17/02/2017 – Tomando el salmo 119, el más largo de todos, nos invita a reflexionar en torno a la Palabra que es vida, la Palabra que en María ha encontrado el lugar de cobijo y también en nosotros la Palabra está llamada a producir mucho fruto. Como dice la parábola del sembrador, al 30, al 60 el 101%, depende de cómo la recibimos cómo trabaja en nosotros.
¿Cómo un joven llevará una vida honesta? Cumpliendo tus palabras. Yo te busco de todo corazón: no permitas que me aparte de tus mandamientos. Conservo tu palabra en mi corazón, para no pecar contra ti. Tú eres bendito, Señor: enséñame tus preceptos. Yo proclamo con mis labios todos los juicios de tu boca. Me alegro de cumplir tus prescripciones, más que de todas las riquezas. Meditaré tus leyes y tendré en cuenta tus caminos. Mi alegría está en tus preceptos: no me olvidaré de tu palabra.
Salmo 119,9-16
El Salmo 119 según la tradición judía es un Salmo muy especial, único en su género. Lo es ante todo por su extensión: está compuesto por 176 versículos divididos en 22 estrofas de ocho versículos cada una. Luego tiene la peculiaridad de que es un «acróstico alfabético»: es decir, está construido según el alfabeto hebreo, que se compone de 22 letras. Cada estrofa corresponde a una letra de ese alfabeto, y con dicha letra comienza la primera palabra de los ocho versículos de la estrofa. Se trata de una construcción literaria original y muy laboriosa, donde el autor del Salmo tuvo que desplegar toda su habilidad.
Pero lo más importante para nosotros es la temática central de este Salmo: se trata, en efecto, de un imponente y solemne canto sobre la Torá del Señor, es decir, sobre su Ley, término que, en su acepción más amplia y completa, se ha de entender como enseñanza, instrucción, directriz de vida; la Torá es revelación, es Palabra de Dios que interpela al hombre y provoca en él la respuesta de obediencia confiada y de amor generoso. Y de amor por la Palabra de Dios está impregnado todo este Salmo, que celebra su belleza, su fuerza salvífica, su capacidad de dar alegría y vida. Porque la Ley divina no es yugo pesado de esclavitud, sino don de gracia que libera y conduce a la felicidad.
«Tus decretos son mi delicia, no olvidaré tus palabras», afirma el salmista (v. 16); y luego: «Guíame por la senda de tus mandatos, porque ella es mi gozo» (v. 35); y también: «¡Cuánto amo tu ley! Todo el día la estoy meditando» (v. 97). La Ley del Señor, su Palabra, es el centro de la vida del orante; en ella encuentra consuelo, la hace objeto de meditación, la conserva en su corazón: «En mi corazón escondo tus consignas, así no pecaré contra ti» (v. 11); este es el secreto de la felicidad del salmista; y añade: «Los insolentes urden engaños contra mí, pero yo custodio tus mandatos de todo corazón» (v. 69). Es decir, el salmista guarda la Palabra en su corazón.
La Palabra leída de manera orante es solidez en quien sigue a Jesús como discípulo. De hecho el Concilio Vaticano II ha puesto en el centro de la piedad, no la devoción, sino también el encuentro con la Palabra de Dios que junto con la eucaristía se convierten en lugar de solidez para la vida orante. Hay momentos de la vida en donde Dios nos habló a través de su Palabra confirmándonos, abriendo nuevos caminos, trayendo solidez o consolando. En el corazón se siente que no sólo esa Palabra es cierta sino que es para mí, a modo personal. La Palabra de Dios es transformadora, “no vuelve al cielo antes de haber empapado la tierra”.
La fidelidad del salmista nace de la escucha de la Palabra, de custodiarla en su interior, meditándola y amándola, precisamente como María, que «conservaba, meditándolas en su corazón» las palabras que le habían sido dirigidas y los acontecimientos maravillosos en los que Dios se revelaba, pidiendo su asentimiento de fe (cf. Lc 2, 19.51). No la conservaba poniéndola en la biblioteca ni bajo llave, sino que la guardaba compartiéndola con otros.
