La Visitadora

jueves, 13 de diciembre de 2007
Era en Belén y era Nochebuena la noche:

apenas si la puerta crujió cuando ella entraba.

Era una mujer seca, harapienta y oscura

con la frente de arrugas y la espalda curvada.

 

Venía sucia de barro, de polvo de caminos;

la iluminó la luna y no tenía sombra.

El Niño la miraba; también la mula; el buey

mirábala y rumiaba igual que si tal cosa.

 

Tenía los cabellos largos, color ceniza,

color de mucho tiempo, color de viento antiguo.

En sus ojos se abría la primera mirada

y cada paso era tan lento como un siglo.

 

Temió María al verla acercarse a la cuna:

En sus manos de tierra, ¡oh, Dios! ¿qué llevaría?

Se dobló sobre el Niño, lloró infinitamente

y le ofreció la cosa que llevaba escondida.

 

La Virgen, asombrada, la vio al fin levantarse:

era una mujer bella, esbelta y luminosa.

El Niño la miraba; la mula no, ni el buey

rumiando paja y heno igual que si tal cosa.

 

Era en Belén y era Nochebuena la noche;

Apenas si la puerta crujió cuando se iba.

María, al conocerla, gritó y la llamó: ¡Madre!.

Eva miró a la Virgen y la llamó:  ¡Bendita!

 

¡Qué clamor, qué alborozo por la piedra y la estrella!

Afuera aún era pura, dura la nieve y fría.

Dentro, al fin, Dios dormido sonreía teniendo

entre sus dedos niños la manzana mordida.