Las raíces de Karol Wojtyla

lunes, 31 de octubre de 2016
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31/10/2016 –  Como cierre de esta serie de catequesis en torno a los santos, nos adentramos en la figura de Juan Pablo II, el Papa grande. Karol Wojtyla ha marcado la vida de muchos de nosotros con su testimonio, con su sonrisa y su presencia mediática.

“El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él”.

Lc 2,40

 

Al igual que un árbol –un roble fuerte y majestuoso, o quizás el tilo que describió en la poesía juvenil Il Magnificat, con cuyo tronco se talló la robusta estatua de un santo-, Juan Pablo II estaba profundamente arraigado a la tierra que lo había visto nacer. Llevó siempre a su patria en el corazón incluso cuando su condición de Papa le hizo abrazar el mundo entero.

Se sentía orgullosos de haber nacido en 1920, el año “del milagro del Vístula”, como denominó a la batalla del 15 de agosto de ese año que otorgó a Polonia, que acababa de recuperar su independencia, la victoria sobre las tropas bolcheviques. Su padre, un suboficial del ejército autrohúngaro en tiempos de la Primera Guerra Mundial, había tomado parte en el combate contra el Ejército Rojo en la calidad de teniente del ejército polaco, que obedecía las órdenes del mariscal Pilsudski. En varias ocasiones contó orgulloso a su hijo Karol que el resultado positivo del enfrentamiento –que también se obtuvo, según la tradición, gracias las intervenciones de la Virgen- había impedido que las tropas de Lenin y de Trotski invadieran Polonia y, desde ahí, toda Europa, tal y como habían previsto los revolucionarios soviéticos.

La figura paterna, cargada con la seriedad y el sentido de la responsabilidad típicos de un militar de la vieja guardia, fue esencial para el pequeño Karol, sobre todo después del fallecimiento prematuro de su madre, Emilia, que se produjo en 1929, y de su hermano mayor, Edmund, en 1932. De hecho, a menudo contaba a sus amigos de qué forma había quedado profundamente grabada en su alma la imagen de su padre en pie junto al ataúd de Edmund (que había muerto mientras intentaba luchar contra una epidemia de escarlatina) repitiendo sin cesar las palabras: “¡Hágase tu voluntad!”. Cuando apenas tenía once años Karol había descubierto con su hermano algo que a continuación se convirtió en uno de sus poquísimos entretenimientos: subir a los montes Trata. Tras la muerte de Edmund fue el padre quien, en los momentos que tenía libres, lo llevaba a las montañas para dar largos paseos.

Su familia estaba profundamente vinculada a la tradición polaca y arraigada en la fe católica. La huella más fuerte de su formación espiritual fue, sin lugar a dudas, la de su padre; aunque también su madre, Emilia, influyó en su maduración humana transmitiéndole una sensibilidad que más tarde se desarrollaría en su dimensión mariana de su misticismo. Un recorrido, el del amor por la Virgen, que posteriormente se vio marcado por la extraordinaria personalidad del sastre Jan Tyranowski, quien lo introdujo gradualmente en una profunda atmósfera de oración y devoción.

En cierto sentido, el dormitorio de Juan Pablo II –tanto en el vaticano como en Castel Gandolfo- era el sagrario de sus recuerdos juveniles. Junto a las imágenes de sus padres y de su hermano, tenía en una mesita las fotografías de Tyranowsky y del capellán de Wadowice, don Kazimierz Figlewicz, que había sido su catequista y confesor de su infancia. Esto muestra la raíz profunda de pertenencia a su familia, marcada por el dolor temprano y por el estallido de la II Guerra Mundial. 

Cuando tras la muerte de su padre en 1941 se vio privado de los afectos familiares, el corazón de Karol experimentó una suerte de ensanchamiento: sus amigos de juventud se convirtieron en su nueva familia y, poco a poco, también sus compañeros del seminario, los parroquianos, los otros sacerdotes, sus colaboradores en el episcopado, los fieles de la diócesis de Cracovia y, en general, el mundo entero. En todos los lugares en que se sentía el misionero del Señor supo encontrar el equivalente de su familia de origen, dada su capacidad de instaurar una relación de intimidad con cualquier persona. Cuando hablaba a las masas, a la vez, su mensaje llegaba a cada uno de forma especial. 

 

JuanPabloII joven

 

Tradiciones y recuerdos

La humanidad de Wojtyla abarcaba las tradiciones, los sentimientos, los recuerdos, hasta los sabores de su tierra polaca. Sentía, por ejemplo, una predilección especial por los pastelitos de Wadowice, los kremówki, pero también le gustaban muchísimo los de Torún, los katarzynki, de forma que cada vez que alguien procedente de Polonia iba al Vaticano le llevaba un paquete de dulces recién sacados del horno. Lo más probable es que después no se los comiese, a menudo debido a su espíritu de penitencia, pero en cualquier caso se alegraba de poder ofrecérselos a las personas que recibía en audiencia.

En muchas ocasiones un acontecimiento, un encuentro o una circunstancia particular lo inducía a retroceder en el tiempo y hacía emerger de su prodigiosa memoria unos recuerdos nítidos e intactos. Esto que dice la espiritualidad ignaciana, los buenos recuerdos como reservorio del alma para desde lo bueno dar pasos para la conquista de las promesas de Dios para cada uno.  El afecto que sentía por sus amigos y compañeros de juventud permanecía vivo en él a pesar de los años transcurridos y, en más de una ocasión, cuando ya era Papa, restableció relaciones con personas que hacía mucho tiempo que había perdido de vista.

