La Redención en El Evangelio de Juan

domingo, 19 de abril de 2009
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Vamos a ir concluyendo con este trayecto que hemos ido realizando tres martes atrás haciendo un camino y descubriendo en los distintos evangelios qué va revelando el Señor a través del relato, del mensaje de cada uno de los evangelistas y también lo hemos hecho sintéticamente sobre el Antiguo Testamento.
Recordaremos que Mateo hablaba respecto a la Redención. La entendía como que venía con una respuesta clara y concreta como liberación del pecado en esta experiencia de la propia culpa y la situación de esclavitud del pecado. La Redención venía como liberación del pecado.
Luego fuimos descubriendo a Marcos, que hablaba del modelo de Redención como una propuesta que viene a responder a la situación de necesidad de liberarnos, esta necesidad de ser rescatados de las ataduras y amenazas tanto internas como externas, como una curación de nuestras enfermedades que nos impiden vivir plenamente, en libertad. La Redención viene muy claramente, manifestada a través de los signos de los milagros, a sacarnos de ese lugar. Y justamente la Resurrección es el signo más claro que nos libera, que nos redime, que nos rescata de este lugar del cual creemos que no podemos salir. Por supuesto, que solos no podemos. El Señor es el que nos rescata, el que paga con su vida para poder tenernos a nosotros como el verdadero premio de su corazón.
Recordamos el modelo de Redención que Lucas nos va presentando en su evangelio. Una respuesta a la necesidad del estado de ignorancia en el que estamos. Cuando vemos la vida opaca, con falta de sentido. En un trayecto, en un camino que nos va mostrando Jesús en Su vida, allí nos va descubriendo que la vida tiene verdadero sentido en Él.

Vamos a ir cerrando este trayecto consecutivo que hemos ido mirando con los evangelistas Mateo, Marcos y Lucas. Y vamos a descubrir la profundidad que nos regala el Evangelio de San Juan acerca de la Redención.

Al Evangelio de San Juan se le ha llamado “El Evangelio espiritual” porque es el testimonio de un hombre y una comunidad que en el curso de las largas meditaciones ha ido progresando con la ayuda del Espíritu hacia la verdad entera. El autor es, probablemente -según la fuente más clara-, Juan. Pero sabemos que su obra se fue formando en varias etapas hasta la redacción final hacia los años 95 y 100 D.C. Puede pensarse que también hay una escuela joánica, es decir, un grupo de discípulos que van meditando, profundizando en las enseñanzas del apóstol. No es que Juan se sentó a escribir en sus tiempos libres la historia, sino que esto el mensaje se va elaborando a través del tiempo y es lo que nosotros hoy recibimos.

A Juan le gustan los conjuntos unificados. Más allá de los relatos rápidos de los milagros como está en los evangelios sinópticos, Juan tiene amplias narraciones. Por ejemplo, de los siete milagros escogidos, cuatro son particulares de Juan y luego están acompañados frecuentemente de discursos y se van convirtiendo para Juan en ocasiones de alguna catequesis. Juan parte gustosamente de realidades que son concretas. Por ejemplo, el agua, el pan, el nacimiento. Pero de esta realidad, desde allí, él muestra cómo pueden ellas mismas hacernos subir a un plano superior, es decir, profundizar. Estas realidades cotidianas son para él simbólicas, permiten evocar el mundo de Dios o, mejor dicho, crean un vínculo con el mundo de Dios. Por eso, el sentido de la palabra “símbolo”, que quiere decir etimológicamente “lo que une”. Juan en estos símbolos del agua, del pan, de algunos personajes que se encuentran en la palabra, nos va ayudando a ingresar, a través de estos signos concretos de la vida, a profundizar más en el mensaje que Jesús nos quiere dejar.
En 1 Jn, 1, 1 nosotros escuchamos que dice: “Lo que oímos, lo que vieron nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos de la Palabra que es vida”. Eso es lo que Juan nos va a anunciar. Es una confidencia que resume muy bien la experiencia que Juan ha tenido. A diferencia del apóstol Pablo, que un tiempo antes de su conversión, Jesús era un impostor y luego se convierte y para él es su Señor, Juan no conoce esa ruptura. Juan durante varios años fue amigos de un hombre, de un profeta. Este hombre muy humano que tiene nuestro cuerpo, nuestra psicología. Este Jesús muy humano que nos presenta Juan, que se cansa, que se sienta en el brocal del pozo y pide de beber a una mujer desconocida que está allí- en el capítulo 4 lo vemos-, que tiene un sitio donde puede cobijar una noche a sus amigos, que tiene amigos- Lázaro, María, Marta- conoce la desazón, también llora por su amigo Lázaro. Este hombre es el que está conociendo Juan y, tras la noche de la Pasión, descubre maravillado que su amigo, ése con el que comparte la vida, las cosas tan sencillas y cotidianas era el Hijo de Dios, ES el Hijo de Dios. Y esa es la paradoja del Jesús de Juan: es un ser muy humano al que se puede ver y tocar, pero en Él, con los ojos iluminados por el Espíritu, se va percibiendo este misterio inaudito del Verbo, este misterio del Hijo de Dios.

