La trampa de la comparación

jueves, 30 de junio de 2011
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Reflexión de Gabriela Lasanta, conductora del programa Entre nosotros

Las comparaciones vienen del miedo. “No temas. Yo te he redimido, te he llamado por tu nombre, tú eres mía porque te amo y eres ante mis ojos preciosa y digna de honra” Is 43,1-4 ¿qué hay que demostrar a quién? ¿con quién hay que competir cuando nos encontramos con una mirada que experiencial y existencialmente nos dice ‘eres precioso, digno de honra’? ¿con quién hay que competir cuando el mismísimo Dios nos ha consagrados como suyos?

Nuestro objetivo hoy es encontrarnos con esa valoración positiva de Dios y poner en la balanza todo lo que estamos haciendo por alcanzar el prestigio y la valoración de los demás, que nos produce stress y tensión cuando tenemos gratuitamente el amor y la valoración de Dios para cautivar nuestra mirada.

             Hay comparaciones necesarias, incluso saludables, si es que estamos entrenados en el espíritu crítico, pero la mayoría de las veces son trampas en las que caemos casi sin darnos cuenta y nos dejamos huellas muy profundas.

              Hay comparaciones que se activan en nosotros mismos con nosotros mismos, otras veces se activan de nosotros con otros, y otras de otros entre sí. En estas comparaciones solemos enaltecer, idealizar un polo y menoscabar o al menos tener una mirada bastante parcial con el otro polo

 Las comparaciones tienen que ver con esta competitividad que llevamos por dentro, insuflado por una sociedad, una cultura, que está alimentando esta parte competitiva de nuestra alma.

 Las comparaciones son trampas que tienen mucho que ver con nuestra estima, nuestra seguridad, y en la mayoría de las veces hacen mas triste la vida

 ¿Por qué nos comparamos? ¿qué hay detrás de una comparación? Todos tenemos necesidad de aprobación ajena. Tenemos primero que darnos cuenta de eso, y luego ver qué vamos a hacer con ella. Generalmente cuando comparamos estamos compitiendo por elogios con el otro: logros, virtudes que traen como resultado admiración, elogio, cariño de los demás. Los niños se comparan con sus hermanos porque compiten por el afecto de sus padres. Y los adultos nos comparamos entre nosotros también porque competimos por el éxito, la fama, por elogios. A veces estamos sacrificamos placeres de la vida por estar preocupados por lo que los demás piensan de nosotros, por cuidar la imagen que damos. A veces torturamos a nuestros hijos para que aparezcan ante los otros dando determinada imagen, para que los admiren. Nos interesa demasiado la opinión de los demás. En estas circunstancias, la mirada del otro constituye nuestro infierno.

 Esto se da también en el ambiente religioso: competimos por dar una imagen de santidad. Es una imagen que construimos porque en determinado ambiente se idolatra o se estimula eso. “cuídense de no hacer obras delante de la gente para llamar la atención” Mt 6,1. Pagamos altos costos por competir con el otro: costos de stress, de ansiedad, de miedo, de tensiones. Y no quedan fuera de esto los intelectuales. A veces tienen una asombrosa facilidad de palabras y dicen con diez lo que podrían decir con dos. Sienten que ‘cuanto más oscuro y rebuscado, mejor’. Entregan lo que son, su integralidad, solo por la mirada de los demás.

              Otras veces lo que impulsa las comparaciones es una discutible intención pedagógica por parte de los adultos: comparan con la secreta intención de que con eso van a estimular la motivación para crecer, para ser mejores, apuntando justamente al corazón de esta vulnerabilidad de merecer elogios o afectos, merecer valoración de los demás. Como está esa necesidad –o mejor diríamos esa ‘carencia’ que suele ser un verdadero trauma- apuntamos a ella con la esperanza de que esa comparación va a llevar a la persona a esforzarse por ser mejor. No de sacar lo mejor de sí, sino de ser mejor que otro.

 Es un poco esta mentalidad capitalista: se crece en la medida en que hay competencia. La competencia es el motor del crecimiento. Y es muy difícil combatir esta premisa porque está tan instalada en nosotros que nos sale espontáneamente. En ámbitos económicos el motor del crecimiento es la competencia.