Eso fue lo que sucedió, por ejemplo, con el ingeniero judío Jerzy Kluger, un amigo de la infancia de la época de Wadowice, con el que Wojtyla había dejado de estar en contacto a raíz de los trágicos sucesos de la Segunda Guerra Mundial y de la deportación de los judíos a los campos de concentración nazis. Tras ser elegido Pontífice, los dos amigos se volvieron a ver con asiduidad, tanto en el Vaticano como en Castel Gandolfo, hasta la muerte de Juan Pablo II.

A ambos les gustaba recordar en especial un episodio que se remontaba a los últimos días de la escuela primaria. En aquel entonces Jerzy vivía en las proximidades del colegio y un día, a primera hora de la mañana, fue ver los resultados de los exámenes de admisión en el instituto, que Karol y él habían superado. Así pues, se dirigió a toda prisa a la casa de su amigo para darle la buena noticia, pero cuando llegó le dijeron que estaba en misa en la parroquia Nuestra Señora. Pese a que Jersy jamás había puesto un pie en un templo católico, esa vez decidió hacerlo, y se acomodó en los últimos bancos esperando a que concluyese la ceremonia. Karol lo vio desde el altar y le indicó con ademán que se estuviese quieto y no hablase. No obtante, una mujer lo reconoció y le preguntó con dureza cómo se atrevía a profanar la iglesia, él que era judío. Una vez finalizada la misa, Karol se acercó a Jerzy e hizo caso omiso de la noticia que había aprobado el exámen. Lo que quería saber era lo que la mujer le había dicho a su amigo. Cuando se enteró, comentó apenado: “Pero ¿acaso no somos todos hijos del mismo Dios?”. De hecho entabló una gran relación con la comunidad judía a quienes denominaba “hermanos mayores”.

Pese a que, por aquel entonces, Wojtyla tenía apenas diez años, observaba ya con extraordinaria madurez el odio racial que serpenteaba en el interior de algunos de sus conciudadanos. De ese odio se alimentó la atroz tragedia del siglo XX, que Wojtyla evocaría más tarde, emocionado: “Yo mismo tengo recuerdos personales de lo que ocurrió cuando los nazis invadieron Polonia durante la guerra. Me acuerdo de mis amigos y vecinos judíos; varios de ellos murieron, otros lograron sobrevivir”. En ese período se consolidó en él el respeto por los judíos que lo llevó a definirlos, durante la visita que realizó en 1986 a la sinagoga de Roma, como los “hermanos mayores”. Un respeto que fue emblemáticamente sellado por la afectuosa mención al rabino romano Elio Toaff en su testamento (el único nombre que figuraba en él, además del de su fiel secretario, monseñor Stanislaw Dziwisz).

Con sus compañeros de instituto consiguió mantener unas relaciones constantes. La tradición de organizar reuniones periódicas, que había empezado en la época de Cracovia, no se interrumpió tras su elección como Papa, y en más de una ocasión los invitó a Castel Gandolfo. Cuando más tarde, durante su último viaje a Polonia, que tuvo lugar en agosto de 2002, se enteró de que el arzobispo de Cracovia, el cardenal Franciszek Macharski, había invitado a cenar a sus compañeros de último año, se lo agradeció conmovido. Luego comentaría: “Éramos cuarenta, sólo quedamos ocho, y no todos pudieron venir”.

Los compañeros de Karol lo recordaban como un joven dotado con unos talentos extraordinarios, muy amigable y con un nivel de moral destacable. En el colegio, por ejemplo, no permitía que nadie copiase de él, porque consideraba que era un comportamiento deshonesto. No obstante, siempre se ofrecía a ayudar a quienes lo necesitaban explicándoles lo que no habían entendido o haciendo con ellos los deberes por la tarde. Cuando entró en el seminario, este comportamiento inalterable. En una ocasión uno de sus compañeros le pidió que lo ayudara durante el examen que debían hacer ese día. Wojtyla le respondió: “ Mi querido amigo, confía en Dios e inténtalo solo”.

Siempre que, mientras era obispo o cardenal, se encontraba de paso en Roma, los sacerdotes polacos que trabajaban en el Vaticano lo invitaban a celebrar el santo o el cumpleaños. Si no tenía algún compromiso ineludible, Wojtyla aceptaba encantado. Siendo ya Papa, uno de sus amigos no tuvo el valor de invitarlo a una de estas celebraciones. Algo más tarde, Juan Pablo II lo invitó a cenar en el Palacio apostólico y lo reprendió en tono de burla: “Cuando era cardenal me invitabas; en cambio, ahora que soy Papa ya no lo haces. ¡Da igual si voy o no, debes invitarme siempre!”.

A decir verdad, fueron muchos los colaboradores de la Curia romana que, durante su pontificado, recibieron signos de reconocimiento el día de su santo o en el aniversario de su ordenación sacerdotal o episcopal. Y esta amabilidad se extendía, por descontado, a los laicos.

Después de su elección, sin ir más lejos, llamó por teléfono a Cracovia y pidió que incluyeran gratuitamente en el grupo que iba a viajar a Roma para presenciar la inauguración del Pontificado a la señora María, que limpiaba el palacio arzobispal de Cracovia. Y el último día de su vida quiso despedirse de los más altos exponentes del Vaticano, pero también de Franco, que se ocupaba del apartamento pontificio, y de Arturo, el fotógrafo que lo había seguido durante numerosos años.

 

Padre Javier Soteras