Esta introducción es importante que las tengamos en cuenta porque vamos a ir descubriendo cómo el modelo de Redención que nos propone Juan es un modelo de divinización en el que Dios se humaniza para que el hombre quede divinizado: “Un Dios que se hace hombre” como lo dice Juan en Prólogo, en el primer capítulo de su Evangelio “Cómo el Verbo de Dios se hace carne y habita entre nosotros”. Con Su venida al mundo nos da la posibilidad de ser hijos de Dios de tal manera que, como lo dice allí, hemos nacido a esa vida no de la sangre ni de la voluntad de la carne ni de varón, sino de Dios.
Es así entonces que creemos nosotros y es lindo reflexionarlo, masticarlo, redescubrirlo: el Hijo de Dios se hace hombre para que nosotros tengamos en la naturaleza divina y en su relación con el Padre, que es parte de esta naturaleza divina. De la misma manera, que Él es uno con el Padre, nosotros podemos ser uno con Dios, pero por medio de Jesucristo. ¿Qué es esto de la divinización? Esto se va manifestando en Jesús a través de la revelación que Él mismo hace. No es que Jesús escribe un libro y lo entrega a todos o les arma algo o les da un manual de instrucciones para descubrir cómo es Dios, sino que Jesús va manifestando con palabras quién es Dios y también signos. “Quien me ve a Mí ve al Padre”. En la presencia de Jesús se puede descubrir. Juan dice: “La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”. Y aclara: “Y hemos visto Su gloria”. Esa gloria de Dios que se manifiesta en signos, los milagros, la presencia de Jesús, las palabras. Allí se va revelando el Padre, quién es el Padre del que viene a hablar Jesús. Así es transmisor de vida Jesús para todos los hombres que estemos dispuestos a recibirlo.
Quiero dejarte algo para que puedas compartir: Jesús es el modelo, es el camino, pero no es solamente eso. Yo pensaba que Jesús no es un cuadro que está quieto y que yo tengo que copiar. O- utilizando la imagen de recién- un manual de instrucciones que yo tengo que copiar. Jesús en Su presencia, en Su vida es activo, comunica vida divina, a nosotros nos comunica esa vida divina que de otro modo no podríamos alcanzar, no podríamos alcanzar por nosotros mismos. Es en este lugar en el que Juan nos va mostrando cómo Jesús revela al Padre, pero también nos va regalando de Su vida. Y este regalo, dice Juan, se da con mayor plenitud en la consumación de Su amor que es la muerte. Allí se da la comunicación de la vida divina a todos los que creemos en Él. Dice en el capítulo 13: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo”. Es fuerte: nos amó hasta el extremo. La muerte, el signo más visible y concreto de Su amor. ¿En qué gestos, en qué situaciones, en qué signos de tu vida, en qué acciones percibís este amor de Jesús que quiere divinizarte, que quiere derramar sobre tu vida Su acción redentora? Este amor lo vas a poder descubrir en tu vida si hacés un momento de reflexión. Y ahí vas a ver que Jesús en el camino de tu vida se va haciendo presente. El tema es que no nos detenemos a pensarlo y a descubrirlo con el corazón los dones espirituales de Su gracia, que libremente nos ha regalado.

