27/01/2020 – “Los escribas que habían venido de Jerusalén decían: “Está poseído por Belzebul y expulsa a los demonios por el poder del Príncipe de los Demonios”.
Jesús los llamó y por medio de comparaciones les explicó: “¿Cómo Satanás va a expulsar a Satanás?
Un reino donde hay luchas internas no puede subsistir. Y una familia dividida tampoco puede subsistir. Por lo tanto, si Satanás se dividió, levantándose contra sí mismo, ya no puede subsistir, sino que ha llegado a su fin. Pero nadie puede entrar en la casa de un hombre fuerte y saquear sus bienes, si primero no lo ata. Sólo así podrá saquear la casa.
Les aseguro que todo será perdonado a los hombres: todos los pecados y cualquier blasfemia que profieran.
Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón jamás: es culpable de pecado para siempre”.
Jesús dijo esto porque ellos decían: “Está poseído por un espíritu impuro”.
San Marcos 3, 22-30
El Evangelio de hoy trae consigo un aspecto clave: “una familia dividida no puede subsistir” y Jesús aquí plantea una gran pregunta que siempre nos cuestiona, hay un pecado que no se puede perdonar que es la blasfemia contra el Espíritu Santo.
Esto último tiene que ver con el pecado de la obstinación, el ser duro de entendimiento, el no querer recibir la verdad, el no abrirse a la verdad, no porque Dios no quiera ni pueda perdonar sino porque nosotros no nos dejamos perdonar.
Toda la Gracia de Dios está frente a nuestra vida pero es aquello que no se puede perdonar lo que hace que nos cerremos a esa Gracia. Es en este ámbito en donde nuestra inteligencia, nuestra voluntad y donde nuestra libertad ponen en ejercicio sus cualidades más profundas, de tal forma que, en esta situación, cuando estamos obstinados, nos negamos a recibir la Gracia por voluntad propia.
Vemos en el Evangelio que, cuando Jesús inicia su vida pública anuncia la salvación y que el reino de Dios está cerca. En ese mismo instante comienzan a surgir las acusaciones de los escribas y Jesús sale a aclarar la situación.
Jesús rebate con argumentos a sus acusadores, y proclama solemnemente el gran pecado: el pecado contra el Espíritu Santo, que supone el rechazo total de Dios. Es cerrarse obstinadamente a la actuación del Espíritu que anima la predicación del Evangelio. Es rechazar el perdón y la salvación que Dios nos ofrece. Es no sentirse necesitado de salvación alguna, es no sentirse pecador. Y, claro, quien no se reconoce pecador se cierra al ofrecimiento del perdón y a la conversión que le llevaría a librarse de su pecado.
En las palabras del Señor queda al descubierto la realidad del hombre: la negación del Evangelio es un “NO” a Jesús. El aceptar el Evangelio que Cristo nos trae es decirle “SI” a la vida nueva que Cristo nos trae.
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