29/08/2025 – «La noche estrellada» de Vincent van Gogh es una de esas obras que trascienden el lienzo para instalarse en el imaginario colectivo. “Seguro todos en algún momento nos hemos cruzado con esta imagen, ¿no?, que ha sido muy reproducida”, comenta Candelaria Jurado, estudiante avanzada de la Licenciatura en Arte, al iniciar un recorrido por esta icónica pintura. Más que un simple paisaje, la obra es una ventana al alma de un artista que transformó su tormento en una belleza sobrecogedora, invitándonos a un viaje por un cielo que parece tener más de mar que de firmamento.
La génesis de la pintura está marcada por un profundo dolor. Van Gogh la creó en 1889, tan solo un año antes de su muerte, en un contexto de aislamiento y fragilidad emocional. “La pintó en un periodo en el que estuvo internado en un hospital psiquiátrico en Saint-Rémy-de-Provence, en el sur de Francia”, explica Jurado. Fue allí, tras el violento episodio con el pintor Paul Gauguin que culminó con la automutilación de su oreja, donde Van Gogh se internó por voluntad propia, encontrando en el arte un refugio y un medio para procesar su compleja realidad.
Desde el punto de vista técnico, la obra es un manifiesto del postimpresionismo, un momento en que, según Jurado, “los artistas empiezan a alejarse de la representación así como más fiel de la realidad y empiezan a acercarse a otra cosa”. Van Gogh utiliza pinceladas gruesas y cargadas de pintura para dar forma a un cielo turbulento y energético. “Si vemos el cielo de la noche estrellada, vemos que realista realista no es”, señala la especialista, destacando cómo el artista no busca la exactitud fotográfica, sino expresar una emoción intensa a través del color y el movimiento.
La composición es una amalgama de lo observado y lo recordado, un diálogo entre el mundo exterior y su universo interior. Aunque la vista general era la que tenía desde su ventana en el asilo, muchos elementos son fruto de su memoria y sentir. Jurado explica que el pueblo con sus techos puntiagudos “no existían en ese pueblo, sino que son más propios de un recuerdo de las ciudades en donde él había vivido de más chico”. El imponente ciprés en primer plano, un árbol “típico de los cementerios”, añade una capa simbólica sobre la vida y la muerte, reflejando el “diálogo ahí entre lo que él estaba observando y lo que él se estaba imaginando, lo que él estaba sintiendo”.
Este lienzo es inseparable de la figura de su creador, un hombre que descubrió su vocación tardíamente y produjo una obra monumental en apenas una década. A pesar de haber pintado cerca de 800 cuadros, Van Gogh “murió siendo un pintor que no le importaba mucho a la gente de su época”. Su vida, marcada por la pobreza, las crisis de salud mental y una búsqueda espiritual constante, encarna el arquetipo del genio incomprendido, cuyo reconocimiento masivo llegaría solo póstumamente.
Quizás esa mezcla de belleza trágica y genialidad es lo que explica su vigencia. Candelaria Jurado cree que hoy “tenemos los ojos como para ver la belleza de las pinturas de Van Gogh”, una sensibilidad que en su tiempo no fue comprendida. La fascinación responde también a esa “historia de un artista sufrido, medio loco”, que conecta con nuestras propias complejidades. Como anécdota, Jurado revela que en su cursillo de ingreso a la facultad, de entre 400 alumnos, “‘La noche estrellada’ fue la más elegida” como obra inspiradora, una prueba irrefutable de que, más de un siglo después, el cielo de Van Gogh sigue iluminando a nuevas generaciones.
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