02/06/2016 – En esta serie de catequesis nos adentraremos en la vida de los santos, “una nube de testigos” amigos en la fe. El primer santo será el Padre Pío de Pietrelcina, fraile capuchino, primer sacerdote estigmatizado. Pasada su infancia, adolescencia, el ingreso al noviciado y sus primeros votos, llegamos a una etapa oscura en la vida del P. Pío.
“Misericordia Dios mío, misericordia, que mi alma se refugia en ti, me refugio a las sombra de tus alas mientras pasa la calamidad Invoco al Dios Altísimo al Dios que hace tanto por mí. Desde el cielo me enviará la salvación, confundirá a los que ansían matarme, enviará su Gracia, su libertad. Estoy echado entre leones devoradores de hombres, sus dientes son lanzas y flechas, su lengua es una espada afilada. ¡Elévate sobre el cielo Dios mío y que tu gloria cubra toda la tierra!”
Salmo 56, 2-6
En San Giovanni Rotondo después de sufrir mucho con enfermedades, fuertes afecciones pulmonares, altas temperaturas no sabía si se podría ordenar sacerdote dado a que su estado de salud era muy delicado. Él quería ser fraile capuchino, pero cabía la posibilidad de que se convirtiera en sacerdote del clero. La congregación franciscana capuchina le exigía que viviera en Pietrelcina porque consideraba que era el mejor lugar para su salud. Allí había recibido las estigmas. Pero el Padre Pío encontró su lugar en el mundo en San Giovanni Rotondo: cuando vio desde lejos el convento de los frailes enclavado entre las montañas de Gargano dijo para sus adentros que nunca más se movería de allí.
En el convento de San Giovani Rotondo retoma la lectura de libros ascéticos, el estudio, la meditación de la Sagrada Escritura, la dirección espiritual a través de cartas a muchas personas y la formación de los jóvenes aspirantes al sacerdocio. En 1913 Jesús le había dicho: no temas yo te haré sufrir pero te daré la fuerza. Deseo que tu alma con cotidiano y oculto martirio sea purificada y sea probada.A hora se encuentra en ese estado interior de purificación. Está llegando al culmen.
Además de las pruebas físicas el fraile de Pietrelcina padece sufrimientos morales atroces, martirizantes que van aumentando la sensibilidad de su carácter.
Son reveladoras de su densidad algunas expresiones extraídas de diversas cartas escritas a sus hijas espirituales: ´Estoy siempre suspendido sobre el duro patíbulo de la cruz, sin consuelo y sin tregua. Mi alma se va marchitando en Su dolor. El peso del dolor me mata. Estoy sufriendo, inmensamente en el espíritu, que podría repetir sinceramente con el profeta: he caído en aguas profundas y me arrastra la corriente. Estoy exhausto de tanto gritar, y mi garganta se ha enrojecido. El temor y temblor me han sobrevenido y las tinieblas me han cubierto por todas partes (Salmo 63,3). Yo me encuentro dispuesto sobre este altar de dolores, lleno de angustia, y temo ser aplastado bajo la pesada prueba a la que el Señor me somete`.
El Padre estaba atormentado por terribles sugestiones, sentimientos de desconfianza, incertidumbre de haber correspondido al amor de Dios, temor de haber ofendido u ofender, también de modo leve, al Señor. Él no sabía ya qué camino recorrer para alcanzar a Dios. En la oscuridad, tenía miedo de tropezar o de caer a cada paso; temía que sus tribulaciones no fueran queridas o permitidas por el Señor; temía no haber resistido al primer asalto o hasta el final las insidias del demonio. En consecuencia, la fantasía le presentaba pensamientos inconfortables manteniéndolo en una angustia de mortal.