Me olvidaba de contarte. No sé si habrás visto que en algunas iglesias en el ábside, que es la esquina entre una cúpula y la otra, aparecen algunos animales que representan a los evangelistas. Recuerdo que Juan está representado con un águila. ¿Por qué? Porque el águila es ese animal que tiene esa mirada desde lo alto hacia abajo, muy detallada, es decir, tiene una gran vista, puede detectar su presa desde muchos metros de altura. Y la presa, sin saber que está siendo acechada por este animal sigue tranquila y el águila directamente llega hasta esa presa y se la lleva. ¿Por qué en Juan? Porque Juan tiene esta mirada de profundidad, tiene esta mirada que llega mucho más allá de lo que nosotros podemos leer y descubrir. Por eso, yo te compartía esta realidad de los símbolos de Juan en el pan, en el agua, en el nacimiento, en los personajes con los que va hablando Jesús. Allí Juan con palabras sencillas nos va ayudando a que penetremos en la profundidad del misterio de Jesús que, obviamente, es realmente inagotable.

En el Evangelio de San Juan, al que vamos tratando de ingresar poco a poco en lo profundo del mensaje y especialmente en el modelo de redención, parece que podemos ver allí que este modelo de redención se dirige a estos hombres angustiados por estas preguntas existenciales de “¿dónde?” y “¿a dónde?” Juan, con su respuesta, nos va a invitar a nosotros como parte de esos hombres que preguntamos ¿dónde? y ¿a dónde? nos va a invitar a que nos elevemos sobre lo terrenal, sobre lo transitorio de nuestra existencia, a pensar encima de lo eventual y de lo histórico y a romper las barreras de nuestra limitación y nos va a prometer la vida eterna Jesús. Una nueva calidad de vida manifestada en la vida divina sobre la transitoriedad humana. Esto que experimentamos día a día. Esto de que hoy es y mañana pasa, hoy somos jóvenes y mañana somos viejos, hoy estamos así, mañana quizás no estemos. Esto es lo que a veces va dando vuelta en el corazón y nos va llenando de angustia y nos va haciendo surgir preguntas. Allí aparece el Señor con su propuesta de vida.
Por eso, el mensaje de Evangelio de Juan es “Cristo nos ama hasta el fin”. La divinización, según Juan va a significar que Dios nos llena de su infinito amor y que nos va a llenar de la capacidad de amar. No es un trabajo nuestro solamente. La capacidad de amar la va a otorgar, la va a regalar el Señor cuando nos derrama la participación en la vida divina porque el tiene LA capacidad de amar. Como lo hemos venido viendo en los otros evangelistas, el modelo de redención de Juan también responde a algunas necesidades que el hombre va teniendo a lo largo de su vida.

A una de ellas es a la que hacíamos referencia recién. Estamos todos incorporados en esta necesidad. Esta experiencia que hacemos de que las cosas son caducas, de calidad de vida mortal nuestra. Es decir, experimentamos el término de nuestro cuerpo, comprendemos que no hay nada que sea consistente, que en este tiempo todo cambia, todo muere. Y la fragilidad que experimentamos nos lleva a este sentimiento que estimula en nosotros el ansia de lo permanente. Es decir, ante esta necesidad producida porque todo va cambiando, todo se va transformando y nosotros vamos justamente “en camino” en nuestra propia vida, aparece esta necesidad, esta ansiedad de que todo sea permanente, de aquello que me dé descanso, en ese lugar me pueda quedar.
Y nos preguntamos ante esta realidad ¿por qué en nuestra naturaleza humana, transitoria pasa esto? ¿Por qué tenemos esta ansiedad de los permanente? Y descubrimos algo muy bello: Dios ha sembrado en nosotros un germen divino para que podamos ser divinizados y participar de la eterna juventud de Dios. Es importante apuntar esto: tenemos este rasgo de Dios puesto en nuestro corazón, esta necesidad de lo eterno. Hay una canción de una hermana evangélica que habla de que lo eterno, de que tiempo no bastaba para mostrar la grandeza de Dios y, por eso, Él creó lo eterno. Creo que eso ejemplifica muy claramente esto.
Te invito a que puedas hacer de esto que vamos compartiendo parte de tu vida, vos, que manejás un camión, vos, que estás en la fábrica, vos, que estás estudiando, que estás haciendo la comida. ¿Qué tengo que ver con lo eterno? Por supuesto que tenemos que ver. Está en el corazón, pensá un poquito, descubrí que allí hay una ansia de que permanezca. Cuando hay amor, es el grito del corazón “¡Yo quiero estar con vos! No quiero separarme más. Quiero estar en un eterno contacto”. Tenemos el ansia de lo permanente en el corazón, ése es el signo de la vida divina que a veces nosotros solemos tapar.

