La relación entre Iglesia y Estado tiene más de 20 siglos de historia

jueves, 11 de octubre de 2018
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11/10/2018 – Esta vez, el padre Alejandro Nicola se refirió a la relación entre la Iglesia y el Estado, “sin intentar resolverla ni acabarla, solo par ir descubriendo claves”, dijo el sacerdote. “Es un tema que nunca estuvo ausente en estos más de 2000 años de la Iglesia, a tal punto que las dos partes se preguntan qué hacer con la otra. Es tal la injerencia del pensamiento cristiano que se habla de antes de Cristo y después de Cristo en el calendario que el Estado denomina de esa forma”, indicó el padre Nicola.

Luego, compartió este texto de san San Justino, un filósofo laico que vivió “la difícil época de la persecución del Imperio Romano contra los cristianos, en el siglo II”:

“Pedimos que se examinen las acusaciones contra los cristianos, y si se demuestra que son reales, se les castigue como es conveniente sean castigados los reos convictos; pero si no hay crimen de que argüimos, el verdadero discurso prohíbe que por un simple rumor malévolo se cometa una injusticia con hombres inocentes, o, por mejor decir, la cometáis contra vosotros mismos, que creéis justo que los asuntos se resuelvan no por juicio, sino por pasión.

Porque todo hombre sensato ha de declarar que la exigencia mejor y aun la única exigencia justa es que los súbditos puedan presentar una vida y un pensar irreprensibles; pero que igualmente, por su parte, los que mandan den su sentencia, no llevados de violencia y tiranía, sino siguiendo la piedad y la filosofía, pues de este modo gobernantes y gobernados pueden gozar de felicidad.

Y es así que, en alguna parte, dijo uno de los antiguos: Si tanto los gobernantes como los gobernados no son filósofos, no es posible que los estados prosperen. A nosotros, pues, nos toca exponer al examen de todos nuestra vida y nuestras enseñanzas, no sea nos hagamos responsables del castigo de quienes, ignorando ordinariamente nuestra religión, pecan por ceguera contra nosotros; pero deber vuestro es también, oyéndonos, mostraron buenos jueces.

Ahora bien, por llevar un nombre no se puede juzgar a nadie bueno ni malo, si se prescinde de las acciones que ese nombre supone; más que más, que si se atiende al de que se nos acusa, somos los mejores hombres. Mas como no tenemos por justo pretender se nos absuelva por nuestro nombre, si somos convictos de maldad; por el mismo caso, si ni por nuestro nombre ni por nuestra conducta se ve que hayamos delinquido, deber vuestro es poner todo empeño para no haceros responsables de castigo, condenando injustamente a quienes no han sido convencidos judicialmente.

En efecto, de un nombre no puede en buena razón originarse alabanza ni reproche, si no puede demostrarse por hechos algo virtuoso o vituperable. Y es así que a nadie que sea acusado ante vuestros tribunales, le castigáis antes de que sea convicto; mas tratándose de nosotros, tomáis el nombre como prueba, siendo así que, si por el nombre va, más bien debierais castigar a nuestros acusadores. Porque se nos acusa de ser cristianos, que es decir, buenos; mas odiar lo bueno no es cosa justa. Y hay más: con sólo que un acusado niegue de lengua ser cristiano, le ponéis en libertad, como quien no tiene otro crimen de qué acusarle; pero el que confiesa que lo es, por la sola confesión le castigáis. Lo que se debiera hacer es examinar la vida lo mismo del que confiesa que del que niega, a fin de poner en claro, por sus obras, la calidad de cada uno. Porque a la manera que algunos, a pesar de haber aprendido de su Maestro Cristo a no negarle, son inducidos a ello al ser interrogados; así con su mala vida dan tal vez asidero a quienes ya de suyo están dispuestos a calumniar a todos los cristianos de impiedad e iniquidad”.

El padre Nicola explicó que en la época de Justino “había tres tipos de acusaciones que recibían los cristianos de parte de las autoridades civiles del Imperio Romano: ateos, caníbales e incestuosos. Y san Justino, con su apología, se encargó de dejar en claro que ninguna de estas acusaciones era fundada, sino que surgía de una irracionalidad. Su gran legado es que la fe tiene una explicación desde la razón”.

Finalmente, el sacerdote cordobés compartió este texto de San Ambrosio de Milán, del siglo IV, donde le envía una carta al Emperador Valentiniano II, “quien quería tenerlo en su corte para evitar críticas de la Iglesia hacia el Estado”:

“Oíste alguna vez, piadoso Emperador, que en cuestiones de la fe los miembros del estado se hayan constituido en jueces, para dictaminar sobre cuestiones de los Obispos? O procediendo con servilismo cortesano ¿habremos de inclinar el dorso hasta el suelo, olvidando los derechos de los Obispos? ¿He de abdicar yo, a favor de otros, el derecho que Dios mismo me ha dado? ¿A dónde iríamos a parar si el Obispo hubiera de ser adoctrinado por los hombres del estado?

Su Majestad –esto es más grave aún– ha publicado un decreto que veda a todos hasta opinar en contra de su opinión. No debe olvidar que las leyes dadas por el César deber ser cumplidas en primer lugar por el César. ¿Quiere ver acaso cómo los así llamados “árbitros” se deciden en contra de su ley o bien resuelven disculparse diciendo que no les es posible rechazar una disposición del Emperador tan severamente medida y dura?. Hay que dar a Dios no retazos, sino el todo; porque yo no puedo aceptar que sus leyes estén por encima de las de Dios. La ley del Estado podrá hacer cambiar de opinión a hombres cobardes, pero es incapaz de prescribirnos la fe que hayamos de creer.

¿Y quiere que yo intervenga en la designación de árbitros laicos que han de condenar –de ello no hay duda– al destierro o a la muerte a cuantos se mantengan fieles a la verdadera fe? ¿He de contribuir a que esos hombres se expongan o a negar la fe o a recibir su castigo? Un Ambrosio no vale tanto como para exponer a semejante peligro el derecho de los Obispos. No es comparable la vida de uno con la dignidad del ministerio episcopal. Esto lo consigno aquí con plena conformidad de mis hermanos en el ministerio. ¿Hay que deliberar sobre problemas de la fe? Yo estoy acostumbrado a hacerlo solamente con la Iglesia; en esto sigo a todos mis antecesores. Gustosos me hubiera llegado a la sesión del gabinete de su Majestad para decir todas estas cosas en su presencia; pero mis colegas, los Obispos, y el pueblo, no me lo permitieron, diciendo: sobre cuestiones que atañen a la fe solamente puede discutirse en la Iglesia, delante de todo el pueblo y abiertamente.

¿Para qué has mandado, oh Emperador, que yo abandonara la ciudad, permitiéndome ir donde quería? Salía diariamente y nadie me prendió nunca. Vos mismo hubieras debido indicar el sitio de mi destierro, que a juicio de todos, no lo he merecido. Ya no puedo salir, ya que según me dicen los Obispos, abandonar la ciudad equivaldría hoy a traicionar el Altar de Cristo. Ten, benévolamente en cuenta, que no podré asistir a la reunión de tu gabinete. Hasta el presente, lo sabes, no acostumbro faltar de tu lado en esas reuniones y no soy capaz de pelearme contigo en el palacio: los misterios del Palacio, ni los busco, ni los conozco”.