La revelación de Dios

jueves, 8 de agosto de 2019
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08/08/2019 – Jueves de la decimoctava semana del tiempo ordinario

“Al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre? ¿Quién dicen que es?». Ellos le respondieron: «Unos dicen que es Juan el Bautista; otros Elías; y otros, Jeremías o alguno de los profetas». «Y ustedes, les preguntó, ¿quién dicen que soy?». Tomando la palabra, Simón Pedro respondió: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». Y Jesús le dijo: «Feliz de ti, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo te digo: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, y el poder de la Muerte no prevalecerá contra ella. Yo te dará las llaves del Reino de los Cielos. Todo lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y todo lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo». Entonces ordenó severamente a sus discípulos que no dijeran a nadie que él era el Mesías. Desde aquel día, Jesús comenzó a anunciar a sus discípulos que debía ir a Jerusalén, y sufrir mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar al tercer día. Pedro lo llevó aparte y comenzó a reprenderlo, diciendo: «Dios no lo permita, Señor, eso no sucederá». Pero él, dándose vuelta, dijo a Pedro: «¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Tú eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres».

Mt 16,13-23

El Concilio Vaticano II, en la constitución sobre la divina Revelación Dei Verbum, afirma que la íntima verdad de toda la Revelación de Dios resplandece para nosotros «en, mediador y plenitud de toda la revelación» (n. 2). El Antiguo Testamento nos narra cómo Dios, después de la creación, a pesar del pecado original, a pesar de la arrogancia del hombre de querer ocupar el lugar de su Creador, ofrece de nuevo la posibilidad de su amistad, sobre todo a través de la alianza con Abrahán y el camino de un pequeño pueblo, el pueblo de Israel, que Él eligió no con criterios de poder terreno, sino sencillamente por amor. Es Cristo una elección que sigue siendo un misterio y revela el estilo de Dios, que llama a algunos no para excluir a otros, sino para que hagan de puente para conducir a Él: elección es siempre elección para el otro. En la historia del pueblo de Israel podemos volver a recorrer las etapas de un largo camino en el que Dios se da a conocer, se revela, entra en la historia con palabras y con acciones. Para esta obra Él se sirve de mediadores —como Moisés, los Profetas, los Jueces— que comunican al pueblo su voluntad, recuerdan la exigencia de fidelidad a la alianza y mantienen viva la esperanza de la realización plena y definitiva de las promesas divinas.

Es la realización de estas promesas lo que contemplamos en Navidad: la Revelación de Dios alcanza su cumbre, su plenitud. En Jesús de Nazaret, Dios visita realmente a su pueblo, visita a la humanidad de un modo que va más allá de toda espera: envía a su Hijo Unigénito; Dios mismo se hace hombre. Jesús no nos dice algo sobre Dios, no habla simplemente del Padre, sino que es revelación de Dios, porque es Dios, y nos revela de este modo el rostro de Dios. San Juan, en el Prólogo de su Evangelio, escribe: «A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha revelado» (Jn 1, 18).

Quien ha visto a Jesús ve al Padre

San Juan, en su Evangelio, nos relata un hecho significativo, acercándose la Pasión, Jesús tranquiliza a sus discípulos invitándoles a no temer y a tener fe; luego entabla un diálogo con ellos, donde habla de Dios Padre (cf. Jn 14, 2-9). En cierto momento, el apóstol Felipe pide a Jesús: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta» (Jn 14, 8). Felipe es muy práctico y concreto, dice también lo que nosotros queremos decir: «queremos ver, muéstranos al Padre», pide «ver» al Padre, ver su rostro. La respuesta de Jesús es respuesta no sólo para Felipe, sino también para nosotros, y nos introduce en el corazón de la fe cristológica. El Señor afirma: «Quien me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9). En esta expresión se encierra sintéticamente la novedad del Nuevo Testamento, la novedad que apareció en la gruta de Belén: Dios se puede ver, Dios manifestó su rostro, es visible en Jesucristo.

Jesús revela el rostro de Dios

Algo completamente nuevo tiene lugar, sin embargo, con la Encarnación. La búsqueda del rostro de Dios recibe un viraje inimaginable, porque este rostro ahora se puede ver: es el rostro de Jesús, del Hijo de Dios que se hace hombre. En Él halla cumplimiento el camino de revelación de Dios iniciado con la llamada de Abrahán, Él es la plenitud de esta revelación porque es el Hijo de Dios, es a la vez «mediador y plenitud de toda la Revelación» (const. dogm. Dei Verbum, 2), en Él el contenido de la Revelación y el Revelador coinciden. Jesús nos muestra el rostro de Dios y nos da a conocer el nombre de Dios. En la Oración sacerdotal, en la Última Cena, Él dice al Padre: «He manifestado tu nombre a los hombres… Les he dado a conocer tu nombre» (cf. Jn 17, 6.26). La expresión «nombre de Dios» significa Dios como Aquel que está presente entre los hombres.

 

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