Te preguntaba en qué gestos o signos percibís que el Señor Jesús, que Dios, quiere divinizarte. Es esta comunicación de la vida divina lo que Jesús viene a hacer, viene a revelar a Padre. Y esto no es teoría, esto es realidad. Y lo va haciendo en el transcurso de la vida. El problema está en nuestro corazón que, por pasar rápido, apurado, no puede descubrir cada día la acción divina en cada conversación, en cada hecho, en cada palabra, en cada mirada que tenemos con los demás, en cada encuentro con otros y con el Señor cómo Dios va derramando concretamente su acción divina en nuestra vida.

Otra necesidad a la que da respuesta el Evangelio de Juan es la indisposición para la vida. Es decir, no estar dispuesto a la vida, estar cerrado. En esta vida moderna en la que nosotros descubrimos que hay una creciente manifestación de conductas narcisistas, aquél que continuamente se está mirando: ¿Qué hago? ¿Qué digo? ¿Cómo lo digo? ¿Cómo voy a quedar ante los demás? Así vamos cayendo prisioneros de nosotros mismos y somos incapaces de amar a los demás y creemos que nos estamos amando a nosotros mismos. Incapaces de salir de nosotros y fijarnos en el otro. Y esa incapacidad la terminamos pagando caro, muy caro, al elevado precio de la soledad y del aislamiento.
Vivimos preocupados buscando todo el tiempo, desarrollando nuevas estrategias, gastando toda nuestra energía en encontrar maneras de protegernos contra todo tipo de desengaño, de mi amigo, de mi esposa, de mi vecino, de mi compañero de trabajo. “Ya se equivocó una vez, ya me engañó una vez, me faltó el respeto una vez, me tengo que estar cuidando por las dudas aparezca de nuevo porque tengo que cuidar mi interior, debo estar allí, atento para no sentirme golpeado una vez más”. El tema es que no nos damos cuenta de que disposición va impidiendo el desarrollo de nuestra capacidad de amar. Es como que estamos agazapados esperando el ataque para responder. A veces nos pasa con personas con las cuales no congeniamos. Todo el tiempo estamos como armados. Esto de “colocar la otra mejilla”, que el Evangelio nos propone, de caminar un poco más con el hermano que nos dice que lo acompañemos determinada cantidad de kilómetros, a veces no funciona entre nosotros, no queremos darle cause. Y estamos como agazapados, como constantemente armados. Nos hemos puesto una armadura para que nuestro corazón pueda cubrirse de lo que el otro le va diciendo y así voy desarrollando la incapacidad de amar.
Voy desarrollando la incapacidad de abrirme al otro. Voy desarrollando la cerrazón y no permito que se ensanche mi corazón. Te pregunto: ¿Cómo descubrís vos que Jesús puede venir a esta realidad mezquina de nuestro corazón a responder? ¿Cómo pensás vos que Jesús puede responder a estos lugares de asilamiento y de cerrazón que tenemos nosotros? ¿Cómo viene a responder Jesús? ¿Qué te dicta el corazón? ¿Qué te inspira el Espíritu Santo a decir, a expresar? ¿Cómo salimos de este lugar con la fuerza de la acción divina?

Me daba vuelta en el corazón esto de divinizar todos los ámbitos de mi vida. Jesús no viene solamente a divinizar en el aspecto espiritual. Jesús no se queda ahí. Jesús quiere llegar a toda tu vida, a toda mi vida: al aspecto laboral, al aspecto familiar, al aspecto vincular con mis amigos, con mi familia. El Señor no quiere dejar ningún aspecto fuera porque todos hacen a nuestra vida, a nuestra existencia. El quiere divinizarnos todo y nosotros tenemos que dejar que Él venga con toda esa gracia, porque la plenitud de vida que nos va a dar Él no la podemos ni la podremos conseguir nunca por nuestros méritos ni por nuestro solo esfuerzo.