Si nuestro Salmo comienza en los primeros versículos proclamando «dichoso» «el que camina en la Ley del Señor» (v. 1b) y «el que guarda sus preceptos» (v. 2a), es también la Virgen María quien lleva a cumplimiento la perfecta figura del creyente descrito por el salmista. En efecto, ella es la verdadera «dichosa», proclamada como tal por Isabel «porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1, 45), y de ella y de su fe Jesús mismo da testimonio cuando, a la mujer que había gritado «Bienaventurado el vientre que te llevó», responde: «Mejor, bienaventurados los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen» (Lc 11, 27-28). La Palabra en María es cimiento, fundamento y su razón de ser. Ella está consagrada a la Palabra, que es su Hijo que se hizo carne. Ciertamente María es bienaventurada porque su vientre llevó al Salvador, pero sobre todo porque acogió el anuncio de Dios, porque fue una custodia atenta y amorosa de su Palabra. Leerla, meditarla, dejar que interpele nuestra vida es entrar en contacto con Jesús que quiere ser fundamento de nuestra existencia para que nuestro proyecto de vida esté solidificado en Él. A María la Palabra la guía y con nosotros también quiere ser así.
La ley divina, objeto del amor apasionado del salmista y de todo creyente, es fuente de vida. El deseo de comprenderla, de observarla, de orientar hacia ella todo su ser es la característica del hombre justo y fiel al Señor, que la «medita día y noche», come reza el Salmo 1 (v. 2); es una ley, la ley de Dios, para llevar «en el corazón», come dice el conocido texto del Shema en el Deuteronomio: «Escucha, Israel… Estas palabras que yo te mando hoy estarán en tu corazón, se las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado» (6, 4.6-7).
La Ley de Dios, centro de la vida, exige la escucha del corazón, una escucha hecha de obediencia no servil, sino filial, confiada, consciente, como quien es atraído por esta fuerza seductora. La escucha de la Palabra es encuentro personal con el Señor de la vida, un encuentro que se debe traducir en decisiones concretas y convertirse en camino y seguimiento. Cuando preguntan a Jesús qué hay que hacer para alcanzar la vida eterna, él señala el camino de la observancia de la Ley, pero indicando cómo hacer para cumplirla totalmente: «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo; y luego ven y sígueme» (Mc 10, 21 y par.). El cumplimiento de la Ley es seguir a Jesús, ir por el camino de Jesús, en compañía de Jesús. No se trata solo de contar con la Palabra en el camino sino hacerlo centro de nuestras vidas. La Palabra de Dios viene a recordarte que en lo más hondo de tu ser está inscripta. Ponela una vez más en el centro de tu existencia para que puedas vivir desde ella y en ella. Por lo tanto, dejemos al Señor que nos ponga en el corazón este amor a su Palabra, y nos done tenerlo siempre a él y su santa voluntad en el centro de nuestra vida. Pidamos que nuestra oración y toda nuestra vida sean iluminadas por la Palabra de Dios, lámpara para nuestros pasos y luz en nuestro camino, como dice el Salmo 119 (cf. v. 105), de modo que nuestro andar sea seguro, en la tierra de los hombres. Y María, que acogió y engendró la Palabra, sea nuestra guía y consuelo, estrella polar que indica la senda de la felicidad.
Entonces también nosotros podremos gozar en nuestra oración, como el orante del Salmo 16, de los dones inesperados del Señor y de la inmerecida heredad que nos tocó en suerte: «El Señor es el lote de mi heredad y mi copa… Me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad» (Sal 16, 5.6).
Padre Javier Soteras
Material elaborado en base a una Catequesis del Papa Benedicto XVI en la Audiencia General del 9 de noviembre del 2011
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