La Palabra de Dios que transforma y da vida

miércoles, 19 de mayo de 2021
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19/05/2021 – En Juan Juan 17,11-19 Jesús consagra al Padre a los que Él les dió para que los cuidara y los invitara a formar parte del misterio de amor entre Él y el Padre.

“Ya no estoy más en el mundo, pero ellos están en él; y yo vuelvo a ti. Padre santo, cuida en tu Nombre a aquellos que me diste, para que sean uno, como nosotros. Mientras estaba con ellos, cuidaba en tu Nombre a los que me diste; yo los protegía y no se perdió ninguno de ellos, excepto el que debía perderse, para que se cumpliera la Escritura. Pero ahora voy a ti, y digo esto estando en el mundo, para que mi gozo sea el de ellos y su gozo sea perfecto. Yo les comuniqué tu palabra, y el mundo los odió porque ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del Maligno. Ellos no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Conságralos en la verdad: tu palabra es verdad. Así como tú me enviaste al mundo, yo también los envío al mundo. Por ellos me consagro, para que también ellos sean consagrados en la verdad”.

Juan 17,11-19

 

 

 

A esto consagra Jesús a toda la humanidad. Él, que ahora vuelve al Padre, pero que al mismo tiempo se queda por la presencia de la Palabra que ha venido a habitar en medio de nosotros. Una presencia honda, profunda, que se ha instalado en la intra-historia de la humanidad para que desde ese lugar de Vida Nueva, con esa savia de transformación, nosotros dejándonos llevar por el peso propio de la Palabra nos dejemos transformar por su expresión creadora y recreadora.

“Lo que existía desde el principio, lo que hemos visto y oído, lo que tocaron nuestras manos y contemplamos acerca de la Palabra de la Vida, se lo anunciamos, para que también ustedes estén en comunión con nosotros” (1Jn, 1, 1-3).

Santo Tomás de Aquino decía: nosotros como artesanos de la Palabra, nos dejamos trabajar por Ella.

Dejarse moldear por la Palabra contemplada

Hoy contemplamos a la Palabra, a Jesús, orando, en comunión con el Padre, introduciéndonos a todos nosotros, de cara al misterio de unidad que existe entre el Padre y el Hijo y haciéndonos partícipe de ello. Éste es el punto de mayor credibilidad para el mundo: la unidad de los cristianos. Y tal vez sea la gran tarea del cristianismo en este tiempo, para renovar su anuncio: abandonar lo conocido y lo ya sabido hasta aquí, para animarnos a la novedad en la transformación de todo el quehacer del cristianismo en su modo de ordenarse detrás de Jesús y de estructurarse en torno a Jesús en su misión: anunciar el Evangelio. Este es el testimonio más esperado por la humanidad. El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan (Evangeli Nuntiandi, N° 40). Exige de nosotros, quienes evangelizamos, que les hablemos de un Dios que nosotros conocemos y tratamos familiarmente como si lo estuviéramos viendo (Evangeli Nuntiandi, N° 76). Ésta es la actitud de Moisés quien, al volver del monte donde estuvo conversando con Dios cara a cara, su rostro resplandecía.

Es en la contemplación, por el camino de la oración, en la búsqueda de la construcción de la verdad, en el esfuerzo por vencer las barreras que impiden el encuentro con los hermanos donde nosotros construimos ese testimonio del que el mundo tiene hambre, hambre de unidad. En romanos 10, 13-17 San Pablo nos muestra que, en nuestro ministerio de despertar y alimentar la fe de los hermanos, la Palabra ocupa el primer lugar. Nos dice: “todo el que invoque el nombre del Señor se salvará, pero cómo invocarlo sin creer en Él? Y como creer sin haber oído hablar de Él?¿Y cómo oír hablar de él, si nadie lo predica? ¿Y quiénes predicarán, si no se los envía? Como dice la Escritura: “¡Qué hermosos son los pasos de los que anuncian buenas noticias!”.

Pero no todos aceptan la Buena Noticia. Así lo dice Isaías: Señor, quién creyó en nuestra predicación? La fe, por lo tanto, nace de la predicación y la predicación se realiza en virtud de la Palabra de Cristo.” La Palabra que estamos llamados a anunciar la debemos reaprender en nosotros por la contemplación del misterio de unidad al que la Palabra nos consagra.
Hoy Jesús de alguna manera nos dice yo los consagro en la unidad. Y que el misterio de la unidad sea aquel que nos libere y nos proteja de la fuerza del maligno. Para esto hay que ser conscientes de las distancias que, por distintos motivos, en la sociedad se han ido creando. Entonces tenemos que pensar cómo y de qué manera vamos a tender puentes para la comunión.