Hacíamos la pregunta de cómo pensás que a esta realidad mezquina de nuestro corazón, esta realidad de conductas narcisistas, de cerrazón, de poca entrega, de decirle “No, Señor, yo quiero hacer la mía, yo quiero hacer mi camino, yo no quiero elegirte, me resisto a tomar la cruz” viene el Señor a motivarnos, cómo viene a invitarnos en esta libertad que nos deja. Al asumir Dios en la encarnación nuestra condición mortal y nuestra temporalidad nos llena de vida divina, la vida inmortal, de vida eterna. La divinización de nuestra vida por Dios, que vamos descubriendo en el Evangelio de San Juan, es una verdadera transformación.
Es tan así esta divinidad en nuestra existencia que nadie puede arrebatarnos, aunque nos ultrajen, nos rechacen y nos maltraten. Ni la misma muerte puede apartarnos de ese Dios que habita en nosotros. Dios tiene reservado, Él se reserva un lugar en nuestro corazón tan profundo y tan inexpugnable al cual no puede nadie ingresar y nos encontramos con Él en ese lugar. Más allá de todo lo que nos pase, en ese lugar de nuestra alma, de nuestra vida, ahí en la vida divina, es donde se asienta. Por eso, la vida divina impregna todo nuestro cuerpo mortal, nuestra naturaleza destructible, todo lo que caduca, nuestra angustia ante lo que pasa, ante lo efímero, ante las heridas que nos causa la vida. Y en la vida divinizada que nos ofrece el Señor se hace visible, justamente, el amor de Dios que Jesús ha manifestado, ha revelado del Padre.
Y este amor no es solamente palabras, no se queda en la teoría o en un conjunto de frases bonitas que tenemos que repetir. Ese amor de verdad le pone un nuevo gusto a nuestra vida. ¿Cuál es el nuevo gusto que tiene que tener tu vida hoy por hoy y que Jesús te puede ofrecer? El aquí y ahora, el presente, este gusto por la vida es lo que nos quiere invadir con la gracia de la acción salvífica manifestada a través de los signos que Jesús nos va revelando en el Evangelio. Justamente, la experiencia de redención en el sentido de Juan es la experiencia de la vida en plenitud, el gusto por la vida: “Vine para que tengan vida y la tengan en abundancia”, nos dice el Evangelio de San Juan en el capítulo 15.
Juan también nos rescata lugares de contacto y de vivencia de la redención como son los sacramentos, la contemplación. Los sacramentos en el Evangelio de Juan, especialmente en la cruz cuando brota sangre y agua del costado. Es pura entrega Jesús porque quiere compartir Su vida, no se la quiere quedar para Él. Y no lo entendemos nosotros y nos cerramos.
Otro lugar para vivir la redención es la contemplación, la oración, la meditación. El contemplar, el estar en frente del amado, el dejarnos amar por el amado porque Él tiene mucho que darnos. Y todo eso es amor que nos llena el corazón de verdad. Ese lugar es un lugar de paz interior en el que Dios nos protege y el Espíritu nos penetra, un lugar en donde nosotros somos nosotros, somos verdaderamente auténticos y ahí se va gestando la verdadera vida. No la que creemos nosotros, sino la verdadera vida. Te invito a que puedas hace del camino de tu vida, con una mirada trascendente. Sí caminamos por las piedras, por la tierra, vemos los árboles que están alrededor de nuestro camino, pero nuestro camino es un camino que nos invita a lo trascendente, a no quedarnos con lo que solamente vemos.
 

– En este camino hoy pasamos por Betania. ¿Qué te parece si nos sentamos, preparamos aquí, en Betania, y junto al Padre Luis Albóniga, párroco de la Parroquia “Santa Ana” en Mar del Plata, podemos disfrutar de lo que Jesús quiere compartirnos.
Vamos a acompañar a Jesús en el camino a la Pascua, como es toda la Semana Santa y en especial, sentaditos con nuestro cuerpo, pero especialmente con nuestro corazón, atentos aquí en la casa de Betania, tomamos la silla, nos sentamos como Jesús tantas veces se debe haber sentado en este lugar de descanso.