 Hasta en el ámbito religioso, hay sacerdotes que basan sus homilías en comparaciones: nos comparan con los santos. Debemos querer ser como determinado santo. Como comparándome con él ‘salgo perdiendo’, me tengo que poner las pilas’. Y me pregunto y les pregunto: lo mejor de nosotros mismos en términos de plenificación, de gozo –no lo más en términos cuantitativos- ¿ha sido porque hemos empujado a alguien hacia abajo? ¿ha sido porque hemos hecho algo ‘mejor que otro’, o porque hemos hecho ‘lo mejor de nosotros mismos’? ¿ha sido porque hemos recibido elogios o porque sacamos lo mejor de nuestra intimidad? El estímulo de nuestro desarrollo como persona ¿es realmente la comparación y la competencia, o el contacto profundo con lo que somos?

 ¿Cuándo nos damos cuenta de que estamos diciendo o haciendo algo para impresionar a los demás, porque nos sentimos inseguros? ¿cuál es la raíz de esas actitudes? ¿a qué le tenemos miedo? ¿al rechazo, al fracaso? Quizá el problema es la falta de autoestima, o el orgullo, o la envidia. Tal vez hemos sido comparados con otros en la niñez, y tanto si somos comparados en forma negativa como en forma positiva –si hemos sido galardonados como ‘los mejores’-, la huella que queda molesta: comparados en forma negativa, se nos baja la autoestima, comparados en forma positiva, se nos carga la mochila de conservar ese lugar, y es tal la situación de stress a la que lleva eso que terminan matando su alma.

 Tratemos de descubrir cuándo hemos construido esa especie de ‘relato’ que repetimos como música de fondo semi inconsciente. Ese relato puede decir por ejemplo “tienes que mostrar que tienes tu vida bajo control” entonces aparecemos con racionalidad, como mostrándonos capaces de dominar nuestras emociones y conductas que en definitiva son el disfraz que nos vamos poniendo y vamos sosteniendo y nos convierten en un ‘personaje’ que tapa nuestra verdadera persona. Otro relato puede ser por ejemplo “me codeo con personas importantes” para el entorno donde se desprende la necesidad de un elogio, y hay entonces una necesidad constante de citar personas importantes a que tengo acceso. A veces ese relato tiene que ver con los logros académicos que pueden ser propios o de los hijos. Hay mamás que cuando se sienten inseguras sacan como ‘bandera’ a sus hijos, como premios.

              San pablo, se vio obligado a poner las cosas en su lugar, apuntando a distintos ‘disfraces’ (relatos) religiosos: “si no tengo amor, no me sirve de nada”.

 Todo el espíritu que atraviesa la palabra de Dios tiene que ver con este tema: “no te dejes impresionar por su apariencia ni por su estatura, porque Yo lo he rechazado. La gente se fija en apariencias, pero yo me fijo en el corazón” (1 Sam 16,7). Cuando aprendemos a concentrar nuestra atención en el corazón de los demás y no en sus títulos, ni en las características de su personalidad ni en sus logros académicos ni en el dinero o las influencias que tiene, entonces podemos llevarnos una magnífica sorpresa.

              Cuando Marta y María se encuentran con Jesús en ese famoso episodio donde Marta está dele trabajar y María está sentada a los pies de Jesús, Marta hace una comparación –ella trabaja mientras María no- que parece hasta infantil, pero son las comparaciones que hacemos dentro nuestro todo el tiempo: “esto no es justo”, “a mi si, a ella no”… y en esas comparaciones generalmente perdemos bastante objetividad. Este pasaje del Evangelio pone en evidencia ese interés permanente que tenemos en estar mirando para afuera en vez de mirar para adentro. Esta respuesta que da Jesús realza la actitud de quien no compite, no compara, no le importan las opiniones de los demás, ni siquiera le importa la opinión de su Maestro: está tan enamorada de su maestro que en definitiva no tiene por qué hacer esfuerzos por conquistarle, por granjearse su buena opinión.

 Ojalá nosotros seamos también enamorados de la realidad, de lo que somos. Porque Dios nos ama a través de la realidad, porque la voluntad de Dios es la realidad, lo que está aconteciendo en este momento. Ojalá podamos tranquilizar nuestra alma y decir junto al salmista “bendice alma mía al Señor, no te olvides de sus beneficios. No te olvides que te sacó del extravío y puso tus pies sobre roca.” Seamos agradecidos. En este mundo tan competitivo y que tiende tanto a la comparación, el agradecimiento puede ser como una verdadera “vacuna” contra las frivolidades de este mundo.