Comunión a 360 grados

 

Siguiendo a esta maestra de la unidad que ha sido Chiara Lubich, ella decía que el misterio de la unidad se construye a 360°: hacia adentro de la comunidad eclesial, con los hermanos que comparten la mismos fe en Cristo, con los que creen en el mismo y único Dios, también en el encuentro con los que no creen, con los agnósticos, con los que se declaran a sí mismos ateos. Por todas partes.

Hay que tender puentes. Y en este sentido somos invitados a construir la unidad desde un trabajo sencillo pero constante de tender puentes.

Cada uno de nosotros, en el camino de la vida, tiene un puente que construir, donde se pueda ir y volver en doble mano o en doble sentido sin que haya dificultades. Allí donde el camino tiene que ser libre para que, con quien tengamos alguna distancia, la superemos y el encuentro pueda ser de ida y de vuelta. Te invito a que construyas puentes para acercarte a tu hijo, a tu esposo o esposa, a tu compañero de trabajo con quien tuviste problemas para poder hacer realidad el sueño de Dios en nuestro vida, sueño de unidad.

Una Palabra basta, como decía el centurión a Jesús, que no se consideraba digno de ir a Él, que con solo una Palabra su siervo sería sanado. La Palabra es desde donde tenemos que tirar los puentes. Y hoy el gemir de Jesús al Padre por la unidad puede ser la Palabra que nos permita estrechar distancias. Que sean uno. Dejemos que cale hondo esta expresión, que Jesús ore en nosotros y que aparezcan entonces los lugares donde más distancia sentimos. A veces la distancia es solo de piel, o ideológica, o física, o producida por un desencuentro, o la distancia que creó la frialdad.

Esta experiencia de tan solo una Palabra la vivió Chiara Lubich y así lo cuenta en su Doctrina Espiritual: estábamos en guerra, varias jóvenes y yo en lo oscuro de un lugar cerrado, algo así como un sótano. A la luz de una vela leíamos el testamento de Jesús, su oración por la unidad, lo leíamos entero; aquellas difíciles Palabras parecían iluminarse una a una; teníamos la impresión de comprenderlas y sentimos sobre todo que aquella era la Carta Magna de nuestra vida y de todo lo que estaba por nacer a nuestro alrededor. Qué testimonio para estos tiempos de la Iglesia, esta mujer, que se dejó llevar por el Espíritu junto a otras jóvenes, en un momento tan crítico como el de la Segunda Guerra Mundial, llegando a ser un líder muy significativo para la Iglesia y para la humanidad. Se dejó ganar por la Palabra de Dios, la tomó en serio.

Las Palabras de Jesús poseen una densidad y profundidad que otras palabras no tienen, sea de filósofos, políticos, poetas. Las Palabras de Jesús son espíritu y vida. A veces, cuando estamos en un brete, la Palabra tiene la posibilidad de ensanchar el alma, abrir el camino por delante, se despierta un gran horizonte ante nosotros. Es Palabra viva, actuante en lo hondo de nuestro ser.

La Palabra tiende puentes

La construcción de la unidad es un trabajo diario. A veces la distancia más larga a recorrer es para articular y unir, para sintonizar lo que pensamos, lo que sentimos en nuestro corazón y lo que actuamos. Hay que tender puentes interiores en el corazón. Y con unidad interior y armonía, poder animarse a invitar a otros a construir los puentes de la humanidad. Ése es el sueño de Dios, una humanidad unida. Debemos tener un corazón inteligente, o una inteligencia amante. Cuando la mente, con su agudeza, se hace amante, hemos logrado establecer la más profunda de las armonías de la unidad en el centro mismo de ser hombre, y así estamos capacitados para llegar hasta donde el Espíritu nos quiera llevar. Esta compaginación de lo que interiormente tenemos desfragmentado, es una ardua tarea de saber cómo estamos nosotros mismos, y entonces dejarnos conducir por Dios. En la paz, el gozo, la alegría, reconocemos que es Dios que nos impulsa. Hay que liberar los espacios más oscuros y lúgubres en nosotros, para que entre la Luz.

 

La experiencia de aquellos que han hecho de la Palabra el gran motivo de su vida, como Chiara Lubich, nos alienta en este sentido. O como Francois Van Thuan, que cuenta: cuando era alumno en el Seminario Menor de Annin, un sacerdote vietnamita, profesor, me hizo comprender la importancia de llevar siempre conmigo el Evangelio. Se había convertido del budismo y provenía de una familia mandarina; era un intelectual: llevaba siempre encima, colgado al cuello, el Nuevo Testamento, como se lleva el viático. Cuando dejó el Seminario para desempeñar otro cargo, me dejó en herencia ese libro, su tesoro más precioso. El ejemplo de este santo sacerdote, que se llamaba José María Thich, siempre vivo en mi corazón, me ayudó mucho en la cárcel durante el período de aislamiento. Aquellos años seguí adelante porque la Palabra de Dios era «antorcha para mis pasos, luz para mi sendero» (cf. Sal 119,105).”