– ¡Qué lindo como en este camino a la Pascua, que venimos haciendo hace varias semanas, hay ya un clima especial, un clima de intimidad, un clima que es el clima de la amistad, el clima de la mesa servida, del encuentro, el clima en el que queremos tomar las fuerzas para caminar con Jesús y acompañarlo a Él! Ahí queremos poner nuestras mirada en esta entrada de la Semana Santa. Y, por eso, he elegido este texto que está en el Evangelio según San Juan, en el capítulo 12, del cual voy a leer solamente los primeros tres versículos. Dice así el Evangelio: “Seis días antes de la Pascua, Jesús volvió a Betania donde estaba Lázaro, al que había resucitado. Allí le prepararon una cena. Marta servía y Lázaro era uno de los comensales. María, tomando una libra de perfume de nardo puro de mucho precio, ungió con él los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. La casa se impregnó con la fragancia del perfume”.
Un relato maravilloso, lleno de intimidad. Un clima de amistad y la ternura de estos amigos de Jesús. El evangelista Juan nos relata este encuentro en Betania justo antes de la entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén, que era lo que celebrábamos el Domingo de Ramos, esa entrada en la que lo aclama la multitud del pueblo. La misma multitud que tristemente va a gritar el próximo viernes “Crucifícalo, crucifícalo”. Pero es importante en este clima y en esta atmósfera de amistad de Jesús con sus amigos de Betania: Marta, María y Lázaro. Ellos lo reciben en casa y le preparan una cena. En la intimidad de este hogar se respira el aire de la amistad. Dice que María de Betania unge los pies de Jesús con perfume de nardo puro. Se prepara así el camino de la Pasión y de la Glorificación del Señor.
 Hoy nosotros queremos vivir también esa experiencia de intimidad con Jesús. Y el texto nos invita a salir de nosotros mismos y a centrar nuestra mirada en Jesús, que, a su vez, nos mira con mirada de amigo. Él tiene necesidad del afecto del amigo. Él tiene necesidad de nuestro afecto, de la respuesta de nuestra amistad a la ofrenda de Su vida por nosotros. Tendemos a mirarnos mucho a nosotros mismos, pero ¡cuánto necesitamos mirar a Jesús! Y esta Semana Santa nuestra mirada tiene que salir de nosotros y dirigirse a Él, Él tiene que ser el centro. Tomar conciencia de cuánto nos necesita Jesús a nosotros. Siempre tendemos a pensar cuánto necesitamos nosotros a Jesús. Hoy, en esta hora, que es la hora de la Pasión y de la cruz, Jesús nos necesita a nosotros, te necesita a vos. ¡Y cuánto lo conforta nuestro cariño, nuestra ternura, nuestra respuesta comprometida a Su gracia, nuestra amistad! Si nos animamos a salir de nosotros mismos y a mirar a Jesús, a ver Su dolor y Su amor infinito por nosotros, muchas cosas en nuestra vida van a cambiar, vamos a resignificar nuestro propio dolor y nuestro propio sufrimiento.
El gesto de María es de gran belleza: ha utilizado un valioso perfume para poner de manifiesto el amor que le tiene a Jesús. No escatimó, María no es mezquina, hasta sus cabellos usó para secar los pies benditos “del que viene en nombre del Señor”. Y dice que el exquisito aroma impregnó con su fragancia toda la casa. Yo creo que acá tenemos que hacernos unas preguntas: ¿Cuál puede ser el perfume con el que vamos a ungir al Señor en esta Semana Santa? ¿Cuál será el perfume que aliviará el dolor de las llagas y las heridas de nuestro Señor? ¿Será el aroma de nuestra oración intensa y ferviente? ¿Será la dulce fragancia de un amor sincero y comprometido? ¿Será el exquisito aroma de perdón que tenemos que dar, de la reconciliación que está esperando a la puerta? ¿Será el perfume de la paciencia, de la entrega generosa? Creo que el perfume tiene que tener un nombre, una actitud, un sentimiento, un pensamiento concreto en cada uno de nosotros. Como María de Betania, brindemos el perfume de nuestra vida a Jesús, unjamos con él Sus pies benditos y sequémoslos también con nuestros cabellos, acompañemos a Jesús hacia la Pascua, preparemos el encuentro con Él en el recinto de nuestro corazón y dispongamos este perfume, que serán obras, actitudes y gestos concretos de nuestros sentimientos, pensamientos y acciones, para ungir a Jesús. Y que el aroma de nuestro deseo de imitar a Jesús y de acompañarlo y de entrar en ese vínculo amoroso con Él llene de olor a santidad nuestra vida, el recinto de nuestra familia, el hogar de la Iglesia y la humanidad que tanto necesita.
Miremos a Jesús, acompañémoslo a Él, dejemos que el perfume de nuestras buenas obras, de nuestros buenos pensamientos, de nuestros buenos pensamientos, de nuestro compromiso concreto en la oración y en amor al hermano sean la unción que conforte a Jesús, nuestro Señor, en esta hora, que es la hora de la Gloria.
 

