre el papel y la función de la mujer en la historia.

María, realizando esa forma de cooperación tan sublime, indica también el estilo mediante el cual la mujer debe cumplir concretamente su misión.

Ante el anuncio del ángel, la Virgen no manifiesta una actitud de reivindicación orgullosa, ni busca satisfacer ambiciones personales. San Lucas nos la presenta como una persona que sólo deseaba brindar su humilde servicio con total y confiada disponibilidad al plan divino de salvación. Este es el sentido de la respuesta: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc. 1, 38).

 
No se trata de una acogida puramente pasiva, pues da su consentimiento sólo después de haber manifestado la dificultad que nace de su propósito de virginidad, inspirado por su voluntad de pertenecer más totalmente al Señor.

Después de haber recibido la respuesta del ángel, María expresa inmediatamente su disponibilidad, conservando una actitud de humilde servicio.

Se trata del humilde y valioso servicio que tantas mujeres, siguiendo el ejemplo de María, han prestado y siguen prestando en la Iglesia para el desarrollo del reino de Cristo.

La figura de María recuerda a las mujeres de hoy el valor de la maternidad. En el mundo contemporáneo no siempre se da a este valor una justa y equilibrada importancia. En algunos casos, la necesidad del trabajo femenino para proveer a las exigencias cada vez mayores de la familia, y un concepto equivocado de libertad, que ve en el cuidado de los hijos un obstáculo a la autonomía y a las posibilidades de afirmación de la mujer, han ofuscado el significado de la maternidad para el desarrollo de la personalidad femenina. En otros, por el contrario, el aspecto de la generación biológica resume lo importante, que impide apreciar las otras posibilidades significativas que tiene la mujer de manifestar su vocación innata a la maternidad.

En María podemos comprender el verdadero significado de la maternidad, que alcanza su dimensión más alta en el plan divino de salvación. Gracias a ella, el hecho de ser madre no sólo permite a la personalidad femenina, orientada fundamentalmente hacia el don de la vida, su pleno desarrollo, sino que también constituye una respuesta de fe a la vocación propia de la mujer, que adquiere su valor más verdadero sólo a la luz de la alianza con Dios (cf. Mulieris dignitatem, 19).

Contemplando atentamente a María, también descubrimos en ella el modelo de la virginidad vivida por el Reino.

Virgen por excelencia, en su corazón madura el deseo de vivir en ese estado para afianzar una intimidad cada vez más profunda con Dios.

Mostrando a las mujeres llamadas a la castidad virginal el alto significado de esta vocación tan especial, María atrae su atención hacia la fecundidad espiritual que reviste en el plano divino: una maternidad de orden superior, una maternidad según el Espíritu (cf. ib., 21).

El corazón materno de María, abierto a todas las miserias humanas, recuerda también a las mujeres que el desarrollo de la personalidad femenina requiere el compromiso en favor de la caridad. La mujer, más sensible ante los valores del corazón, muestra una alta capacidad de entrega personal.

A cuantos en nuestra época proponen modelos egoístas para la afirmación de la personalidad femenina, la figura luminosa y santa de la Madre del Señor les muestra que sólo a través de la entrega y del olvido de sí por los demas se puede lograr la realización auténtica del proyecto divino sobre la propia vida.

Por tanto, la presencia de María estimula en las mujeres los sentimientos de misericordia y solidaridad con respecto a las situaciones humanas dolorosas, y suscita el deseo de aliviar las penas de quienes sufren: los pobres, los enfermos y cuantos necesitan ayuda.

 
En virtud de su vínculo particular con María, la mujer, a lo largo de la historia, ha representado a menudo la cercanía de Dios a las expectativas de bondad y ternura de la humanidad herida por el odio y el pecado, sembrando en el mundo las semillas de una civilización que sabe responder a la violencia con el amor.[1]

 

4.      Dos mujeres ejemplares de este tiempo

La Madre Teresa de Calcuta, religiosa católica de origen albanés, se hizo famosa, a pesar suyo, en todo el mundo, por haber vivido y cuidado de las personas más pobres del mundo, en Calcuta. Por su compromiso con los enfermos, los pobres y los débiles, en 1979 fue condecorada con el Premio Nobel de la Paz; mujer simple y modesta, completamente iluminada por la misión que realizaba para Dio, no quiso participar al habitual banquete de festejo, pero no rechazó el dinero que formaba parte del premio, con el que habría quitado el hambre a sus pobres en Calcuta, al menos por un año.

 
La joven Agnes, convertida en Madre Teresa (inspirándose en Teresa de Lisieux), después de haber realizado sus votos, fue a terminar sus estudios y luego a trabajar como maestra en Calcuta. El contacto con una realidad tan pobre y marginada la llevó a una profunda crisis interior, después de la cual tuvo la iniciativa de fundar, en 1950, la Congregación de las Misioneras de la Caridad, que sigue trabajando, incluso después de su muerte, el 5 de setiembre de 1997. La Congregación recibió del Papa Pablo VI en 1965 el título de ‘Congregación de derecho pontificio’ y la posibilidad de expandirse fuera de India. Una profunda amistad la vinculó con Juan Pablo II, con la ayuda del cual logró abrir tres casas de las Misioneras, ya presentes en todo el mundo, en la ciudad de Roma. Después de sólo dos años de su muerte, con una derogación especial, el mismo Pontífice hizo abrir el proceso de beatificación, que terminó en el 2003. La Madre Teresa fue, en efecto, beatificada el 19 de octubre de ese mismo año.
 
Silvia Lubich, llamada Chiara, fue otra personalidad femenina importantísima para la Iglesia, definida, durante la homilía de su funeral, por el Card. Tarcisio Bertone como uno de los ‘astros luminosos’ del siglo XX; fundó en 1943, año en el que realizó los votos de modo privado, la Obra de María, más conocida como Movimiento de los Focolares. Todo comenzó durante la Segunda Guerra Mundial, cuando su ciudad, Trento, fue bombardeada, y su familia obligada a transferirse. El contacto con el dolor y la destrucción le hizo desear ponerse al lado y al servicio de los más débiles, viviendo intensamente las enseñanzas del Evangelio; en esta aventura Chiara involucró inmediatamente a un grupo de jóvenes amigas suyas; además de la misión hacia los pobres, iniciaron a compartir todos los aspectos de la vida, comenzando incluso a vivir juntas.
 
Chiara recogió la invitación del Papa Pío XII a llevar a Dios en las plazas, en las casas, en las escuelas, en las fábricas: con este objetivo fundó el grupo de los ‘Voluntarios de Dios’, adultos comprometidos en la sociedad. El Papa Juan XXIII le dio, en 1962, una primera aprobación al Movimiento de los Focolares, pero el estatuto fue aprobado en 1990 por Juan Pablo II, quien le concedió asimismo al Movimiento el poder ser siempre guiado por una mujer. Se deben a la intuición de Chiara la formación del Movimiento Gen, dirigido a los jóvenes, y la creación de numerosas ciudadelas, difundidas por el mundo, en las que se vive la espiritualidad y la unidad de todo momento de la vida cotidiana. Chiara Lubich se dedicó también a abrir reales posibilidades de diálogo con otras religiones: durante su vida ha narrado su experiencia a monjes y monjas budistas en Tailandia, a los musulmanes de Harlem, a los judíos de Buenos Aires


[1] Catequesis de S.S. Juan Pablo II durante la audiencia general de los miércoles

6 de diciembre de 1998