Estaba experimentando el fenómeno místico de la ´noche oscura`. Dios, con una luz muy intensa, había obnubilado su alma con el fin de poderla “purgar” antes de elevarla hacia vetas de contemplación. El enceguecedor esplendor, en vez de iluminar su espíritu, le causaba tormentos y tinieblas, extremas aflicciones y penas interiores que lo hacían gemir y exclamar:
´Mi Dios, estoy perdido y te he perdido, ¿pero te encontraré? ¿Me has condenado a vivir eternamente lejos de tu rostro? Me voy adentrando como puedo en esta oscura prisión, pero es arduo avanzar en la cerrada oscuridad de estas espesas tinieblas, entre el huracán y la tortuosa opresión del enemigo, que se aprovecha de la tormenta para hacerme caer y vencerme. Yo te busco Dios; pero, ¿dónde encontrarte? Ha desaparecido toda idea de un Dios Señor, Amo, Creador, Amor y Vida. Todo desapareció y yo-¡ay de mí!- me he perdido entre la espesa oscuridad de las más profundas tinieblas, caminando en vano entre recuerdos lejanos, buscando un amor perdido y sobre todo no pudiendo amar. ¡Oh, mi bien! ¿Dónde te encuentras? Yo te perdí, estoy perdido de tanto buscarte. Mi bien, ¿dónde estás? No te conozco más, y estoy perdido, pero es necesario buscarte, tú que eres la vida del alma que muere. ¡Mi Dios y Dios mío! No sabría decirte otra cosa: ¿porqué me has abandonado?` (Epist. I, 1028). En la desolación más negra, el Padre Pio consideraba su indignidad, su miseria moral frente a la grandeza y la santidad de Dios. Tenía la sensación de haber sido rechazado por el Señor, justo juez”. (1)
´Mi Dios, estoy perdido y te he perdido, ¿pero te encontraré? ¿Me has condenado a vivir eternamente lejos de tu rostro? Me voy adentrando como puedo en esta oscura prisión, pero es arduo avanzar en la cerrada oscuridad de estas espesas tinieblas, entre el huracán y la tortuosa opresión del enemigo, que se aprovecha de la tormenta para hacerme caer y vencerme. Yo te busco Dios; pero, ¿dónde encontrarte? Ha desaparecido toda idea de un Dios Señor, Amo, Creador, Amor y Vida. Todo desapareció y yo-¡ay de mí!- me he perdido entre la espesa oscuridad de las más profundas tinieblas, caminando en vano entre recuerdos lejanos, buscando un amor perdido y sobre todo no pudiendo amar. ¡Oh, mi bien! ¿Dónde te encuentras? Yo te perdí, estoy perdido de tanto buscarte. Mi bien, ¿dónde estás? No te conozco más, y estoy perdido, pero es necesario buscarte, tú que eres la vida del alma que muere. ¡Mi Dios y Dios mío! No sabría decirte otra cosa: ¿porqué me has abandonado?` (Epist. I, 1028).
En la desolación más negra, el Padre Pio consideraba su indignidad, su miseria moral frente a la grandeza y la santidad de Dios. Tenía la sensación de haber sido rechazado por el Señor, justo juez”. (1)
El secreto de la espiritualidad del Padre Pío estaba en su empatía con la Pascua de Cristo: “El Amor crucificado lo había transformado en ´¡crucificado de amor!`. El Padre Pío trataba de alcanzar la perfecta semejanza de Cristo. Quería revivir a Jesús, quería transformarse, configurarse, identificarse con Él. Quería vivir y obrar como había vivido y obrado el Redentor. En la base de esta relación amorosa estaba el sentimiento que los psicólogos llaman ´empatía`, es decir, la consciencia, el perfecto conocimiento de los pensamientos y de los afectos de Cristo y además la capacidad de entrar, de penetrar en su mentalidad para asumirla, dentro de una sensibilidad altero céntrica, tanto en los aspectos cognitivos como emotivos”. (2)
La empatía en Cristo es aquello que San Pablo en la Carta a los Filipenses, en el capítulo 2 versículo 5, nos invita a tener interiormente y que el Padre Pío, en su rica sensibilidad interior, le da la bienvenida: “tengan entre ustedes los mismos sentimientos de Cristo Jesús”.
“´Para amar verdaderamente a Jesús` dijo un día a uno de sus hijos espirituales ¡es necesario ser otro Jesús! Pero como el amor se prueba en el dolor, se muestra en el sufrimiento, el Padre Pío tenía el temor de no sufrir todavía bastante, y por lo tanto de no amar como habría querido. Entonces le pidió al Señor más penas para poderle ofrecer más amor. Miraba la cruz a las espaldas de su Amado y no comprendía su inmenso valor. Jesús le hablaba de sus dolores y, con una voz conjunta de dolor y de mandato, lo invitaba a poner su cuerpo para aligerar sus penas”. (3)
A nuestro amigo, el Padre Pío, se lo llamó el Cireneo de Cristo, porque verdaderamente ayudó a llevar la cruz de Nuestro Señor.