Juan vivió con Jesús. Imagináte que fue Juan el que apoyó su cabeza en el pecho de Jesús. Yo pensaba ¡qué tierno, qué cercano! ¿Pensaste alguna vez vos querer apoyar tu cabeza en el pecho de Jesús? ¿Escuchar cómo late su corazón? ¿Sentir cómo Él te puede abrazar? Y Él no pone condiciones para abrazarte, para estar cerca de vos. Lo único que necesitamos es dejarlo que Él pueda estar cerca nuestro. Y es justamente aquí donde radica la síntesis del camino que hizo el Señor aquí entre nosotros.
Jesús anunció la cercanía de Dios. Dice Marcos: “El Reino de Dios está cerca. Convertíos y creed en el Evangelio”. Y como signos de esta nueva presencia de Dios que Jesús nos viene a traer tiene lugar la curación de los enfermos, la liberación de los cautivos, el perdón de los pecados y la resurrección de los muertos.
Estas versiones de la redención de los cuatro evangelistas que hemos ido recopilando, así, de estas maneras, el Reino se hace presente entre nosotros.
Y Jesús no quiso una cosa en ese tiempo y hoy quiere otra. Jesús quiere lo mismo, quiere hacernos experimentar la cercanía de Dios. Yo pregunto: ¿por qué lo queremos poner tan lejos a Dios? O no percibimos que está tan cerca, que sería la otra forma de mirarlo. Me lo pregunto de mi propia vida. Toda la actividad de Jesús fue una acción liberadora y redentora. Anunció esta cercanía de  Dios como un acontecimiento. Y relacionó la cercanía del Reino de Dios con su propia persona. Allí en su persona fue revelándolo. Por eso, para poder experimentar un Dios cercano, nada más y anda menos, nos hace falta experimentar el encuentro con Jesús. Yo me puedo quejar de que Jesús no está presente. La pregunta es: ¿yo me hago presente en el encuentro con Él? ¿Me relaciono con el Verbo hecho carne, con Jesús, que está vivo hoy? Si yo no lo hago, obviamente voy a sentir que Dios está muy lejos de mí, porque el Reino de Dios se hace visible en la persona de Jesús, que anunció un Dios misericordioso en sus obras, en los encuentros con cada persona.
El Evangelio está vigente. Vigente en tu vida también. Vigente en la vida del hermano que recibe bendición de parte de Dios. En Jesús, Dios va haciendo conocer Su voluntad. Y Su voluntad es el deseo puro de la salvación nuestra. Y la salvación se da en el encuentro con el Señor. Jesús como con la gente, trata con ellos, les promete el perdón. Y en ese encuentro cotidiano y cercano se va realizando la salvación de la humanidad porque se va haciendo cercano Dios, no porque no lo esté, sino porque el hombre no lo deja estar cercano al corazón suyo, le “cierra la puerta”. Jesús ve la redención en el hecho mismo de hacer sentir a la gente la cercanía amorosa y salvífica de Dios que quiere levantarla de su postración. Nos quiere devolver esta intocable dignidad que hemos recibido en el bautismo y que intentamos “cada dos por tres” echarla por tierra porque no queremos vivir de acuerdo a lo que en realidad somos.
El significado de la Salvación de Jesús, de la redención que venimos charlando para que podamos vivir más plenamente esta Pascua, no puede reducirse sólo a Su muerte, como si fuera la única finalidad de la venida de Jesús al mundo, como si esta finalidad fuera solamente morir por los pecados. Jesús vino para anunciar el Reino de Dios y para hacer perceptible su presencia a través de sus propias obras. Su muerte es el signo visible de que entregó todo, de que no se guardó nada, como hacemos nosotros. Ésta es una acción gratuita por parte de Dios y que la ofrece a todos. Y Su muerte confirma y completa Su predicación.
Cuando las palabras de Jesús no puedan llegar a los hombres, va a quedar Su muerte como única posibilidad de seguir anunciando el amor de Dios, este amor universal para todos. En la muerte, Jesús con las obras, una vez más muestra el signo más inmenso, más grande, más infinito. No sabe cómo decirnos ya que nos ama y entrega Su vida. Y nosotros no lo entendemos. Y Él sabe que no lo entendemos y que nuestro corazón está duro, está cerrado. Sin embargo, una vez más, Él nos va invitando a descubrir que Él está loco por nosotros, que Él no tiene condiciones para estar con nosotros, pero no quiere hacerlo por sobre nuestra propia voluntad. Quiere que le digamos que “sí”. Él no atropella. El Señor pide permiso. Y está golpeando a tu puerta, esta golpeando tu corazón. Quiere entrar. Dejálo pasar.