 La necesidad de afecto, de cariño, de reconocimiento, necesidad profundamente humana. Pero si invertimos, fingimos demasiado tiempo, nos esforzamos…me viene al pensamiento el texto de Jesús a la samaritana “el que beba de esa agua volverá a tener sed”. El que bebe del reconocimiento de los demás, el que se nutre exclusivamente del reconocimiento , de la opinión de los demás, vuelve a ‘tener sed’. Entonces por ejemplo: limpiamos la casa, nos vamos a sentir bien por un ratito, y después vamos a necesitar repetir nuevamente y vamos a quedar atados a esa forma de reconocimiento aunque más no sea en un discurso interno. Ese yo crítico que tenemos en nuestra cabeza, ese fariseo, establece una normativa según la cual las personas valen más o menos, valen o no valen. Y esto se plasma a veces en el seno de familias en las cuales determinadas pautas hacen que un hijo sea mas o menos querido, cuando no damos ese amor incondicional (que no es lo mismo que ‘aprobación incondicional’. Lo que está mal, está mal). El hijo tiene que sentir que lo queremos siempre. Tal vez está mal lo que ha hecho, su actitud, su conducta, pero el amor no debe estar condicionado por eso. Ese amor incondicional se palpa mucho en las cárceles: las madres, que tal vez son las que pagaron mas caro el delito de sus hijos, son capaces de soportar horas de espera, requisas a veces humillantes, mostrando al mundo la incondicionalidad del amor del Padre, que es Madre. Con ese amor somos amados, y somos invitados prácticamente a través de todos los textos bíblicos a desatarnos, a liberarnos -con una decisión que tiene que ser pequeña pero sostenida- de la presión de la mirada de los demás. No para ser indiferentes, indolentes, despreciativos, sino para poner nuestro verdadero yo en pie, como Dios quiere que esté.

              Hay un aspecto positivo de las comparaciones. Yo diría: las comparaciones frías, donde no se juega nuestra autoestima, sino que se juega el sentido común. Allí son buenas las comparaciones, sobre todo para bajar las ínfulas, las exigencias, las idealizaciones, las ensoñaciones. Son comparaciones que sirven en todo caso, como nos sirve confrontar culturas, conocer otros estilos de vida, y entonces nos damos cuenta de todo lo que tenemos. Son comparaciones saludables, porque en ese contraste se va puliendo nuestro criterio de la realidad.

 Hay también comparaciones positivas cuando todos estamos viviendo una situación dramática o trágica. Muchos encuentran consuelo en el dolor de su hermano. Esas comparaciones nos sacan de nuestro narcisismo, de nuestro egocentrismo, de pensar que somos el centro del mundo. Es bueno darse cuenta de que ‘no me pasa solamente a mi’. Son buenas las comparaciones cuando de alguna manera resumen esta sabia frase popular “mal de muchos, consuelo de todos” (no de ‘tontos’, como se suele decir distorsionadamente): como todos estamos sufriendo, compartimos la carga, llevamos juntos la cruz, y seguro que es más liviana

 

“…Por eso, investidos misericordiosamente por el ministerio apostólico no nos desanimamos, y nunca hemos callado nada por vergüenza ni hemos procedido con astucia, ni hemos falsificado la palabra de Dios. Por el contrario, manifestando abiertamente la verdad, nos recomendamos a nosotros mismos delante de Dios frente a toda conciencia humana. Si nuestro evangelio resulta todavía impenetrable, lo es para aquellos que se pierden, para los incrédulos, a quienes el Dios de este mundo les ha enceguecido el entendimiento a fin de que no vean reslandecer el Evangelio de la gloria que es la imagen de Dios. Porque no nos predicamos a nosotros mismos sino a Cristo Jesús, el Señor, y nosotros no somos mas que servidores de ustedes por amor a El. Porque el mismo Dios que dijo ‘brille la luz en medio de las tinieblas’ es el que hizo brillar su luz en nuestros corazones para que resplandezca el conocimiento de la gloria de Dios reflejada en el rostro de Cristo” 2 Cor 4, 1-7