Las manos de Jesús

miércoles, 10 de mayo de 2017

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10/05/2017 – En la Catequesis de hoy centraremos las mirada en las manos de Jesús y a partir de las suyas en las nuestras. ¿Cómo son mis manos? ¿Se asemejan a las de Jesús?.

Que en esta mañana podamos darnos cuenta de que somos las manos de Jesús. Entonces, las manos de Jesús van a acariciar, van a perdonar, van a dar ánimo. Son manos callosas porque fue trabajador, manos que enseñan porque fue maestro, manos que curan y perdonan, manos sangrantes atravesadas por otras manos que quisieron vencer el amor; manos victoriosas porque la vida vence a la muerte. Mirando las manos de Jesús nos resulta más fácil rezar.

Las manos de Jesús

Las manos de Jesús bendecían. Partían el pan, incluso lo multiplicaban.

Las manos de Jesús: Fuertes y vigorosas, de carpintero. Y, al mismo tiempo, tiernas, como cuando acariciaba a un niño o limpiaba una lágrima de las mejillas de la Virgen. Manos que extendían, respetuosas, los rollos de las Escrituras en la Sinagoga. Dedos que enfatizaban sus palabras o escribían sobre la arena.

Las manos de Jesús bendecían. Partían el pan, incluso lo multiplicaban. Eran manos que curaban y hasta resucitaban. Podían expresar enojo con los mercaderes en el templo y ternura con los enfermos que llegaban a Él.

Las manos de Jesús enseñaban, expresaban, amaban. Con ellas difundía su misericordia y amor. Eran manos que entregaban incesantemente. Manos orantes, cuando Él subía al monte a conversar con su Padre en la madrugada.

Manos en cruz y de cruz, rotas por sostener el peso del Nazareno. Manos inertes cubiertas de sangre y bañadas con los besos y lágrimas de su madre abrazándolo muerto. Manos cruzando el pecho, muertas, envueltas por un sudario en la tumba apagada e impasible de José de Arimatea.

En el momento en el que Jesús venció a la muerte, cuando resucitó. ¡Qué instante! El sepulcro imprevistamente iluminado, como una explosión, y todos los ángeles venidos del cielo para ser testigos del momento anunciado desde siempre. Y las manos de Jesús, con una vida como nunca antes habían tenido, apartando el sudario. Manos con llagas, pero ¡qué hermosas y resplandecientes, y cuánto amor rebosando en las heridas! Manos vivas, que volverían a bendecir, cortar y repartir el pan y que, tal vez, harían una seña de “hasta pronto” a los apóstoles en la ascensión de Jesús al cielo.

 

El lenguaje de las manos

Dos fabulosos instrumentos del cerebro humano, capaces de realizar 700 000 movimientos diferentes. Con sus numerosos huesos y sus 37 músculos, las manos realizan admirablemente sus movimientos de flexión, extensión, rotación, aprehensión y desplazamientos laterales hacia adentro y hacia fuera. El solo dedo pulgar encierra toda una maravilla. Tanto que el famoso Isaac Newton llegó a decir: “A falta de otras pruebas, el pulgar me convencería de la existencia de Dios”.

Las manos, al igual que los ojos, a menudo hablan elocuentemente de una persona. Hay manos que hablan de ociosidad, y otras que hablan de laboriosidad. Están las que se extienden y se abren sólo para recibir, y están las que lo hacen para dar. Hay manos hermosas y bien cuidadas, que son solo para exposición; mientras que hay manos ajadas y curtidas, que hablan de férrea labor y sacrificio. Hay manos lisas, que hablan de juventud; y las hay arrugadas, que encierran en cada pliegue el paso fructífero de los años.

Hay manos para todo. Unas se repliegan inútilmente en los bolsillos, otras se elevan en plegaria. Unas se cierran para golpear, otras se abren para criticar, otras se posan en el hombro para simpatizar. ¡Cuánto puede hacer una sola mano manejada por un noble corazón!

Las manos de Cristo fueron acariciadas por las manos de María. Ambos siempre se extendieron en el servicio.

Si por algún motivo o accidente no tenés manos, sabé que las tenes, porque las manos se revelan en la mirada y en el corazón. Tony Meléndez puede darnos un gran testimonio de las manos de Jesús, paradójicamente sin tener manos.

 

 

Las de Jesús son manos que multiplican, pero para ello, son manos que esperan la ofrenda. Las manos de Jesús son fuertes por su trabajo, y a la vez tiernas cuando acariciaba a un niño o a su madre. Manos que escribían en la arena cuando otras manos querían apedrear a la mujer pecadora; manos que bendecían, que curaban; manos que tiraban cuando los mercaderes querían apoderarse del Templo, casa de su Padre. Manos que comparten, manos que saben irse de noche para juntarlas y elevar las al cielo en oración; manos en cruz y de cruz, rotas por sostener el peso de la cruz, pero manos también como las del Cireneo que se ofrecen para que no carguemos solos nuestras cruces; manos cubiertas de sangre pero también cubiertas por las lágrimas y besos de María Magdanela.

Manos que volverán para decir “que la paz esté contigo”; manos que se ofrecen como prueba del Resucitado. El cuerpo glorioso del Resucitado ha querido quedar con llagas en su mano, para que no te olvides de que tenemos un Dios que nos ama y que entregó su vida para salvarnos. Manos con llagas que nos invitan a nosotros a poder compartir. Las de Jesús fueron manos ágiles que en un momento podía acariciar a alguien, levantar a otro y contagiar a muchos. Los apóstoles hicieron su primer milagro dándole la mano al ciego en la puerta del Templo “tomándolo del brazo lo pusieron de pie”. Son manos que no se quedan cruzadas sino que salen al servicio de los demás.

Que nuestras manos no sean manos exclusivas sino que pertenezcan a todos.

 

Curar con las manos

Una obra que Jesús realiza como un artesano, como un obrero. «A mí —confió el Pontífice— la imagen que me viene a la mente es la del enfermero o la enfermera, que en un hospital cura las heridas una a una, pero con sus manos. Dios se mezcla en nuestras miserias, se acerca a nuestras heridas y las cura con sus manos; y para tener manos se hizo hombre. Es un trabajo de Jesús, personal: un hombre cometió el pecado, un hombre viene a curarle». Porque «Dios no nos salva sólo mediante un decreto, con una ley; nos salva con ternura, nos salva con caricias, nos salva con su vida por nosotros».

Padre Alejandro Puiggari