“El 5 y 6 de agosto del año 1918, en la celda número 5 del convento de San Giovanni Rotondo, se verificó un hecho extraordinario. El padre Pío, el 21 del mismo mes, así lo describió al Padre Benedicto de San Marcos en Lamis, su director espiritual:
´Yo no tengo el mérito para decirles lo que ocurrió en este periodo de superlativo martirio. Estaba confesando a nuestros muchachos la tarde del cinco, cuando en un instante me invadió un extremo terror ante la visión de un personaje celestial que se presentaba ante el ojo de mi inteligencia. Tenía en su mano una especie de arnés, similar a una larga lámina de hierro con la punta bien afilada y de la cual parecía que emanaba fuego. Ver todo esto y observar que dicho personaje desataba con violencia dicho arnés en el alma, fue una sola cosa. A duras penas logré emitir un lamento; me sentía morir. Dije al muchacho que se retirara, ya que me sentía mal y no tenía la fuerza para continuar. Este martirio duró, sin interrupción, hasta la mañana del día siete. Cuánto viví en este periodo doloroso no sabría decirlo. Veía que hasta mis entrañas eran arrancadas y desparramadas por ese arnés, y todo a hierro y fuego. Desde aquel día en adelante he sido herido de muerte. Siento en lo más íntimo del alma una herida que está siempre abierta, que me atormenta continuamente` (Epist. I, 1065).
El Padre Pio creía que se trataba de ´un nuevo castigo infringido por la justicia divina`, pero el Padre Benedicto con una respuesta clara y precisa lo tranquilizó asegurándole que todo lo que estaba sucediéndole no era ´una purga`, sino que era ´efecto del amor`”. (4)
Era el amor el que lo había herido profundamente y por dentro. “Ciertamente, Jesús había gratificado al místico de Pietrelcina con uno de sus dones más maravillosos y singulares: la transverberación. El término ´transverberación` significa ´traspasar, herir atravesando de lado a lado`. Es usado en la teología mística para indicar una herida que golpea el alma a través de una llaga, abierta con diversos medios, en el corazón o en el costado por un personaje celestial. Este fenómeno de la transverberación es fruto del amor y tiende al amor. Es llamado también ´asalto del serafín` por cuanto es llevado a cabo generalmente por un espíritu angélico que se sirve de una flecha o de un dardo para procurarle al alma, o incluso al cuerpo, la dulce y suave herida”. (5)
Este fenómeno lo había experimentado repetidas veces Santa Teresa de Ávila y da cuenta de ello también en un momento determinado el mismo San Juan de la Cruz. Teresa de Jesús dice que este fenómeno místico cura el alma o el cuerpo; es la dulce y suave vida del amor de Dios que sana todas las heridas.
La mística crucificante, y al mismo tiempo gozosa, con la que el Padre Pío comienza a experimentar la presencia de Dios le permite abrazar las heridas más hondas de su vida y, a su vez, le deja una herida que es propia del amor divino. “El 24 de agosto, el Padre Agustín de San Marcos en Lamis escribió a su discípulo:
´Jesús, desde la tarde del 5, hasta la mañana del día 6 de agosto te dio otra prueba de su amor especial. ¿No has pensado que el 6 era la Fiesta de la Transfiguración del Señor? Jesús no solo ha querido transfigurar tu espíritu, sino herirlo con una llaga que solamente Él podrá curar` (Epist. I, 1067 ss).
Y el Padre Pio, agradeció, confundido, ´a aquel que llagando, sana`. La transverberación era el preludio de la estigmatización. En efecto, Dios no concede una gracia al cuerpo sin haberla hecho antes al alma. El Seráfico traspasado del Gargano, purificado y fortalecido en el espíritu, estaba listo para recibir la gracia carismática del ´sello` de los estigmas del Señor. Aquellos ´signos` habrían confirmado su semejanza interior con Cristo. Él había pedido ser partícipe en los sufrimientos de Jesús, había vivido en el alma la Pasión del Hijo de Dios. Ahora podía encarnarla también en su cuerpo y transformarse así, en cierto modo, en el retrato visible, la imagen viva del Redentor”. (6) En definitiva, lo más importante en la vida de San Pío de Pietrelcina no son las gracias extraordinarias, sino la configuración de su experiencia interior con la Pascua de Cristo.
Padre Javier Soteras
Citas: 1- GENNARO PREZIUSO – Padre Pío. El apóstol del confesionario – Editorial Ciudad Nueva – Buenos Aires, 2009 – pág. 117-119. 2- Ib. pág. 119. 3- Ib. pág. 119-120. 4- Ib. pág. 120-121. 5- Ib. pág. 121. 6- Ib. pág. 121-122.
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